— ¿Adónde la llevan? — preguntaba una y otra vez Frenelle sin recibir respuesta-. ¡Decidme al menos adónde os dirigís! — insistía hasta que, por fin, el mismo hombre en el que había creído yo adivinar una actitud compasiva pronunció un nombre que por aquel entonces en Burdeos todos temíamos:
— A la fortaleza de Há, ciudadana.
Se refería al lugar en el que se retenía a los prisioneros antes de ser ajusticiados.
PRISIONERA EN LA FORTALEZA DE HÁ
No habían transcurrido ni dos horas cuando me encontré en una helada mazmorra con la sola compañía de mis oraciones y el sonido del arañar de las ratas. Miento. En realidad había otra compañía que logró angustiarme aún más que la amenaza de las ratas. Me refiero a los gusanos que infestaban el jergón de paja que hacía las veces de cama y cuyos cuerpos filiformes, fríos, babosos lograban introducirse en mis enaguas, subir por mis piernas, entre las mangas de mi camisa.
Las horas se arrastraban lentas y la oscuridad que reinaba en aquel agujero inmundo apenas lograba quebrarse con la ínfima luz que entraba por un ventanuco enrejado. Por él me llegaban los lamentos (a veces gritos) de otros compañeros de desgracia, pero con todo y con eso me consideraba yo afortunada. Y es que, al haberse producido mi detención tan tarde en la noche, los trámites de admisión y en especial el temido rapiotage que precedía a todo ingreso en prisión no tendrían lugar, según me informaron, hasta la mañana siguiente. Esta práctica, común a todas las cárceles de Francia, consistía en ser desnudada por un par de hombres y, después de las consiguientes burlas y escarnios, registrada hasta los lugares más íntimos en busca de joyas o monedas escondidas. El rapiotage era obligatorio para todos sin distinción de edad o sexo, pero resultaba fácil adivinar que existía una diferencia considerable entre el examen al que sometían a un hombre o a una mujer, una anciana o una muchacha joven. «Mañana, Teresita–me decía a mí misma mirando por el ventanuco cómo declinaba la luna al tiempo que comenzaban a despuntar muy tímidamente las primeras luces del alba-, cuando llegue el día, ya nada te librará. Las ratas y los gusanos son compañía agradable comparada con el rapiotage».
Hay que decir que todo este golpe contra mí estaba muy bien planeado. Días atrás, Tallien había solicitado permiso para regresar a París debido al fallecimiento de su padre. Su intención era pasar allí quince días para organizar la vida futura de su madre viuda y la noticia de mi arresto le llegó justo cuando estaba a punto de abandonar Burdeos. Sus enemigos habían calculado que, al hallarse ante un hecho consumado y de tal gravedad, Tallien no retrocedería, puesto que hacerlo era tanto como comprometerse públicamente a favor de una enemiga de la República. Pensaban, además, que aprovecharía su viaje a la capital para calmar su propia conciencia, sin duda dividida entre el deber hacia la patria y su inexplicable debilidad por una mujer que ni siquiera tenía certificado de civismo. Una debilidad, además, que no sólo era estúpida, sino también peligrosa, puesto que todos sabían el castigo que Robespierre y los demás representantes de París reservaban a los traidores.
Sin embargo, quienes así pensaban no conocían a Tallien. Esa misma mañana, tan temprano que aún no se había puesto en marcha la ceremonia del rapiotage, los funcionarios de la prisión de Há quedaron estupefactos al ver cómo el jacobino Tallien, procónsul de Burdeos y promulgador de la política de represión contra los aristócratas, se presentaba en su fortaleza. Lo hizo con las plumas de su sombrero ondeando bizarramente sobre su cabeza al tiempo que alzaba la voz reclamando la inmediata liberación de la detenida Teresa Cabarrús, antes llamada marquesa de Fontenay. Yo, por mi parte, al oír cómo se descorrían los cerrojos y segura de la suerte que me esperaba, al ver que quien entraba no era uno de mis carceleros sino el mismísimo Tallien, me arrojé a sus brazos cubriéndole de besos. También él me abrazó con fuerza y así permanecimos varios minutos, hasta que por fin tomó mi mano suavemente y, como quien guía a una niña, condujo mi paso de nuevo hacia la libertad.
