— ¡Ya viene! — decían a voz en cuello-. ¡Mirad sus rizos rubios! ¡Es ella! A la lanterne, á la lanterne!
Las voces sonaban cada vez más excitadas. Miré a Frenelle y las dos nos preguntamos a quién podían referirse.
— ¡Es ella! — porfiaban las voces-. ¿Habéis visto alguna vez un cabello así? ¡Mirad!
Golpeé el techo del carruaje para indicar a Bidos que espoleara los caballos, pero resultaba imposible abrirse camino entre aquella muchedumbre que inundaba las calles, sin duda pronto acabaríamos atrapados en aquella turba.
— ¡Llevadla allí, allí! ¡Que se besen! ¡Al Temple con ella!
Nuestro carruaje, inmerso en el mar de gente, comenzó a moverse agitado por la multitud. Ésta estaba formada por todo un muestrario de personas dispares, de mujeres desdentadas, de burgueses, de hombres armados con picas, de ancianos, de aprendices, de niños incluso. Por un momento pensé que se dirigirían hacia nosotros y recordé las palabras de Frenelle sobre la locura que suponía salir a la calle en estos días. Si uno de aquellos ciudadanos nos hacía descender del coche, ¿a quién iba a engañar yo con mi bonete de cocinera y con mi hijo disfrazado y enfermo?
— Les aristocrates á la lanterne! Les aristocrates on les pendra!
Sin embargo, aunque algunos rostros airados se volvían hacia nosotros y un muchacho comenzó incluso a zarandear nuestro vehículo al compás de su repetitivo cántico, era otro el motivo de atención de la muchedumbre: todos miraban hacia el norte, hacia una extraña comitiva que comenzaba a aproximarse.
Entonces la vi. Y ojalá no la hubiese visto nunca. Porque con lo que mis ojos tropezaron fue con una visión que, a pesar de que hayan pasado tantos años, aún me visita en sueños. Ensartada en una pica y botando arriba y abajo al compás de canciones revolucionarias estaba la cabeza de la princesa de Lamballe, maquillada y perfectamente peinada. Unos pasos más atrás la seguía su cuerpo desnudo, empalado y expuesto también a las risas y los gritos. Sí, era ella, reconocí enseguida sus facciones. Recuerdo que habíamos coincidido brevemente en el teatro, en el curso de la representación de Las bodas de Fígaro, apenas un par de años atrás. En aquel entonces todos nos fijábamos en la princesa de Lamballe; su pelo rubio, peinado en una original pila sobre la coronilla, caía en forma de rizos y tirabuzones. Era célebre en París, y ella a su vez tenía fama de prudente y reposada a pesar de que las malas lenguas hablaban de que era una amiga demasiado «íntima» de María Antonieta. Y ahora, ese mismo peinado que se había hecho legendario campaba como una siniestra incongruencia sobre su cabeza decapitada, mientras que sus ojos, burdamente maquillados, parecían mirarme con una extraviada expresión de horror.
Agradecí fervientemente a Dios el hecho de que mi hijo durmiera y me volví hacia Frenelle. Entonces pude comprobar que ella acababa de abrir la ventanilla y se dirigía a alguien:
— ¿Qué pasa, Ginette? Eh, tú, Adéle, ¿adónde lleváis a la traidora? Decidme hacia dónde os dirigís, que queremos ir también.
Se me heló la sangre al pensar que ella, mi compañera de tantas soledades, hubiera decidido unirse a la turba, pero sólo fue un segundo, enseguida comprendí la argucia. Frenelle había descubierto entre todas aquellas caras amenazantes a dos conocidas suyas. Eran pescaderas del mercado y una se volvió hacia nosotros para responder:
— Adonde se merece, ciudadana, al Temple, allí es donde la llevamos para que le dé un besito a su amante l'autrichienne. ¿No habéis oído la consigna popular? ¡Que se besen las dos por última vez! Además, ¡mirad quién nos acompaña!
Aquella mujer señaló entonces a su izquierda, hacia un hombre de una belleza ruda que montaba en un caballo tordo. Era el único entre la muchedumbre que no iba a pie, por lo que deduje que se trataba de alguna autoridad.
