— ¡Ja, ja!, de un zarpazo le arrebaté la inmunda medalla de la boca, ¡maldito aristócrata! Allá estará en el infierno, pudriéndose sin protección de sus venerables santos cristianos–decía ahora una de aquellas voces, y yo, decidida a jugarme el todo por el todo, alargué una mano en dirección a Tallien, aunque sin llegar a tocarle, mientras decía:
— Porque tu muestra de clemencia, ciudadano, hará no sólo que los culpables sean aún más culpables, sino que tu nombre brillará con grandes letras en el corazón de esta ciudad que gracias a ti está regresando a la obediencia revolucionaria.
Ya no volvieron a oírse aquellas temibles voces y eso me permitió observar mejor al ciudadano Tallien calibrando el efecto que mi presencia ejercía sobre él. ¿Quién dijo eso de que más elocuencia tienen un par de bellos ojos que todos los sabios de Grecia? Tampoco lo sé, pero no le faltaba razón. A tenor del modo en que Tallien me observaba, dudo mucho de que fueran mis revolucionarias frases las que dibujaban en sus labios aquella sonrisa trémula, o las responsables de la nerviosa agitación de sus rodillas bajo la mesa, o de la transpiración que perlaba una frente tan reputadamente fría. Procuré observarle con más detenimiento aún. Era de mediana estatura y complexión robusta. Si por sus venas corría, tal como decían algunos, sangre de los Bercy, ésta no se manifestaba en sus facciones, que era toscas; tampoco en sus manos, demasiado rudas, ni en su porte vulgar. Sus ojos, en cambio, eran cosa muy distinta. No tenían una profundidad especial, pero estaban enmarcados por unas cejas oscuras y muy bellas. Este contraste desconcertante con el resto de su persona se completaba, además, con otro elemento notable: una larga cabellera castaña que caía suelta y rizada sobre sus hombros. Vestía, como era de esperar, al modo revolucionario: pantalones anchos, casaca corta y banda tricolor; sin olvidar, por cierto, el detalle tan actual de lucir arete de oro en su oreja izquierda, moda tomada, según tengo entendido, de los marineros que lograban cruzar con éxito la línea del Ecuador. Otro dato más llamó mi atención: las joyas que lucía. Sus dedos estaban cuajados de anillos con grandes piedras y sobre su vientre podía verse una leontina de la que colgaba un magnífico reloj. ¿Sería éste el mismo que nuestro amado alcalde Saige le entregara al pie de la guillotina para demostrar en público que sabía de sus venalidades y de sus robos a otros condenados?
— Bueno, ciudadana, ¿debo entender entonces que tú vas a ayudarme en la tarea de elegir a quién debo librar de la hoja de la guillotina? ¿Tendré acaso que consultar de ahora en adelante contigo para saber quiénes son los que merecen mi clemencia y quiénes no? Si es así, deberíamos vernos más a menudo. ¿Dónde vives?
La pregunta respondía más al campo del cortejo galante que al de la información. De sobra sabía el jefe del infausto Comité de Vigilancia cuál era la dirección de la ciudadana Cabarrús, puesto que, como ya he dicho, junto al cartel con el consabido lema de «libertad, igualdad, fraternidad… o muerte», que cada familia debía clavar en la puerta de su casa, era obligatorio exhibir una lista de sus moradores para agilizar el conteo y también las posibles detenciones. Aun así, con mi mejor sonrisa le facilité el dato que me pedía, rogándole que viniera a verme cuando él deseara. «Para mí será un gran placer recibir en mi casa al salvador de Burdeos», dije, y me odié por ello. Nunca hasta el momento, ni siquiera bajo circunstancias tanto o más difíciles que ésta, había tenido que recurrir a la hipocresía ni al incienso tan descarado de llamar a un asesino salvador de los ciudadanos. Sin embargo, debo reconocer que, una vez que comprobé el sorprendente efecto de ambos en mi nuevo «amigo», comencé a usarlos sin sonrojo. Porque, al fin y al cabo, ¿quién es más ruin?, ¿el que utiliza con exceso la lisonja y el ditirambo o el fatuo que se deja tan burdamente adular?
