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La ceremonia comenzó con cánticos y una pequeña coreografía a cargo de aquellas muchachas de túnicas blancas. Después vinieron un par de discursos de distintas autoridades y por fin, una hora y media más tarde, llegó mi turno, de modo que me dispuse a oficiar en misa tan pagana. Me habían sentado en el extremo norte de la iglesia, muy lejos del estrado de los oradores, de manera que para llegar hasta allí tenía que hacer, dicho en términos taurinos, un largo «paseíllo». Me puse en pie. Erguí espalda y cuello al tiempo que hundía levemente la barbilla en el pecho y, tal como hacen los toreros, comencé a andar mirando al frente por encima de mis cejas. Lo hice instintivamente, pero me dio confianza. En España sabemos que caminar de este modo indica gallardía cuando uno en realidad está muerto de miedo; en Francia, ni siquiera conocen el truco (pero funciona, lo puedo asegurar).

Para llegar al estrado tenía que pasar por delante de toda la concurrencia y, al espiar de reojo la cara de muchos, no pude por menos que estremecerme al recordar los comentarios de Frenelle: «Puta», «oportunista», «sabe tanto como yo de educación…». ¿Qué más habrían dicho de mí aquellas almas caritativas? Sin duda, la mayoría de ellas estaba esperando que me equivocara en mi discurso y presta para censurar con su silencio (o peor aún, con su risa) mi osadía.

Ya que estamos metidos en símiles taurinos, diré que mi padre, que a pesar de ser francés era gran aficionado a los toros, decía que hay dos tipos de personas: las que se vienen abajo cuando se abre la puerta de chiqueros y aquéllas a quienes les ocurre todo lo, contrario. Ese día descubrí que yo soy de las segundas, porque en cuanto terminé de recorrer el pasillo central y subí los tres peldaños del antiguo altar mayor, todos los temores que pudiera tener se desvanecieron como por ensalmo. Puse a continuación sobre el estrado los papeles con el discurso que Lacombe había escrito para mí, tomé aire y con mi más bello acento español comencé diciendo:

— Sin pretender llevar a cabo con gloria la ardua tarea que hoy me impongo y contando más con la indulgencia de mi auditorio que con mis pobres medios, voy a intentar trazar un esquema rápido de un plan de educación para la juventud…

Estas palabras iniciales no figuraban en el texto que me habían escrito, sino que eran de mi propia cosecha, pero me pareció oportuno pronunciarlas. Una vez más actuaba por instinto y me detuve unos segundos para comprobar su efecto. Afortunadamente, es fácil darse cuenta de cuándo uno cae en gracia, y en esta ocasión así estaba ocurriendo, de modo que, sin perder tiempo, comencé a desgranar las palabras de Lacombe:

— Permitidme que lance al azar algunas ideas que, dichosa si, gracias al sacrificio de mi amor propio, logro hacerme acreedora al sufragio de las almas sensibles de nuestros buenos ciudadanos…

Tras esta frase miré brevemente hacia la tribuna de autoridades; primero a Lacombe, después a Tallien, y pude comprobar que en ambos había una sonrisa complacida, lo que hizo que sonriera a mi vez. Ahora todos escuchaban atentos mis palabras, pero más que nadie mis dos pigmaliones, es decir, mi amante y Lacombe, autor de aquel discurso grandilocuente, porque es cosa sabida que los hombres sienten especial debilidad por las mujeres cuando nos consideran sus criaturas, y yo en ese momento lo era de ambos (o al menos eso pretendía yo que ellos creyeran).

