Выбрать главу

Robespierre subió a la tribuna y leyó un discurso críptico y amenazador en el que denunciaba la existencia de una conspiración en su contra, pero se negó a concretar los nombres. Esto no hizo más que redundar en el miedo que los diputados ya sentían. Una acusación equivalía de hecho a una condena, sin que hubiera tiempo de esclarecer la verdad y cada cual se preguntaba si no estaría su nombre entre los de la temible y secreta lista del Incorruptible.

Al día siguiente, los hechos se precipitan. Se corre la voz de que Saint–Just, el hombre de confianza de Robespierre, su más fiel escudero, va a subir a la tribuna. Inmediatamente los conjurados se dan cuenta de que es fundamental entrar en la sala y acallar por todos los medios a ese hombre refinado y lleno de aplomo que tiene dotes de gran orador.

Saint–Just ha comenzado a leer un discurso que, como todos los suyos, enseña y luego oculta una amenaza, una espada de Damocles que, según él, se cierne sobre las cabezas de muchos de los ahí reunidos. El miedo se apodera entonces de la sala, nadie se atreve siquiera a moverse. Pero en ese momento Tallien se levanta e interrumpe el discurso de Saint–Just: «¡Nada de veladas alusiones, ciudadano! ¡Si quieres acusar a alguien, hazlo a las claras, di los nombres de los culpables!». A continuación y sin dejar que Saint–Just conteste, Billaud–Varenne toma la palabra y acusa a los miembros del comité (léanse Robespierre y sus afines) de querer acabar con la Convención. Entonces, el Incorruptible se da cuenta de cuántos son los que están contra él y con muy deliberada lentitud, tal como ha hecho siempre para amedrentar a sus víctimas, se levanta para dirigirse a la tribuna de oradores, pero en ese momento una voz surge de las gradas: «¡Abajo el tirano!», grita la voz y, como por ensalmo, más de la mitad de la sala se le une a coro: «¡Abajo! ¡Abajo!».

De pronto es como si todos se hubieran puesto de acuerdo para impedir hablar al Incorruptible, para evitar que su elocuencia venenosa, esa que tantos triunfos le ha dado hasta el momento, pueda llegar a convencerles. Estupefacto, atónito, Robespierre comprende que aquella masa que creía a su merced, servil y temerosa, sólo esperaba una ocasión como aquélla para volverse contra él. Una vez más intenta subir a la tribuna para hacer uso de la palabra, pero Tallien, con un gesto audaz, se le adelanta y Collot le concede a él el turno de palabra y no al amo de Francia. Entonces Tallien comienza a hablar. Siempre ha sido un hombre elocuente, quizá no de un modo sofisticado como otros tribunos, pero ese día demuestra con creces que sabe pulsar con éxito las fibras sensibles y demagógicas que estos tiempos teatrales requieren.

— Exijo que se rasgue el velo que nos impide ver la realidad, y la realidad es que si somos débiles, Robespierre asesinará la Convención. ¡Toda muestra de debilidad conduce a la muerte!

Un momento así demanda una inmediata y brillante respuesta por parte del atacado, pero, increíblemente, Robespierre no sabe reaccionar; su mente es brillante pero lenta. Mira a Saint–Just, que está de pie junto a la tribuna; éste tampoco sabe qué hacer, las hojas de su discurso caen de sus manos. Entonces, una sombra de indecible temor se dibuja en el rostro del Incorruptible. Rompe a sudar mientras pasea sus ojos por las bancadas, busca una mirada amiga pero no encuentra ninguna. En ese momento, Tallien vuelve a hablar:

— Yo presencié ayer la reunión de los jacobinos y tiemblo por mi patria. He visto cómo se formaban las huestes de un nuevo Cromwell y he armado mi brazo con esta daga para traspasar con ella su pecho si la Cámara no tiene el coraje de decretar su acusación.

Varios días más tarde, al relatarme todo lo que acabo de describir, Tallien confesaría que, junto a aquel puñal que sacó del pecho en el momento preciso para amenazar a Robespierre, llevaba también mi carta, en la que le decía que iba a ser guillotinada al día siguiente, y que fue ésta, junto a su corazón, la que encendió su discurso. Ya no le importaba nada, estaba dispuesto a matar o a morir, pero el aplauso atronador con el que fueron recibidas sus palabras le llenó de renovada energía.

