— ¿A qué te refieres con eso de que al enemigo hay que derrotarlo con sus propias armas? — preguntó Frenelle, tuteándome ya por fin e incluso obviando por una vez el suculento tema del chocolate.
— Te lo iré explicando poco a poco para que no te escandalices demasiado. Tú, de momento, ocúpate de pedirle a esa amiga tuya, Nini…
— ¿Nini la Pelirroja?
— Sí, querida, la que «trabaja» cerca del parque. Dile que nos venda sus enaguas, sus corpiños más indecentes y dos pares de sus medias rojas. Y por favor, conmínala a que no diga una sola palabra a nadie. A cambio, puedes asegurarle que le pagaremos bien. Yo me ocupo del resto.
— Miedo me das, Teresa…
— Babette–respondí-, a partir de ahora me llamo Babette Cinco Leguas y tú, Madelon, por ejemplo.
— ¿Y a qué viene eso de las cinco leguas?
— No tardarás en saberlo, ma chére…
***
Salimos de Burdeos no de noche sino a plena luz del día para no despertar sospechas, tal como si fuéramos a dar un paseo a caballo. Los amables ciudadanos que se asomaban a sus ventanas para saludar o agradecer mi ayuda en favor de alguno de sus allegados se habrían sorprendido enormemente de saber que, bajo nuestros capotes de paseo, llevábamos alegres corpiños más propios de una ramera que de Nuestra Señora del Buen Socorro, enaguas de colores como las que usan las zíngaras, medias rojas y también cascabeles en los zapatos y esclavas en los tobillos. Sí, con estas únicas armas emprendimos Frenelle y yo un viaje que iba a durar tres días con sus noches. Sobre lo que aconteció durante el camino, mi hija María Luisa insiste en que corra eso que los castizos llaman un tupido velo, o mejor aún, que mienta. «Por tu bien, mamá, y por el de todos nosotros, tus hijos, sáltate esta parte, te lo suplico. Además, ¿qué aporta a tu historia lo que pudo suceder en la ruta? Nada en absoluto, se trata sólo de una escena de tránsito y sin consecuencias para lo que se narra más adelante. ¿A quién puede importarle el uso que Frenelle y tú hicisteis durante esos tres días de, cómo decirlo, de vuestras enaguas, esclavas o corpiños?».
Comprendo lo que dice mi pequeña María Luisa. A ella, como a todas las muchachas de esta época tan pacífica y por tanto pacata y puritana que le ha tocado vivir, le avergüenzan ciertas escenas de las que llaman «de cama». Más aún si éstas no tienen lugar entre mullidos colchones, sino en lugares mucho más incómodos y miserables como pajares o cunetas y tienen a su madre como protagonista. Está bien, hija mía, procuraré ahorrarte ciertas circunstancias. Pero lo que no me resigno a omitir es de qué modo surgió el apodo de Babette Cinco Leguas y cómo hice uso de ese nombre; creo que tu puritana censura no se verá agraviada por esta curiosa historia.
Corría por aquel entonces la leyenda de que había habido una ladrona gitana de nombre Babette que, junto con su hermana gemela, murió una noche de luna a manos de los forajidos. Se decía que aquellas dos muchachas habían perecido a cinco leguas de distancia de su campamento, pero que antes de expirar alcanzaron a echar una maldición a sus asesinos. Por lo visto, desde ese día y siempre según la leyenda, las dos mujeres salían al paso de los sans–culottes, ladrones o viajeros para pedir su protección durante cinco leguas, exactamente cinco. La historia tenía todo el aspecto de ser falsa. Con la cantidad de muertes y violaciones que se producían en los caminos de Francia, lo más normal era que la ruta estuviese infestada de fantasmas y almas en pena como la tal Babette Cinco Leguas, pero aun así no era cuestión de desaprovechar aquella leyenda llena de posibilidades. He aquí como Frenelle y yo nos valimos de aquellos fantasmas para caminar a salvo muchas más leguas que cinco.
Después de viajar un largo trecho sin contratiempos, llegó el momento de atravesar una región especialmente peligrosa. Era una noche de luna clara y Frenelle y yo viajábamos envueltas en nuestros capotes. Así pudimos ver cómo en un recodo del camino, y apenas disimulados entre los arbustos, acechaban dos hombres que no tardaron en salirnos al paso deteniendo nuestras cabalgaduras.
— Déjame hablar a mí y no digas ni una palabra–le susurré a Frenelle mientras se acercaban, y ella se envolvió aún más en su capote de viaje. Temblaba.
