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— Sucedió así–pregonaba orgulloso uno de los muchos y espontáneos heraldos de la desgracia ajena-: Escuchad bien porque yo estaba ahí y lo vi todo. La comitiva partió hacia las ocho de la mañana de la prisión y la cabalgata por las calles de París duró cerca de dos horas envuelta en una niebla húmeda. La Comuna había ordenado que las ventanas permanecieran cerradas para evitar posibles gritos contrarrevolucionarios y esto se tradujo en un silencio algo pesado para mi gusto. De pronto, ¿qué creéis que pasó? Un antiguo barón, un patético realista con no más de cuatro o cinco seguidores a su lado, comenzó a gritar: «¡A mí todos los que quieran salvar al Rey!». Pobre tipo, hasta las verduleras se le tiraron encima y los guardias hubieron de intervenir para que no lo despedazaran allí mismo.

»Por fin, hacia las diez, llegó el carro abierto en el que viajaba el tirano hasta el pie del cadalso. Entonces pude verlo de cerca. Estaba vestido de forma simple y llevaba el pelo largo y ceniciento recogido con una cinta. Como soy asiduo de estos espectáculos, sé lo que significa este detalle. A muchos condenados se les permite venir con el cabello ya cortado para evitarles la humillación añadida de rasurarlos en público con lo primero que se encuentre por ahí. Pero al Capeto no le concedieron ese privilegio y el verdugo Sansón se lo cortó allí mismo, para que todos pudiéramos reír y corear nuestras canciones.

»Una vez cumplimentado este trámite, trasquilado como una oveja, le pidió a Sansón que le permitiera mantener puesta su casaca. Seguro que esta idea la sacó de sus lecturas sobre la muerte de Carlos I de Inglaterra, porque el buen Luis no tiene imaginación ni para idear algo así. «No me retiréis la chaqueta–dicen que dijo el tirano inglés a sus verdugos-, hace demasiado frío y no quiero que la gente piense que el Rey tiembla de miedo». Nuestro Capeto hizo otro tanto y pidió, además, que le dejaran las manos sin atar, pero ambas peticiones le fueron denegadas. Como parecía ofrecer resistencia por este último detalle, hubo que recurrir a la persuasión y un teniente que había lo acabó de convencer comparando su ordalía con la de Cristo. Mano de santo, vive Dios; al oír este argumento, el Capeto aceptó de buen grado todas las humillaciones que tuvimos a bien dispensarle. Llegó por fin el momento más interesante. El tirano subió hasta el patíbulo con paso firme y, una vez arriba, intentó dirigirse al gran número de personas que allí estábamos reunidas para verle morir, unas veinte mil según afirman. «Muero inocente de todos los crímenes que … », comenzó a decir el Capeto, pero ya no pude oír más, ¡y eso que, gracias a que mi cuñada es sobrina de Sansón, teníamos asiento de primera fila! «Rezo para que mi sangre nunca… », sólo esas seis palabras sueltas alcancé a oír a pesar de estar tan cerca, porque inmediatamente un redoble de tambores ahogó sus palabras. A continuación, el Capeto se acercó a la guillotina y fue puesto sobre la plancha de madera horizontal, esa que al desplazarse empuja la cabeza del reo bajo una abrazadera de hierro. Entonces, Sansón soltó la cuerda que sujeta la cuchilla, doce pulgadas del mejor acero francés que bajaron silbando y pocos segundos más tarde el verdugo nos mostraba a todos la cabeza chorreante del que había sido Rey de Francia. ¡Viva la República!

***

De todos los relatos que se hacían de la muerte del Rey, por cierto muy similares entre sí, aunque adornados aquí y allá según la personalidad del narrador, dos detalles fueron los que más llamaron mi atención. El primero, el hecho de que, una vez decapitado, no pocas personas mojaron sus pañuelos en la sangre del monarca; unos para guardarla como reliquia, otros para pasearla por las calles en señal de triunfo. El segundo detalle tiene que ver con los tambores. Al contarme aquellos mercachifles de noticias luctuosas que el Rey había intentado dirigirse al pueblo pero que un redoble de tambores ahogó su voz, me acordé entonces de mi buen amigo el señor Moratín. Él, hace unos años (Dios mío, poco más de siete y cuánto había cambiado el mundo), me había hecho la siguiente reflexión sobre los reyes de Francia: «Fíjate bien, Teresita, Luis XIV dijo: «El Estado soy yo». Luis XV, por su parte, declaró: «Después de mí, el diluvio». Y en cuanto a este nuevo Luis, el XVI, ignoramos qué palabras serán las que resuman su reinado, pero mucho me temo que no le dejarán hablar demasiado…». Ahora, aquella reflexión del señor Moratín podía completarse tal como iba pasar a la historia: «Y Luis XVI, por su parte, no pudo decir nada porque un redoble de tambores ahogó sus palabras».