«Un paso más, tan sólo uno–se dijo-, y la batalla estará definitivamente ganada».

***

Robespierre, por su parte, también se había dado cuenta de cuál era la situación e intentó contraatacar, pero estaba mudo, paralizado por el miedo, y el miedo de una presa acorralada es sin duda lo que más excita a sus perseguidores. Entonces, una vez más, Tallien se encaró con él, lo llamó tirano, usurpador, recordó uno por uno todos los crímenes que había cometido en nombre de la Virtud. Por fin, Robespierre logró reunir coraje para gritar a Collot, viejo amigo de Danton que en ese momento ejercía de moderador, y decirle:

— Por última vez, presidente de asesinos, te pido la palabra. ¡Dámela o decreta que quieres asesinarme!

Sin embargo, las palabras de Robespierre son ahogadas por gritos y ahora su figura, con sus medias blancas, resulta patética. Le falla incluso la voz, que se le ha vuelto de pronto ridículamente aflautada. En ese momento le sobreviene un ataque de tos.

— ¡Es la sangre de Danton la que te ahoga! — grita entonces el diputado Antoine Garnier, y todos corean:

— ¡La sangre de Danton! ¡La sangre de Danton!

— ¿Es pues a Danton a quien preferís defender, cobardes? ¿Por qué no lo defendisteis antes? — logra argumentar Robespierre.

Pero el diputado Louis Louchet, antiguo partidario de Danton, corta el debate con un grito:

— Hay que terminar, arrestad a Robespierre.

Él se vuelve en ese momento desesperado, buscando apoyos en la derecha, luego en la izquierda, e intenta dirigir sus pasos hacia unos asientos que se encuentran vacíos.

— ¿No sabes que es aquí donde se sentaban Vergniaud y Condorcet, a los que enviaste a la muerte? — le gritan.

Robespierre trastabilla, retrocede buscando algún apoyo, pero mire donde mire, por todas partes surgen las sombras de los que él llevó a la guillotina. Se diría que están todas allí: la de Danton, la de Desmoulins, la de Vergniaud, la de Condorcet, acusándole, acosándole en una vertiginosa danza de muerte.

De forma mecánica se procede entonces a votar el arresto de Robespierre, de su hermano Augustin, también de Saint–Just y de Couthon y de Le Bas, y la moción es aprobada de forma unánime por toda la Cámara. Sin embargo, la batalla no está ganada del todo. Una vez que la Comuna de París se entera de lo ocurrido, se niega a abrir cualquiera de sus prisiones para recibir a los arrestados y comienza a movilizar la maquinaria de la insurrección popular. El problema es que El Terror ha dañado la maquinaria, puesto que ha suprimido a personas válidas sustituyéndolas por espías e intrigantes, por lo que, ya no funciona. De las cuarenta y ocho secciones sólo trece responden mandando tropas y echando al vuelo las campanas. Son, sin embargo, suficientes para liberar a los cinco hombres y para que uno de sus generales lance sus tropas contra la Convención. Por un momento los diputados se ven perdidos y se preparan para la lucha. Al mismo tiempo, la Convención nombra a Barras comandante de las fuerzas y declara a Robespierre y a sus secuaces fuera de la ley. Esto significa que pueden ser apresados y sumariamente ejecutados en veinticuatro horas. Esta medida decide la suerte de todos. A las dos de la mañana las tropas al mando de Barras avanzan sobre los prisioneros atrincherados en el Ayuntamiento de París. Mientras lo hacen, un cuerpo cae desde la ventana al pie de los soldados. Es Augustin Robespierre, el hermano menor de Maximilien. Dentro, encuentran a un inválido Couthon caído en las escaleras de acceso a la sala del consejo general y en ésta comprueban que Le Bas se ha descerrajado un tiro y descubren a Robespierre tumbado sobre una mesa con la mandíbula destrozada y el cuerpo cubierto de sangre, después de una posible tentativa de suicidio. El otro superviviente, ileso, silencioso y desafiante, es Saint–Just.