— ¿Quién va? — dijo uno de ellos. Y pude ver que se trataba de un hombre alto y malencarado con una cicatriz que le atravesaba el rostro. Me apresté a responderle y alzando la voz declaré:
— Somos las sin nombre.
El tipo aquel lanzó un juramento al tiempo que decía:
— ¿Y qué queréis decir con eso? Hablad, porque vuestra vida nada vale, a menos que tengáis algo que nos merezca la pena.
Yo entonces descubrí mi cara, que resplandecía muy blanca a la luz de la luna, y lo miré sonriente al tiempo que hacía brillar y tintinear las pulseras que adornaban mis muñecas.
— Cinco leguas–dije-. Tu vida por cinco leguas.
Vi entonces cómo aquel hombre palidecía y se echaba hacia atrás. Su compañero, en cambio, que era más joven y burdo, no se amilanó. Fue hacia mí haciendo ademán de desmontarme de mi cabalgadura. Casi lo había conseguido cuando de un puñetazo lo derribaron y rodó al suelo. Era su compañero, el de la cicatriz, quien así procedió, y cuando el agredido ya se disponía a ir hacia él desnudando la hoja de su cuchillo, el primero alzó su mano al tiempo que decía:
— Desgraciado, ¿no te das cuenta? Es ella, Babette.
Nunca un nombre sonó tan dulce a mis oídos: Babette. Y ni siquiera había hecho falta que yo lo pronunciase en ningún momento para que el fulano de la cicatriz temblara de pies a cabeza. Su compañero, para quien sin duda el nombre no significaba nada, intentó replicar, pero era evidente que, de los dos, el de la marca en la cara era el jefe. Por si podía servir de algo, en ese momento yo abrí mi capote y permití que la luna descubriera el resto de mi atuendo de zíngara: la camisa muy blanca y vaporosa abierta hasta el pecho, el corpiño lleno de cintas, las esclavas de mis tobillos, las enaguas de colores, las medias rojas…
Ignoro si aquella cicatriz que el hombre tenía en la cara estaba relacionada de algún modo trágico con la tal Babette y hubiera sido una torpeza por mi parte preguntárselo. Lo que sí sé es que esa noche Frenelle y yo viajamos no cinco, sino muchas leguas más escoltadas por dos forajidos. Por fin, cuando vi que las luces del alba podían quebrar el hechizo, miré al hombre y, señalando un bosquecillo próximo, dije con mi mejor voz de ultratumba: «Babette ha llegado a su casa». Nos despedimos y ésa fue la última vez que los vi, a él y a su camarada. Ahora que soy vieja puedo decir que nunca en toda mi vida he viajado en tan silente, segura y respetuosa compañía, de modo que Dios (o la diosa Razón) bendiga a la tal Babette dondequiera que esté. Yo no creo en los fantasmas, pero desde aquel viaje les estoy enormemente agradecida.
Por desgracia, no todas las compañías indeseadas que encontramos en nuestro camino eran tan crédulas como aquellos dos ladrones. Otros tipos con los que tropezamos después se mostraron más difíciles de contentar hasta que esta «fantasma» servidora de todos ustedes no tuvo más remedio que mostrarse más carnal y hacerles comprender que tanto Frenelle como yo estábamos dispuestas a compartir con ellos una jarra de mal vino e incluso su jergón de paja si era menester. Ésta es, naturalmente, la parte del viaje que mi hija María Luisa desea que omita. ¿Te escandalizas, pequeña mía? ¿Te produce rubor y pena imaginar a la muy respetable marquesa de Fontenay, más tarde madame Thermidor y luego princesa de Caraman–Chimay como una vulgar ramera? He aquí sin duda la mayor dificultad con la que se encuentra un cronista cuando habla de tiempos duros o simplemente pretéritos. Quien lee, juzga siempre desde la atalaya de su cómoda vida presente, tan ordenada, tan entre algodones. Aquellos eran tiempos rudos, María Luisa, y las cosas que ocurrían eran igualmente rudas. Tanto como favores y besos vendidos por un mendrugo de pan o por un salvoconducto. Tanto como tres noches en pajares y cunetas abrazadas Frenelle y yo a cuerpos empapados en alcohol y llenos de piojos. Tanto como bailar desnudas para agradar a un posadero. Tanto como… Rellene el amable lector los puntos suspensivos con su imaginación. Nada de lo que alcance a elucubrar será tan sórdido como lo que vivimos mi amiga y yo en aquel viaje.