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— Pues cuando vaya a Versalles yo seré muy amable con ella, Mademoiselle; al fin y al cabo es la Reina de todos los franceses. Y el trono de Francia es uno de los más antiguos e importantes del mundo, ¿no es así?

Mademoiselle no contestó a esta pregunta, seguía enfrascada en su relato.

— El Rey, que creía sin reservas en la inocencia de su mujer, estaba furioso con el asunto. Hubo un juicio y todos fueron condenados: la condesa de La Motte, a varios años de cárcel y a ser marcada a fuego en el pecho con la letra V de voleuse, es decir, de ladrona; Rohan, a ser destituido de su puesto y enviado a una abadía, y Nicole, la prostituta, a cadena perpetua.

— Bueno, pero si fueron castigados y se descubrió la verdad, entonces estaba muy claro que la Reina era inocente, ¿no, Mademoiselle?

— Ay, niña, también eso lo aprenderás un día. La verdad sola no es suficiente. Es necesario que la gente la crea como tal, y nadie la creyó. Es mejor que algo parezca verdad sin serlo a que lo sea y no lo parezca. El pueblo piensa de María Antonieta que es una derrochadora, una frívola, una adúltera. Más aún, piensa que tiene dominado al buen rey Luis, que éste no es más que un pelele a su merced. Y nadie cree en su palabra, aunque sea mentira la mitad de las cosas que se cuentan, porque la verdad puede ser muy mentirosa, ¿comprendes?

Yo entonces no entendí nada, pero tomé buena nota de esa reflexión que mucho me iba a servir andando el tiempo. Incluso iba a serme de utilidad a corto plazo. Y es que mi padre me había prometido que pronto, muy pronto, cuando cumpliera doce años, iba a enviarme a París para que conociera la capital de su país de origen. Su verdadera intención (aunque de esto no habría de enterarme hasta un poco más adelante) era prepararme para buscar un buen marido, porque ya empezaba a tener, según las costumbres de la época, «edad de merecer».

«¡París! — me decía yo mientras me probaba a escondidas unas bellas enaguas y crinolinas que había logrado sustraer del armario de mi madre-. París, la ciudad más bella del mundo, donde, según dicen, todo es diversión, donde las calles son una fiesta, y las damas, mucho más hermosas que en cualquier otra parte». París, donde los sueños se hacen realidad y también se vuelven reales los juegos de una niña que durante toda su infancia había fantaseado representando distintas vidas ante los espejos. «Qué gran actriz sería mi pequeña Teresa si tuviera ocasión–solía decir mi padre-. Miradla».

Yo, por mi parte, había oído que en Versalles estaba de moda el teatro, sobre todo las comedias, y que las grandes damas representaban papeles como si fueran cómicas. ¿Tendría yo también posibilidad de hacerlo? ¿Podría subirme a un escenario y representar, fingir? Tal vez en París lo consiguiera, sólo era cuestión de aguardar unos meses.

***

Por fin, una mañana cálida de primavera partimos mi madre y yo rumbo a Francia. Nos acompañaba en esta ocasión el secretario privado de mi padre, un joven taciturno de nombre Leandro Fernández de Moratín. Con gran alborozo pude ver cómo los criados subían al carruaje pieza a pieza el pesado equipaje, las cestas con nuestros voluminosos vestidos, las cajas con pelucas o con sombreros y también no pocas viandas, un par de chorizos y una longaniza que mi madre se empeñó en llevar porque, según ella, la comida francesa podía ser muy renombrada, sí, pero donde estuviera un buen embutido español que se quitaran todos los amuse–bouches, gourmandises, petits fours y demás zarandajas; ya les enseñaría ella lo que era comer algo realmente delicioso.