III

SOLA, DIVORCIADA,

EXTRANJERA Y ESPÍA

LA HUIDA

«Yo, Antoine Edme Nazaire Jacquotot, funcionario público, pido la disolución del matrimonio del ciudadano Jean–Jacques Devin de Fontenay, de treinta y un años, con Juana Ignacia Teresa Cabarrús, de diecinueve, que se ha pronunciado en presencia de las partes y de los testigos, que en nombre de la ley su matrimonio quede disuelto con la firma de ellos y de sus testigos…».

Así reza el documento de mi divorcio, que aún conservo. Los trámites habían comenzado en septiembre de 1792. Nosotros, tres meses después de la muerte del Rey, en abril de 1793, emprendimos junto a nuestro hijo la huida hacia la ciudad de Burdeos. Si el lector se sorprende de que nuestro matrimonio estuviera legalmente disuelto en el momento de escapar juntos, me apresuro a señalarle lo mucho que unen el horror y la necesidad. Yo, por mi parte, necesitaba a Jean–Jacques para que nos protegiera a mi hijo, a Frenelle y a mí, puesto que las carreteras estaban infestadas de ladrones, de controles revolucionarios y, sobre todo, de los famosos sans–culottes en busca de aristócratas. Y yo le hacía falta a él porque en Burdeos vivían varios familiares míos y, en especial, un tío de mi padre que era armador, de modo que podía ayudarle a emprender la huida hacia la isla de Martinica, en las Antillas, donde él deseaba instalarse. Emprendimos, pues, la marcha una madrugada muy lluviosa sin más equipaje que el que permitían dos grandes cestos de mimbre y un baúl tan viejo y maltratado que difícilmente levantaría las sospechas de los sans–culottes y bandidos que esperábamos encontrar en el camino. Es curioso lo que uno elige llevar consigo cuando huye, porque a veces la elección va en contra del sentido práctico e incluso del más elemental sentido común. Amén de coser a mi ropa de viaje las pocas joyas que por su tamaño reducido pensé que podrían sobrevivir a un escrutinio malintencionado, mi equipaje estaba formado por lo siguiente: dos vestidos sencillos de colores apagados, un redingote, tres pares de zapatos, uno de ellos de tafilete, libros, afeites y, naturalmente, el camafeo con la silueta de mi amado Jean–Alex Laborde. Hasta aquí todo más o menos normal y razonable, pero también metí en el cesto la mantilla blanca que llevara el poco feliz día de mi boda y que nunca más había usado, así como las tijeras de jardinería que me habían servido en los últimos tiempos para entretener mis largas horas de encierro en casa. Atrás quedó el resto de nuestras pertenencias, las de una pareja que ya no existía pero que, al disolverse, no tuvo tiempo siquiera de dividirse los restos del naufragio, pues la tormenta arreciaba y había que ponerse a salvo.

Durante cuatro largos días y sin dirigirnos la palabra más que lo indispensable, viajamos en silencio mi ci–devant marido, Frenelle, el niño y yo. Mi pequeño Théodore dormía gran parte del tiempo, lo que era una bendición, porque así sus infantiles ojos evitaban ver lo que observaban los nuestros a poco que nos asomáramos a la ventanilla: niños semidesnudos que suplicaban ayuda desde las cunetas, campesinos hambrientos y grupos de sans–culottes que cada tanto detenían nuestro carruaje con la excusa de inspeccionarlo en busca de aristócratas huidos y traidores. A veces eran patrullas de cuatro o cinco hombres armados con picas; otras, de mujeres incluso más fieras que los varones que no tenían reparo en palparnos de arriba abajo hasta en los rincones más íntimos; a mi marido, entre grandes risotadas, a Frenelle y a mí con burlona saña, en busca de alhajas. A todo esto sobrevivimos milagrosamente. A la rapiña de joyas, por ejemplo, gracias a la astucia de haberlas cosido no en las enaguas, como hacía todo el mundo, sino entre las varillas del corpiño, lo que nos hacía parecer a Frenelle a mí dos orondas matronas. A las patrullas de sans–culottes sobrevivimos también merced a otra argucia tan simple como eficaz. Sabedores de la codicia de estas gentes, en vez de llevar todo el dinero en una misma bolsa, llevábamos varias escondidas aquí y allá. Una vez comenzado el registro, entre fingidas protestas, ayudábamos a descubrir para gran regocijo de estos improvisados representantes de la autoridad una o dos de ellas, quedando las otras a buen recaudo. Pero no todo fueron sinsabores y estratagemas. También el camino a Burdeos nos permitió descubrir el lado dulce de la naturaleza humana y maravillarnos de la ayuda desinteresada que nos prestaron no pocos habitantes de los pueblos en los que tuvimos la suerte de detenernos. Porque si los tiempos difíciles hacen habituales los malos sentimientos, también hacen prodigar los más generosos. Y a nosotros, disfrazados para parecer pequeños terratenientes que se veían obligados a huir, nunca nos faltó un alma samaritana. Ni un plato de sopa, ni una mano para cambiar una herradura, ni una manta para nuestro hijo. Bendito pueblo francés que, como todos los demás, llegado el momento del horror es capaz de lo más atroz, pero también de la mayor de las bondades.