LA MUERTE SE VISTE DE MUCHOS TRAJES
Para comprender bien los importantes sucesos históricos que se avecinan creo que sería oportuno explicar someramente lo que estaba pasando en otras ciudades de Francia cuando Jean–Lambert Tallien se introdujo en mi vida o, mejor dicho, yo me introduje en la suya. Como ya sabemos, al ver que las provincias se resistían a su autoridad, París había mandado a diversos représentants en mission para someterlas. Hablo de ciudades como Lyon, Nantes, Marsella y tantas otras. A pesar de los expolios, a pesar también de las detenciones y de las muchas condenas a muerte dictadas por Tallien e Ysabeau, Burdeos fue una ciudad afortunada si la comparamos con lo que estaba ocurriendo por esas mismas fechas en otras villas; como Marsella, por ejemplo, ahora rebautizada por sus representantes en misión con el epíteto de «la ciudad sin nombre» por sus pecados. O como Lyon, que tuvo por verdugo máximo a Joseph Fouché. Allí, los sans–culottes se vanagloriaban de que treinta y dos cabezas rodaban cada veinticinco minutos. Sin embargo, como este método de aniquilación resultaba muy lento y los vecinos de las calles adyacentes a donde estaba situada la guillotina se quejaban de que la sangre obturaba los desagües, se decidió recurrir a otro método más expeditivo. En la Plaine des Brotteaux, grupos de hasta sesenta prisioneros fueron atados en fila y cañoneados a corta distancia. A los que sobrevivían a aquella orgía de cuerpos horriblemente mutilados se los remataba a bayoneta para no malgastar munición.
El ahorro de munición era primordial, puesto que debía reservarse para ser utilizada en los distintos frentes que Francia tenía abiertos contra las potencias extranjeras. Por esta razón, los representantes de París empezaron a pergeñar otras formas de ajusticiamiento en masa contra la población civil. En Nantes, por ejemplo, se inventaron las llamadas «deportaciones verticales» o «bautizos revolucionarios». Éstos consistían en apiñar en barcazas a flote en el río Loira a un buen número de prisioneros maniatados y cargados de cadenas para luego agujerear las naves y observar cómo los desventurados se hundían entre gritos de súplica. Previamente a estos «bautizos» se había aligerado a las víctimas de todas sus pertenencias, incluida la ropa que llevaban puesta. Así, el hecho de que se les ahogase desnudos acabó inspirando otro tipo de martirio, llamado esta vez «matrimonios republicanos», que consistía en atar desnudos y frente a frente a jóvenes de distinto sexo para ver cómo se hundían abrazados hasta morir. Las cifras de los que perecieron de este modo varían mucho, pero se estima que fueron no menos de dos mil, y muy posiblemente la cifra alcance los cuatro mil.
Como antes he señalado, en Burdeos los asesinatos en masa no fueron tan terribles como en otras ciudades. De los dos representantes en misión enviados por París, el que más fama de sanguinario se granjeó en un principio fue Tallien, pero los bordeleses no tardaron en darse cuenta del peligro que escondía su otro socio, el más austero y taimado Claude–Alexandre Ysabeau, antiguo monje capuchino. Puede decirse que uno y otro eran como la noche y el día. El primero, exuberante, voluptuoso y fácilmente sobornable, tenía al menos debilidades humanas, lo que le hacía parecer más accesible y también, por qué no, más atractivo. El otro, en cambio, presumía de emular a Robespierre. Y emular al hombre más poderoso y temido de Francia en ese momento pasaba por fingirse incorruptible, virtuoso y, por supuesto, completamente inmune a los encantos femeninos, o por lo menos a los míos. No soy mujer que suela perder el tiempo intentando seducir a quien no lo desea. Por eso, después de mi primera entrevista con Tallien, cuando ya me marchaba, éste me presentó brevemente a su compañero y después de ensayar con él parecidas lisonjas a las que había usado con el primero no logré arrancarle ni una palabra, desistí cambiando mis sonrisas por desdén. «¿Qué importa–me dije al salir de la Maison Nationale–que aquel feo y resentido Ysabeau vuelva su cara al verme si yo cuento con la admiración del hombre más importante de Burdeos?».