Quedaba pues una obra de, digamos, salubridad pública que cumplir en esta nueva Francia que tanto deseaba divertirse y olvidar el Terror, y ésta era impedir que el fiel de la balanza se inclinara demasiado a la izquierda. Yo, desde luego, apoyaba a Tallien en este convencimiento, porque, ¿de qué servía haber acabado con Robespierre si una vez más su fantasma podía renacer entre los jacobinos? Por eso, una noche de Brumaire de 1794, es decir, de noviembre, en un momento en que la sesión del club de los jacobinos iba a comenzar, abriéndose paso en el lugar en que las habituales tricoteuses tomaban asiento, irrumpieron una treintena de jóvenes. Se trataba de un grupo de esa jeunesse dorée de la que vengo de hablar; y esos muchachos, armados con sus bastones, se apoderaron del recinto al tiempo que obligaban a los jacobinos a desfilar delante de ellos cubriéndoles de escupitajos e insultos. Por su parte, las tricoteuses, que se encontraban presenciando las sesiones entregadas a su perenne labor de aguja, fueron asidas violentamente y a continuación azotadas. Por fin una de ellas logró huir y avisar a las fuerzas del orden para que intervinieran, y fue entonces cuando uno de los revoltosos cayó gravemente herido. «¡He aquí otro al que han asesinado los jacobinos! — gritaron sus compañeros, y luego-: ¡Ellos han degollado a cien mil franceses!».
Después de este incidente y bajo la presión de la opinión pública, la Convención decretó el cierre del club de los jacobinos y que la llave fuera puesta bajo la vigilancia del comité. Cherchez la femme, la belle femme, volvieron a decir entonces los buenos ciudadanos de París, porque, una vez más, sería a Nuestra Señora de Thermidor a quien se atribuyese el mérito de esta decisión, y no seré yo quien los desmienta. Sí, fue idea mía asestar aquel golpe contra los jacobinos, y también, a través siempre de Tallien, tuve bastante influencia en otras dos o tres disposiciones de la Asamblea, como la amnistía a favor de La Vendée, que perdonaba a los primeros rebeldes que se alzaron contra el despotismo de París. También contribuí a la abolición del maximum y al hecho de que se permitiera el regreso de los émigrés y de los curas refractarios. De este modo, el fiel de la balanza, antes levemente inclinado a la izquierda, volvía a su lugar ideal en mi opinión, lo que bien puede decirse que fue otro triunfo de los termidorianos.
Sin embargo, como la famosa frase francesa de cherchez la femme sirve tanto para ensalzar a una mujer como para denostarla, no tardaron en salir a relucir–aparte de mi más que evidente influencia sobre Tallien–mi condición de ex aristócrata e hija de un banquero que era, nada menos, el hombre de confianza de un Borbón, Carlos IV de España. Comenzaron así a correr rumores que aseguraban que Teresa Cabarrús era agente de los realistas y que éstos, una vez muerto Robespierre, deseaban volver al Antiguo Régimen y restaurar la monarquía apoyados por la familia real española. Alguien se dedicó, por ejemplo, a propagar con muy mala fe que Nuestra Señora del Buen Socorro, una vez terminada su labor de vaciar las cárceles de aristócratas, se dedicaba a mantener secretas reuniones con el embajador de España y a conspirar usando los muy secretos canales de las logias masónicas a las que pertenecía su padre, el ahora conde de Cabarrús. Debo decir que al oír estos chismes me halagó la idea de que mis conciudadanos me tomaran por espía, y una de tan altos vuelos además, por lo que me dediqué a alentar en cierto modo los rumores. Durante un corto espacio de tiempo acaricié incluso la idea de escribir a mi padre o al señor Moratín para ver si existía alguna posibilidad de convertir en verdad lo que no eran más que murmuraciones, pero tuve que desistir. La guillotina seguía proyectando su muy larga sombra sobre todos nosotros, y la palabra «realista» era algo que aún se asociaba peligrosamente con la palabra «contrarrevolución» o, peor aún, con la traición. Al darme cuenta de mi error, en vano intenté rectificar, pero el bulo de mi condición de espía había alcanzado tal vuelo que Tallien se vio obligado incluso a tomar la palabra en la Convención para defender mi inocencia. Uno de los diputados, el ciudadano Duhem, le interpeló así durante una de las sesiones: «Los sans–culottes no pueden gozar de libertad de prensa porque nosotros no tenemos los dineros de la Cabarrús». Y Tallien, con la voz entrecortada por la ira y también por la pasión, como siempre que hablaba de mí, respondió esto que recoge Le Moniteur o diario de sesiones de la Cámara en el umbral del año 1795:
Es costoso para un representante del pueblo hablar de sí mismo ante una gran asamblea. Se ha hablado en esta Asamblea de una mujer. No hubiera creído que pudiese ocupar las deliberaciones de la Convención Nacional. Se ha hablado de la hija del conde de Cabarrús. Pues bien, yo declaro en medio de mis colegas, ante el pueblo que me escucha y ante el mundo entero, que esta mujer es mi esposa. [Aplausos repetidos] La conozco desde hace dieciocho meses, la he conocido en Burdeos; sus desgracias, sus virtudes, me hicieron estimarla y amarla. Llegada a París en tiempos de la tiranía y opresión fue perseguida y encarcelada. Un emisario del tirano fue a verla y le dijo: «Escribid que habéis conocido a Tallien como a un mal ciudadano y se os dará la libertad y un pasaporte para tierras extranjeras». Rechazó este vil medio y no salió de la cárcel hasta el 12 de Thermidor. Entre los papeles del tirano se encontró una nota para mandarla al cadalso. He aquí, ciudadanos, a la que he hecho mi esposa. [Aplausos].
Al leer estas líneas tal vez el lector se haga dos preguntas. Una: ¿era yo la esposa de Tallien? (no, pero tardaría muy poco en serlo), y dos: ¿cómo se atrevía la Cámara a atacar tan directamente a Tallien? ¿No era acaso el héroe del momento, aquel que había librado a Francia del más sangriento de los tiranos? En efecto, lo era. Pero también es cierto que Tallien se estaba convirtiendo muy rápidamente en algo tan incómodo e inútil como uno de esos aparatosos jarrones de Sévres que heredamos del pasado y luego no sabemos dónde acomodarlo en nuestra nueva y hermosa vida. Y es que he aquí la gran paradoja de Tallien como figura histórica. Si bien fue suya la mano que acabó con Robespierre, una vez terminado su cometido nadie podía olvidar cuán teñida de sangre estaba. Además, al fantasma de su pasado sangriento es menester sumar en su contra otro espectro igualmente incómodo que paseaba libre por las calles de París: me refiero a la sombra de la involución, o lo que es lo mismo, al temor a la vuelta de los tan denostados realistas, a quienes la gran mayoría de los ciudadanos consideraban responsables indirectos de tanta sangre derramada inútilmente. Y a esos dos espectros hay que unir además un tercero: el hecho de que, tras la muerte del tirano, el ala derecha de la Convención, la más conservadora, había ganado demasiado terreno, algo que los jacobinos, que se consideraban el alma de la Revolución, no podían consentir.