— Es el ciudadano Tallien, él está con nosotros. ¡Al Temple, al Temple!
Apenas un año más tarde, cuando este mismo Jean–Lambert Tallien se convirtiera en mi amante, a punto estuve de confesarle cómo y en qué circunstancias el destino había cruzado nuestros caminos por primera vez. Pero preferí no hacerlo. Aquel recuerdo de él como secretario del Consejo General de la Comuna, comisionado según unos para controlar la turba callejera y según otros muchos como silencioso instigador de las Masacres de Septiembre, quedaría siempre conmigo. Él no reparó en Frenelle ni en mí, aunque la terrible comitiva pasó muy cerca de nuestro carruaje. Yo abracé entonces aún más fuerte el cuerpecito de mi hijo, y cuando la cabeza de la desventurada princesa estuvo muy cerca, a pesar del horror, no pude evitar mirarla una vez más y así apreciar los más terribles detalles. La cara amoratada y la carne muerta convocaban innumerables moscas que se peleaban por posarse en sus labios, en sus ojos vidriosos, y luego se le colaban por la nariz, por las orejas. ¿Y qué hice yo en ese momento? ¿ensayar una plegaria? ¿compadecerme de ella? ¿llorar su desventura? No, ciertamente. Me uní a los gritos de los demás y coreé con todas mis fuerzas: Á la lanterne! Sí, eso hice, porque era lo que hacíamos todos entonces. Unos por fiebre revolucionaria, otros por pavor y muchos como yo por mero instinto de supervivencia.
Por fin, después de unos minutos que se me antojaron interminables, el cortejo se alejó y las calles se fueron vaciando de gente hasta dejar tras de sí un extraño silencio.
— ¡Vamos, Bidos, sigamos! — le grité al cochero.
Debía volver a casa cuanto antes, necesitaba meter en su cama a mi hijo, que aún dormía gracias a la pócima de la bruja Caridad. Miré su carita tan pálida y desvalida y luego mi vista resbaló hasta la falda de mi vestido y me aterró comprobar que estaba manchado de sangre. No, no era la sangre de Théodore, afortunadamente, la que allí podía verse, sino la mía. Sin darme cuenta, mientras gritaba a la cabeza cercenada de la princesa de Lamballe, mis uñas se habían hincado en mis muñecas, en las palmas de mis manos, hasta desgarrarme la piel.
Entonces fue cuando tomé la decisión. Era necesario, perentorio huir, alejarse cuanto antes de París. Olvidar de una vez y para siempre esa ciudad que ardía en odio, dejar atrás tanto horror, tanta locura.
Permítaseme ahora, antes de dar por cerrado este capítulo, que termine de contar lo ocurrido aquel inolvidable día de septiembre completándolo con información que entonces no poseía pero que ahora es de dominio público. Al amanecer de aquel soleado día que sería su postrero, Marie Thérèse, princesa de Lamballe, se encontraba leyendo su devocionario en su celda de La Force cuando fue interrumpida por uno de esos pelotones de ciudadanos que entonces se erigían tanto en juez como en verdugo. Al negarse a abjurar de su Rey y al decir con aire sereno que sabía que iba a morir y que por tanto no le importaba que fuera más tarde o más pronto, cayeron sobre ella. A golpes le arrancaron la vida, acto seguido la decapitaron, colocaron la cabeza en una pica y luego, en otra, empalaron su cuerpo desnudo.
En aquel tiempo estaban de moda los grandes bigotes poblados, y un muchacho presente en el descuartizamiento afeitó el vello púbico de la desgraciada para confeccionarse con él un gran mostacho, lo que fue recibido con júbilo por los demás. A continuación alguien tuvo otra idea: llevar la cabeza de la princesa hasta la prisión del Temple para que María Antonieta diera «un último beso de amor en la boca a la que había sido su amante». Se inició así una procesión que iba a tener varias paradas. La primera fue ante la casa de Marie Grosholz, la futura madame Tussaud, para que ésta recubriera de cera la cara de la decapitada y luego la maquillara. «¡Tiene que estar muy guapa para su puta amante real!», gritaban animando a la mujer a terminar cuanto antes la tarea.