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Yo, por mi parte, que nada sé de latinajos y bellas frases, me atrevería a añadir ahora algo más a esta idea: si el Edén es de los osados, este valle de lágrimas es sin duda de los temerarios, sobre todo en tiempos revueltos.

Posiblemente se pregunte también el lector si existía alguna razón, además de la osadía, para suponer que aquella carta no entrañaba para mí peligro alguno. Ciertas historias románticas que corren por ahí sostienen que no temí dirigirme a él porque mi camino y el del ciudadano Tallien se habían cruzado ya con anterioridad y estaba segura de que él no había logrado olvidarme. He oído comentar también que algunos aluden a un primer y ya lejano encuentro en el taller de la célebre pintora Vigée–Lebrun, retratista de María Antonieta, mientras ésta me pintaba un retrato. Según dicha bonita versión, yo me encontraba desnuda sobre una rústica cama de paja seca, cubierta apenas por una fina muselina muy al estilo pastoril de antes de la Revolución, cuando Tallien vino a entregar unos papeles en su entonces calidad de chupatintas u oscuro mozo de imprenta. Otras versiones sostienen que nos habíamos conocido antes del 89 en casa de mi amante Alex Lameth en una situación harto comprometida, que él habría espiado por la ventana en su calidad de criado o lacayo del marqués de Bercy. Hay quien afirma, por el contrario, que todo comenzó de modo muy patriótico, con el Club de 1789 como escenario, durante un discurso de Mirabeau. Confieso que, a lo largo de mi dilatada vida y según las circunstancias, yo misma he alentado la veracidad de unas y otras versiones, porque como dice un dramaturgo al que mucho admiro, ser exacta en los datos galantes no conviene: da la impresión de que una es demasiado calculadora. Sea como fuere, ahora sí puedo contar la verdad, que tal vez no sea tan novelesca como las otras versiones que corren por ahí, pero que es, en cambio, muy reveladora, pienso yo, de la conducta masculina en lo que a temas amorosos (¿o debería decir simplemente carnales?) se refiere.

Tallien no me conocía con anterioridad. A pesar de que habíamos coincidido a la sombra de la cercenada cabeza de la princesa de Lamballe, él no alcanzó a verme, escondida como estaba en el fondo de mi carruaje abrazada al cuerpecito enfermo de mi hijo Théodore. Lo que sí le habían llegado, tal como me confió más tarde, eran noticias de la presencia en Burdeos de une trés belle espagnole de la que había oído hablar mucho en París, de modo que, al recibir carta suya, decidió mandarla llamar. Que el hombre más poderoso de la ciudad se crea, como dicen en España, con derecho de pernada sobre una ciudadana indefensa entra dentro de lo habitual; pero, como también dicen en mi tierra, ocurre a veces que el alguacil acaba alguacilado y el burlador burlado, sobre todo cuando el dios Eros anda por medio…

Cuando a instancias suyas fui conducida a la Maison Nationale, procuré que nada delatase el menor síntoma de temor. Muy pronto descubriría que no había razón para ello. En cuanto tuve delante al ciudadano Tallien, instantáneamente me di cuenta del efecto que mi persona ejercía sobre él.

AMOR A PRIMERA VISTA

Tengo para mí que los hombres, a diferencia de las mujeres, son capaces de amar sin conocer apenas a la persona que aman. El coup de foudre (bonito término francés que significa «herido por el rayo») es sin duda más frecuente en hombres que en mujeres, y cuando hiere, resulta irresistible, irreversible y muchas veces también letal. Una rara enfermedad para la que no hay cura. A nosotras, féminas, todo esto nos resulta a veces difícil de comprender, puesto que somos más reflexivas y ponderadas en estos asuntos y no nos dejamos arrastrar por según qué instintos que tanto nublan las entendederas. Sin embargo, incluso las que, como yo, nunca hemos sido heridas por el rayo, somos capaces de identificar muy tempranamente en el contrario los síntomas de tal desvarío. Y entonces, cuando comprobamos que nuestro dardo o puñal ha hecho diana en su débil corazón, sabemos bien cómo retorcerlo en la herida. Porque aun a riesgo de que el lector o mi hija María Luisa me tachen de inmisericorde, no me importa aseverar que hay cosas que hasta una niña impúber conoce y de las que pronto aprende a sacar provecho. Como, por ejemplo, que no existe en este mundo criatura tan vulnerable (y por tanto manipulable) como un hombre que se enamora a primera vista.

***

— Ganas tenía de conocerte, ciudadana Cabarrús. Tus desvelos por ciertos vecinos de la ciudad de Burdeos llevan camino de hacerse más famosos aún que tus bellos ojos–me dijo el ciudadano Tallien después de que un sans–culotte cerrara la puerta dejándonos solos en su despacho de la Maison Nationale-. ¿A qué se debe esta temeraria petición tuya intercediendo por dos enemigos de la República?

— Enemigos no, ciudadano, víctimas–respondí-. En realidad, ésa es la razón por la que me he atrevido a escribir. Quería darte a conocer de primera mano sus casos–dije recurriendo yo también al fraternal y tan revolucionario tuteo-. Nuestra madre la República no debería crecer sobre los cadáveres de sus mejores hijos, sino sobre el sólido y fértil suelo de la justicia. Y para que esto sea posible, resulta primordial separar el grano de la paja, la mies de la cizaña.

La habitación en la que nos encontrábamos daba directamente a la plaza en la que estaba instalada la guillotina. Mientras departíamos, pude comprobar cómo, por la ventana abierta, llegaban hasta mis oídos las bravatas y bromas de los sans–culottes encargados de limpiar la sangre de las ejecuciones de las primeras horas de la mañana. Eran carcajadas y frases que ahora se entremezclaban extrañamente con mi discurso.

— … y aquel pobre tipo, antes de subir los peldaños, intentó comprarme con una medalla de oro que escondía en la boca… — fue la frase que oí mientras terminaba de pronunciar la mía, pero aun así no me tembló la voz y logré añadir:

— Firmeza, sí, pero también clemencia, ciudadano Tallien, eso es lo que Burdeos espera de un gran patriota como tú.

Por segunda vez pude oír las carcajadas de los verdugos, y ya empezaban a temblarme las piernas cuando me di cuenta de que Tallien no escuchaba ni sus voces ni posiblemente tampoco la mía. En sus ojos se adivinaba esa mirada masculina tan característica y algo extraviada que delata que no es la elocuencia de los labios femeninos sino los propios labios los que logran ablandar las voluntades. Aunque me tranquilizó descubrirlo en él, decidí recurrir una vez más a la retórica grandilocuente entonces tan en boga para convencer al ciudadano Tallien de por qué era favorable a su causa mostrar, de vez en cuando, piedad.

— Porque la justicia, que es nuestra luz y nuestra guía, no sería tal si, entre tantas y muy merecidas condenas a muerte, tu amor por la libertad, ciudadano, no reconociera algún caso que merezca clemencia y perdón.

Una vez más mis palabras volvieron a entremezclarse con las risas que subían del cadalso, y si Tallien no parecía reparar en dicha circunstancia, yo en cambio era cada vez más consciente de ello. Por eso, en vez de detenerme, continué hablando. Tenía la sensación de que si callaba, las risas, y sobre todo las voces de la plaza, acabarían por ahogar el efecto de las mías.