***
Dice una ley de lesa humanidad que la sangre, cuando no incita a más sangre, concita al amor o, mejor aún, a la voluptuosidad. Por eso supongo que no sorprenderé a nadie si digo que apenas unas horas después de mi liberación, las habitaciones privadas del ciudadano Tallien en la Maison Nationale, con la sombra de la guillotina que se adivinaba bajo sus ventanas, fueron testigos de nuestro primer act d'amour. Y digo bien amor porque, aunque esta palabra es engañosa y se confunde a veces con pasión o con atracción fatal y otras, en cambio, con cariño o simple agradecimiento, de todo ello hubo en dicha ocasión. Aquéllos de entre mis lectores que hayan tenido la fortuna de ser objeto de un amor arrasador, incondicional y desbordante por parte de otra persona, saben cuán turbador es ver el efecto que causamos en quien tanto nos ama. Sentir la adoración de otro, sobre todo cuando se trata de un hombre poderoso, no puede compararse con amar, es cierto, pero miente quien diga que no es agradable e incluso excitante. Sobre todo cuando dicha adoración se muestra acompañada del respeto, virtud tanto más inexplicable cuando viene de un hombre sin escrúpulos.
Jean–Lambert Tallien estaba ahí, de pie junto a la ventana, sin atreverse siquiera a acercarse al lecho. Tuve que ayudarle a despojarse de sus ropas, revolucionarias, estridentes. Y debajo de ese envoltorio que lo hacía parecer un punto ridículo, descubrí de pronto un cuerpo tosco, pero también de una belleza ruda, viril, que no me fue difícil abrazar. «Nunca dejaré que te hagan daño, Thérésia, mi luz, mi norte, mi única vida… », repetía mientras sus dedos comenzaban a recorrer temblando sobre mí todas las sendas del amor tanto tiempo demoradas. Y lo hacían con un cuidado y veneración tales que diríase que nunca antes las hubieran transitado sobre cuerpo alguno. Hasta aquel día, cada vez que mis amantes habían recorrido similares caminos, yo había imaginado que eran las manos de Jean–Alex Laborde las que me acariciaban. ¿Pero dónde estaría ahora mi muy querido y único amor? Cuán lejana parecía en estos momentos aquella sublimada pasión. Desde su partida, mucha agua había pasado bajo los puentes, como dicen los franceses; agua, sí, pero también mucha sangre. Tal vez por eso aquella tarde, junto al infame représentant en mission, yo me dejé llevar por la extraña sensación de ser venerada, adorada por un hombre como él, y entonces sucedió lo inesperado. Mi cuerpo, que desde la violación por parte de mi marido dos años atrás nada sentía, pareció encenderse de pronto. No puede decirse que yo fuera inexperta ni muchos menos virgen. A mis veinte años ya había tenido un marido y dos amantes con los que creía disfrutar en la cama. Pero lo que yo sentí esa tarde en brazos de aquel hombre, de aquel asesino, fue algo distinto, mucho más intenso que lo que ningún otro me había hecho vivir. Amor y deseo, deseo y amor… los hombres jamás confunden una cosa con otra y son capaces de desear sin amar y también de amar sin desear, pero ¿y nosotras? ¿Acaso no se dice siempre que necesitamos de lo primero para sentir lo segundo?
Ahora que soy vieja sé muy bien qué fue lo que sentí por Jean–Lambert Tallien aquella tarde: eran ganas de vivir, de olvidar la proximidad de las ratas y de los gusanos en la fortaleza de Há, así como la amenaza del rapiotage al rayar el día. De olvidar también que mientras me entregaba a ese hombre con una pasión que nada tenía de fingida, bajo la ventana de su habitación, a pocos metros de nosotros, acechaba la guillotina que horas más tarde, y como todos los días, volvería a teñirse de sangre inocente. O quizá fuera, por qué no, una combinación de todo ello unida a la conciencia de que estaba sola en un mundo que se desmoronaba a mi alrededor. Sí, la pasión por la vida se confunde a menudo con la pasión por una persona, eso lo sé ahora, aunque entonces nada sabía. Por eso me abracé a Jean–Lambert como no había abrazado a nadie antes excepto al camafeo de mi pobre Jean–Alex Laborde.