— ¿Debo entender entonces, monsieur–le dije usando deliberadamente ese apelativo que tan proscrito estaba en nuestra Revolución-, que la Convención no sólo está llena de timoratos, sino que tiene por presidente al más cobarde de todos ellos? ¿A alguien como vos, Tallien, que no posee ni la fuerza ni la voluntad para luchar contra un hombre que, por más incorruptible que se diga, no es más que un pobre diablo?
— ¿Cómo puedes hablar así de él? — se escandalizó Tallien-. ¿No sabes acaso que toda Francia tiembla con sólo oír su nombre, y que no hay otra ley que su palabra?
— Palabras–le respondí con desdén-, eso es lo único que tenéis vosotros, los hombres. Huecas, ampulosas, vacías y estúpidas palabras. La Convención está llena de ellas, pero las palabras no matan.
— Sí lo hacen, vida mía. Matan, arruinan, guillotinan. ¿Qué es lo que intentas decirme, Thérésia?, ¿qué es lo que quieres de mí?
— Nada, sólo que si las palabras matan, también las tuyas pueden hacerlo. Yo he sido testigo de cómo tus arengas enardecían al populacho muchas veces. Lo hicieron durante las Masacres de Septiembre, ¿no es así? También conozco tus dotes oratorias a la hora de azuzar a los verdugos del Comité de Vigilancia de Burdeos para que la guillotina funcionase con más presteza. Y sé por fin, aunque tú no me lo hayas contado, todo lo que fuiste capaz de hacer y de decir en Tours como representante y represor antes de que nos conociéramos. Sí, tienes razón, Tallien, tus palabras matan. Úsalas entonces contra el Incorruptible, libra a Francia de ese monstruo, tú puedes hacerlo. Y, por lo que más quieras, de ahora en adelante, cuando hables de él, pronuncia su nombre, no lo omitas como si estuvieras hablando de Dios y temieras decir su nombre en vano. Se llama Maximilien de Robespierre y es un hombre de carne y hueso como cualquier otro, incluso tiene el cuello más delgado que la mayoría; uno que tú podrías muy bien cercenar, Tallien, sólo es cuestión de audacia. Si de verdad me amaras, lo harías.
«Si de verdad me amaras». He aquí un ábrete sésamo femenino viejo como el mundo que puede encontrarse detrás de multitud de gestas masculinas. Son sólo cinco palabras, pero tan eficaces que a veces da rubor recurrir a ellas de puro torticeras. ¿Quién de nosotras no las ha usado alguna vez? Y funcionan siempre porque apelan a las dos cosas que más valoran ellos: su ego y su hombría. Por lo general, no me agrada utilizar recursos tan tramposos, pero no era aquél momento de desdeñar arma alguna. Por eso pronuncié esas cinco palabras muy despacio y luego me detuve a ver qué efecto causaban en Tallien. Él permaneció en silencio unos minutos y a continuación, tomando su sombrero, tan ostentoso y florido, tan revolucionario e incongruente con su actual estado de ánimo, se dirigió a la puerta. «Me pides demasiado», fue lo único que dijo. Sin embargo, algo en el extraño brillo de sus tristes ojos me hizo intuir que mis palabras no habían caído en tierra baldía. Tallien siempre cumplía mis deseos. Pobre Tallien.
PARÍS EN TIEMPOS DEL TERROR
Por aquel entonces, París era un monstruo que se devoraba a sí mismo en un continuo afán de depuración. De la ciudad alegre y confiada que un día fue, se había convertido ahora en un nido de delatores en el que todos se observaban para acusarse unos a otros de falta de patriotismo o de connivencia con alguno de los miembros de los partidos derrotados. Las secciones populares que tanto ayudaron al triunfo de la República estaban ahora cerradas, e incluso entre los jacobinos, el partido al que pertenecía Robespierre, nadie se atrevía a hablar excepto los funcionarios del Comité de Salvación Pública, que eran, precisamente, los encargados de sembrar el terror. Porque tenía razón Tallien: las palabras mataban. Y esto lo sabían no sólo los responsables del temido comité, sino también los responsables de todas las publicaciones y periódicos que con sus escritos incendiarios tanto habían contribuido primero a la muerte del Rey y, más adelante, al triunfo del Terror. Porque, ¿acaso no habían sido sus propias e incendiarias palabras las que, a la postre, acabaron tanto con Danton como con Hébert y también con el bello Desmoulins?
