A continuación de Saige vinieron otros aristócratas seguidos de varios banqueros, y a partir de ahí la guillotina se volvió menos elitista, más… popular en el más terrible sentido del término. Así, fueron desfilando bajo su acero personas de toda edad, sexo y condición: curas refractarios, tenderos, modistas, artesanos, comerciantes, parteras, todos detenidos gracias a la ley de sospechosos. La ley decía lo siguiente: «Son reputadas personas sospechosas aquellas que por su conducta, relaciones, palabras y escritos se hayan mostrado partidarias de la tiranía o el federalismo y los enemigos de la libertad. Aquellos que no puedan justificar sus medios de existencia y el cumplimiento de sus deberes cívicos; aquéllos a los que se les haya rehusado el certificado de civismo; los funcionarios destituidos o suspendidos por la Convención; los anteriormente miembros de la nobleza y también los maridos, esposas, padres o agentes de los que hayan emigrado entre julio del 89 y mayo del 92, aunque hayan vuelto a Francia…».
Las razones para ser detenido eran, como se ve, multitud, y en Burdeos puede decirse que prácticamente toda la población estaba comprendida en alguno de los apartados de dicha ley. Porque ésta no sólo castigaba a los federalistas, es decir, a todos los habitantes de las provincias desafectas contra los que se hizo la famosa declaración de que la República era única e indivisible. También castigaba a los tibios, a aquellos que no habían enarbolado las picas para defender a los extremistas y a sus representantes más encarnizados, a cualquiera, en suma, que despertara la sospecha de los jacobinos de París.
Personalmente, la ley me alcanzaba por varias razones, a cual más grave para aquellos guardianes de la fe revolucionaria. En primer lugar, por haberme trasladado de París a un lugar tan señaladamente federalista como Burdeos. En segundo, por ser ex marquesa de Fontenay y, aunque podía argumentarse que ahora estaba divorciada, una disolución de matrimonio tan apresurada como la mía, hecha pública unos días antes de nuestra fuga de París, era más que sospechosa. Además, mi antiguo marido había sido nada menos que consejero del Rey y, para colmo, ahora se encontraba exiliado en las Antillas, desde donde resultaba evidente que no iba a desarrollar una encendida propaganda de Robespierre y de los jacobinos. A todos estos elementos en mi contra había que añadir uno más e igualmente grave: mi condición de extranjera. De española y quién sabe si también de espía, porque, ¿acaso no era mi padre un posible masón y además consejero del Rey de España? ¿Y acaso no era éste un Borbón, al igual que el guillotinado Luis XVI, quien se sentaba en el trono de España, nación que, para más escarnio, había lanzado sus huestes contra Francia junto a otras potencias extranjeras?
Sola, divorciada, extranjera y espía… con estos atributos me enfrentaba yo a la nueva situación reinante en toda Francia.
CONOCIENDO AL ENEMIGO
De la alegre ciudad que yo había conocido unos meses atrás no quedaba ya más que el recuerdo. En Burdeos, una de las regiones más ricas de toda Europa, se pasaba hambre y, sobre todo, reinaba el miedo. Al caer la noche, las puertas se cerraban y la gente en sus casas se dedicaba a escuchar atemorizada el paso rítmico de la ronda temiendo el momento en que ésta se detuviera ante su umbral. Cuando ello ocurría, todos conteníamos la respiración, ensayábamos una plegaria y luego, al comprobar que los aldabonazos sonaban no en nuestra puerta sino en la del vecino, lanzábamos un suspiro de alivio. No puede decirse que fuera ésta una actitud ni edificante ni digna de buenas personas, pero, qué caramba, eran tiempos difíciles y lo que entonces primaba no era la bondad, sino el sálvese quien pueda.
Además de aquellas visitas nocturnas que significaban casi con toda seguridad la muerte en la guillotina, menudeaban otras destinadas a la búsqueda de objetos que delatasen lo que entonces se llamaba «el ambiente antirrevolucionario de los hogares». En casos así, los miembros del tan temido Comité Revolucionario de Vigilancia creado por Tallien no desaprovechaban la ocasión de incautar de paso alguna que otra «prueba irrefutable», siempre en forma de objeto de gran valor. Otro modo de proceder, utilizado por ejemplo por el nuevo alcalde afecto a los representantes de París, era obligar a los ciudadanos al pago de entre mil quinientos y mil ochocientos francos a cambio de un certificado de civismo necesario para evitar sufrir «visitas» nocturnas.