— Muchos autores han aparecido en esta difícil carrera; muchos filósofos célebres se ocupan de formar la virtud de los jóvenes alumnos y con sus lecciones deben esclarecerlos, pero algunos de ellos no han estado a la altura de los acontecimientos…

Durante media hora, en el antiguo templo de los dominicos no se oyó otro sonido que el de mi voz y el muy tenue del voltear de las hojas de mi discurso. Al concluir, los aplausos fueron prolongados, y enseguida, con el fervor revolucionario que siempre acompañaba estos actos patrióticos, se empezó a pedir a grandes voces que «tan bellas palabras fueran impresas para que sus ideas se expandan con más facilidad y así contribuir a la educación de los pueblos». Como no podía ser menos, Tallien asintió con gusto a tal propuesta al tiempo que daba orden de que una multitud de copias se distribuyera a la mañana siguiente por toda la ciudad. Días más tarde aún se hablaba de mi discurso, de mis bellas ideas y de lo bien que reflejaban la sensibilidad de la época y las doctrinas de Voltaire y de Rousseau. Así, puede decirse que todos los que tomamos parte en tan bella representación patriótica estábamos contentos. Tallien, porque con ella demostraba a París mi fervor revolucionario; Lacombe, por el éxito de su discurso; yo, porque había logrado demostrar que en aquel mundo entre teatral y aterrador en que vivíamos, se podía salir airosa de una situación difícil siempre que uno supiese plantarle cara. En cuanto al público, también los hombres de Burdeos se mostraban muy satisfechos al haber comprobado, según decían, «la gran elocuencia de unos ojos negros y de una bella sonrisa». Las mujeres, en cambio… bueno, qué quieren que les diga, siempre es difícil que una contente a sus congéneres. Sin embargo, si no lo logré ese día con mi actuación revolucionaria, muy pronto iba a hacerlo con otras «actuaciones» que me dispongo a narrar.

***

A partir de la fiesta patria y siempre que el tiempo lo permitía, yo me dedicaba a escandalizar a mis conciudadanos paseando por las calles de Burdeos del siguiente modo: en coche abierto para que todos pudieran verme y ataviada como una diosa antigua, con túnica corta, bonete rojo ladeado sobre la frente y una pica en la mano izquierda mientras la derecha reposaba sobre el hombro de Tallien.

— Estás loca, niña–me decía Frenelle-. A pocos pasos de nuestra casa la guillotina sigue segando cabezas, el pueblo tiene miedo y también hambre. Para colmo, tú eres una aristócrata divorciada que ahora se permite la audacia de pasearse medio desnuda en público y del brazo del responsable de todos los males de esta ciudad. ¿Cómo esperas que tomen las buenas gentes de Burdeos semejante provocación?

Y la sorprendente respuesta a esta pregunta es: «Bien, extraordinariamente bien». Las madres de familia sonreían al verme pasear ataviada de modo tan inusual; los girondinos, enemigos mortales de aquellos que ahora mandaban en París, invocaban mi nombre y se referían a mí como el espejo de todas las bondades; e incluso los que odiaban a Tallien, y eran muchos, no tenían para mí más que palabras de elogio.

— Cuidado, niña–insistía Frenelle-, todo aquello que no responde a la lógica tarde o temprano acaba mal; la provocación es peligrosa, y la envidia peor aún.

Pero ¿cuál, se preguntarán ustedes, era la razón de aquella inusual actitud de todos hacia mí? La explicación es ésta: Notre–Dame du Bon Secours, Nuestra Señora del Buen Socorro.

El nombre remite a una de las atribuciones de la Virgen María, pero como ya sabemos, aquéllos eran tiempos descreídos; Dios había sido sustituido por la Razón y las iglesias saqueadas. Sin embargo, y aun así, lo cierto es que los ciudadanos de Burdeos tuvieron la gentileza de conceder a esta frívola amiga de todos ustedes tan bello apodo, y ello sucedió de la siguiente manera:

El mes de Nivôse o diciembre de aquel 1793 que comenzara con la muerte de Luis XVI y que no acabaría hasta sumar otros muchos hechos trágicos tuvo sin embargo un final (casi) dulce en la ciudad de Burdeos. Mientras en el resto de las provincias arreciaba el Terror, mientras en Lyon, Toulon y Marsella se continuaba guillotinando o aniquilando a gente en las famosas noyades (ahogamientos en masa), mientras París enviaba órdenes a sus representantes en misión para que se redoblara el Terror con ánimo de devolver a los departamentos rebeldes la obediencia revolucionaria, en Burdeos la Viuda–como también se llamaba entonces a la guillotina situada delante de la Maison Nationale–fue desmantelada un buen día.