Según me contaba Tallien, tras la última «limpieza» y una vez que la cabeza de Danton y los demás indulgentes se hubieran convertido en pasto de los gusanos, la Convención era ahora un inmenso cadáver que callaba y asentía sin rechistar a todas las propuestas del Comité de Salvación Pública, desde donde reinaba «él», ése cuyo nombre jamás se mencionaba.
Mientras tanto, en las calles, el espectáculo diario de los guillotinamientos, a los que asistía el pueblo como quien va al circo, se complementaba irónicamente con el de los teatros. Éstos continuaban funcionando, pero los empresarios no se arriesgaban con obras no ya de tinte contrarrevolucionario, sino siquiera con las clásicas o cómicas. Los títulos que se exhibían tenían, por tanto, el mismo color rojo sangre de todo el resto de la ciudad. Así, cuando los buenos ciudadanos de París se cansaban de ver la muerte en directo, podían solazarse con obras como La guillotina del amor, Los crímenes del feudalismo o La toma de Toulon por los patriotas. También la Louisette se había vuelto aún más teatral si cabe. Ahora salía de tournée para que los ciudadanos y ciudadanas de los distintos barrios de París tuvieran ocasión de disfrutar de sus actuaciones en directo. Y mientras presenciaban la ceremonia de la muerte, unos comían, otros bebían y las mujeres, como ya es célebre, tricotaban. La Louisette, de la plaza de Gréve, donde estuvo primero, pasó a la del Carrousel, luego a la plaza de la Revolución, después a la de la Bastilla y por último a la del Trône Renversé. Las carretas llenas de condenados traqueteaban todos los días rumbo a una plaza u otra, pero ya nadie se asomaba a verlas pasar porque también este desfile terminó por convertirse en un espectáculo tan repetido que producía hastío. Para tener una idea de cuán habitual se estaba volviendo la ceremonia de las decapitaciones, baste decir que pocos meses más tarde de la fecha en la que ahora nos encontramos, de un promedio de cinco ejecuciones diarias en el mes de Prairial, es decir, a principios de junio, se pasaría a veintiséis cabezas diarias a finales de ese mismo mes; se puede decir que durante el reinado del Terror trescientos mil sospechosos fueron arrestados; diecisiete mil oficialmente ejecutados y muchos murieron en prisión sin juicio.
Sin embargo, como a todo se acostumbra el ser humano, incluso a convivir con lo monstruoso, en la ciudad existían ciertas tendencias y actitudes que se pusieron de moda porque, en la desgracia, eran muchos los que recurrían al humor o a la frivolidad e incluso al esperpento para sobrevivir. Así, surgió de pronto una especial atracción dionisíaca y a la vez morbosa por las diversiones o el placer. Entre los condenados que iban a morir al día siguiente, y como ya he contado al principio de este relato, se estilaba planear y ensayar todos los detalles previos al momento en que iban a rodar sus cabezas. Unos preparaban pequeños textos para leer ante el patíbulo, otros decidían cortarse el pelo en un estilo al que llamaban «guadaña», y todos–o casi todos–gustaban de ensayar la coreografía de reverencias que iban a dedicar al público reunido ante el patíbulo. No sólo había ensayos teatrales y peinados para éste, sino también representaciones amorosas en todas sus vertientes. Lo que quiero decir es que en las cárceles todos se entregaban con fervor a Eros.