También las costumbres y hasta la moda se vieron afectadas por la nueva situación política, y, así, la vestimenta habitual de los bordeleses reflejaba tanto temor: ahora todos procurábamos vestir al modo revolucionario, inspirado en el atuendo de los sans–culottes y en los colores de nuestra bandera. El fervor patriótico llegaba a tal punto que, quien podía costeársela, lucía una brillante botonadura con la inscripción «Vivir libre o morir», o una pequeña guillotina de plata colgada al cuello como antaño llevábamos una cruz cristiana. Aun así, no era suficiente con parecer afín a los representantes de París, también había que demostrarlo con hechos, por lo que las delaciones estaban a la orden del día. Es triste decirlo, pero muchas veces el único salvoconducto para evitar la cárcel o la guillotina era traicionar a un vecino, a un amigo, a un hermano.
Sin embargo, como ya sabemos, si los tiempos difíciles hacen aflorar lo peor del corazón humano, también logran que brille lo mejor de él, y dicha circunstancia parecía conocerla bien Jean–Lambert Tallien. Muy pronto reparó en que, aunque los jueces que dictaban las sentencias eran forasteros traídos por los representantes de París, las personas de buen corazón siempre lograban encontrar medios de interceder de una forma u otra a favor de los perseguidos. Y Tallien, a pesar de sus escasos veinticuatro años (o tal vez debido precisamente a ello), sabía que las más insistentes, las más pertinaces abogadas de la desgracia ajena eran–o mejor debería yo decir «son» — siempre las mujeres. De ahí que, a las pocas semanas de su llegada, dictara el siguiente y curioso bando:
«Toda ciudadana o cualquier otro individuo del sexo que sea que acuda a solicitar algo a favor de los detenidos o a fin de obtener algún beneficio para ellos será considerado y por tanto tratado como sospechoso».
Dicho esto tal vez sorprenda al lector saber que muy poco después de hacerse público este bando, el ciudadano Tallien recibió una carta escrita de puño y letra de la ciudadana Teresa Cabarrús, ci–devant marquesa de Fontenay, en la que solicitaba
clemencia para Juan Cabarrús, primo mío y sobrino muy querido de mi tío Dominique, que se encuentra injustamente detenido en el castillo de Lagrange, cerca de Saint–Julien.
Y, no contenta con esta petición, añadía yo esta otra:
Así como ayuda para la joven ciudadana Boyer–Fonfredé, quien tras haber perdido a su hermano y a su esposo a manos de la ley, junto a su hijito de tan sólo un año, ha sido muy injustamente desposeída de todas sus posesiones y está en la calle.
***
¿Qué pensaría Tallien al recibir una carta que tan evidentemente contravenía sus órdenes? Lo normal en este caso habría sido actuar de inmediato contra tan osada ciudadana que se permitía, para colmo, firmar como ci–devant marquesa de Fontenay. Aun así, lo cierto es que, al leerla, lo único que hizo el implacable y todopoderoso représentant en mission de París fue desear entrevistarse inmediatamente con su autora. ¿Qué pudo ser lo que lo empujó a ello? ¿Sería tal vez la forma en que estaba redactada dicha súplica, o el modo encarecido en que yo abogaba por la vida de mi primo? ¿O quizá fueron los tristes detalles que incluía la misiva más adelante sobre la salud del pequeño hijito de madame Boyer–Fonfredé? Cabe la posibilidad también de que un par de lágrimas que de forma sensible–o mejor dicho, estratégica–maculaban la epístola fueran las que obraran el milagro. Sin embargo, yo me inclino a creer que la razón hay que buscarla en otro dato que no estaba escrito con tinta (ni con lágrimas). Me refiero a la osadía de una mujer de dirigirle una carta directamente a él, después de que hubiera hecho público aquel bando por el que explícitamente prohibía las peticiones femeninas de clemencia so pena de ser sus autoras arrestadas. Audaces fortuna juvat, la fortuna favorece a los audaces, he aquí un latinajo de los muchos que gustaba repetir madame de Staël antes del diluvio y al que, con su pomposidad habitual, solía añadir: «Sí, querida Thérésia, te lo aseguro, nada hay tan cierto: el paraíso es siempre de los osados».