Mamá lloró bastante en la despedida, aunque ma bonne maman lloraba siempre, eso ya lo sabíamos bien en casa. Yo, en cambio, tan contenta estaba con el viaje y tan segura de volver al cabo de un mes que no sentí la necesidad de derramar una sola lágrima al besar a mi padre y a mis hermanos. En cuanto a Mademoiselle, ella no formaba parte de nuestro pequeño grupo viajero. Papá consideró oportuno dejarla atrás porque, según decía, había llegado la hora de hacerme mayor, de convertirme en una dama. En una gran dama, pensaba yo, porque, ¿acaso no era mi padre fundador de un banco y consejero de Su Majestad el rey Carlos, tal como le gustaba repetir cada vez con más frecuencia a mi madre? ¿Acaso nuestra familia no era de buena cuna a pesar de… la fábrica de jabones? Al fin y al cabo nuestro dinero, aunque proviniera de fuente tan poco distinguida, era considerable y serviría sin duda para trabar nuevas amistades y abrirnos a mamá y a mí las puertas de algunos salones al llegar a París. Y si no lo lograban los caudales de papá ni los coquetos llantos de mi buena madre, sus chorizos y longanizas, me decía yo, lo conseguiría tal vez la imagen que veía ahora reflejada en el cristal del gran carruaje que comenzaba a conducirnos a París. Porque en su fría superficie, y a pesar de lo defectuoso del vidrio y del bamboleo del coche, podía ver yo unos ojos negros y vivaces que parecían reír siempre; también una boca de labios bien dibujados y un pelo tan largo, oscuro y abundante que a buen seguro no necesitaría postizos ni añadidos para peinarse a la moda de París, e incluso formar con él toda una carabela.

Miré por la ventanilla, el coche empezaba ya a tomar velocidad y durante un buen rato estuve asomada agitando mi pañuelo. Hasta que llegó un momento en que mis hermanos, papá, Mademoiselle e incluso nuestra querida casa de Carabanchel desaparecieron tras una nube de polvo.

Yo no lo sabía entonces, pero tardaría mucho en volver a España. Comenzaba para mí otra vida muy distinta.

DICEN QUE PARÍS ERA UNA FIESTA

Lo mismo que cuando una nave surca el mar la deriva de su rumbo puede conocerse mirando la estela que deja a su paso, también para comprender un momento histórico relevante lo mejor es echar la vista atrás y ojear brevemente la época que lo precede.

La frase no es mía, sino de un joven nervioso y picado de viruela que en tiempos fue secretario privado de mi padre y que nos acompañó a mamá y a mí en nuestro viaje a París. Se llamaba, como he dicho, Leandro Fernández de Moratín, y llegaría andando el tiempo a convertirse en uno de los autores españoles más famosos de todos los tiempos. Son muchos los que aseguran que «el Moliére español», como se le vino a llamar más tarde, supo como nadie convertir sus fracasos amorosos en literatura. En los tiempos de los que voy a hablar a continuación yo no lo sabía, pero aquel joven larguirucho y casi apuesto a pesar de las marcas de su enfermedad, que trabajaba con mi padre hasta labrarse un nombre, había tenido ya el gran desengaño amoroso que lo marcó para siempre. Sabina Conti, así se llamaba la bella niña de quince años que le robó el corazón a sus dieciocho. Aunque las edades de Moratín y de Sabina coinciden casualmente con las de mis padres y sus tempranos amores con final feliz, los suyos estaban destinados a la desdicha. Enterada la poderosa familia Conti de aquel romance, casó a la niña con un rico pariente de avanzada edad. Desapareció así Sabina Conti de la vida de Moratín; sin embargo, como el destino es perseverante y muchas veces caprichoso, la bella estaba destinada a pervivir por siempre en la inmortalidad. Son muchos los que afirman que su figura dio lugar a la más famosa obra de su autor, El sí de las niñas, que se estrenaría en 1806. Dicen que desde aquel fracaso amoroso Moratín se dedicó a frecuentar sólo a mujeres de vida fácil a las que pudiera pagar por sus servicios, y que esa costumbre lo llevaría con el tiempo a un fin muy deshonroso. Dicen que nunca se casó y que tampoco llegó a perder jamás su aire triste y su forma de mirar la vida de un modo descreído y cínico. Se dicen tantas cosas. Lo único que yo sé es que, en aquellos años, cuando la suerte quiso que nos escoltara a mi madre y a mí a París en calidad de secretario, don Leandro era un joven de unos veintipocos años, culto y taciturno, pero también muy hablador siempre que se le hiciera la pregunta adecuada. Y yo tenía entonces tantas preguntas, era tanto lo que me interesaba e intrigaba.