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— Un día de éstos tú también me dejarás, Thérésia. Me olvidarás detrás de la puerta como han hecho otros–me dijo aquella noche una vez que despedimos a nuestros últimos invitados. Estaba bebido, pero era otro brillo que nada tenía que ver con el alcohol el que iluminaba sus ojos. Era, yo lo sabía bien, el temor, el horror a perderme o a que lo dejara por otro. Tuve que asegurarle que no había nadie más que él en mi vida, que lo único que quería era divertirme, disfrazarme, olvidar el Terror, igual que hacíamos todos por aquellas fechas. Pero desde esa noche Tallien no tuvo más que una obsesión:

— Casémonos, vida mía. Tú estás divorciada, yo soltero, es lo único que logrará salvarme, salvarnos.

No pude menos que reír. ¿Qué importancia podía tener un acta de matrimonio? ¿De qué o de quién debíamos salvarnos? Vivíamos juntos y nuestra unión era más que conocida por todos sin necesidad de que la refrendara papel alguno.

— No por conocida deja de ser ilegal–me respondió-. Y mi carrera política sufre por este motivo. Noto perfectamente cómo me miran los otros diputados…

No quise decirle lo que de verdad pensaba. Que se engañaba una vez más. Que los diputados no lo miraban de esta u otra manera porque viviera en concubinato con una extranjera, con una ex aristócrata ni con Nuestra Señora de Thermidor. Eran otras las razones. Pero de nada servía quebrantar aún más su ya de por sí frágil equilibrio. Tallien era un hombre que sabía que se estaba ahogando y buscaba desesperadamente una tabla de salvación. Miré sus ojos, tan atormentados, luego la línea de su antaño bello y rizado pelo que comenzaba ya a menguar, y a continuación vi la amargura que se había apoderado de esa boca que, en otros momentos, tanto y tan inesperado placer me había proporcionado. Apenas tenía veinticinco años y ya parecía un viejo. Lágrimas acudieron a mis ojos. Si él era ahora un náufrago que buscaba asidero, también yo en tiempos lo había utilizado a él como tabla de salvación cuando mi mundo naufragaba. Y Tallien entonces había estado ahí para salvarme, para jugarse su carrera, e incluso su vida, por mí.

— Jean… — le dije, y él, confundiendo mis lágrimas de piedad con las de otro sentimiento que yo ya no podía albergar, me abrazó con desesperación.

— Júrame que no me dejarás nunca. Júrame al menos que, cuando te canses de mí, permitirás que me quede cerca de ti, como una escoba vieja, detrás de la puerta, en el último rincón de tu casa, de tu vida, como un trasto inútil, como un perro, pero cerca de ti, mi amor, mi única vida.

Esa noche nos amamos como lo que éramos, él un náufrago y yo un trozo de madera inerte que nada puede sentir. En sus besos bañados en lágrimas busqué, como antes tantas veces había hecho junto a mi primer marido, imaginar las caricias de mi querido Jean–Alex Laborde, cuya imagen aún guardaba en el secreto camafeo que llevaba siempre oculto entre mis ropas, incluso las más frívolas y merveilleuses. No me resulta difícil imaginar la cara de sorpresa y de incredulidad de cualquiera de los que tanto admiraban a Teresa Cabarrús disfrazada de diosa pagana si descubrieran su secreta verdad. Aquella Venus que reía siempre no tenía junto a su corazón más que la compañía de un pobre hombre que se venía abajo y la de un camafeo con la imagen de un muchacho, apenas un niño, al que no había vuelto a ver desde hacía nueve años. Triste diosa.

Sin embargo, la gratitud es un sentimiento extraño. Algunos ni siquiera la conocen, muchos la recuerdan sólo cuando son de ella deudores y la mayoría no la considera razón suficiente para permanecer unido a alguien. Aun así, yo a mis frívolos y a la vez tan vividos diecinueve años, sabía muy bien lo que le debía a aquel hombre que ahora dormía abrazado a mi cintura, venturoso en su pequeño paréntesis de felicidad. Le debía la vida que él dos veces había salvado de la guillotina, así como la posición en la que ahora me encontraba, que si bien no era perfecta, sí al menos respetable. Además, me decía yo, él había sido lo suficientemente generoso como para reconocer siempre que fue el temor a perderme el que había guiado su mano para acabar con Robespierre. Y si otros estaban poco a poco olvidando lo que esa muerte había significado para Francia, yo no podía ni debía hacerlo. Aun así y a pesar de todo lo dicho, la gratitud no es como el amor, que nos ciega e impide ver a las personas tal cual son, de modo que yo me daba perfecta cuenta de cómo era Tallien y de cuál era mi situación junto a un hombre que estaba cayendo en el descrédito. Gratitud y descrédito son, por lo general, dos cosas fáciles de sopesar, y puestas en una balanza, para la gran mayoría pesa mucho más este último que la primera, pero yo tengo la desgracia (¿o tal vez debería decir la fortuna?) de no pensar como la mayoría.

«¡Oh, mi pequeña Teresa, tú siempre tan teatral! Cuando toca comedia siempre serás la mejor cómica; en la tragedia, la trágica más inspirada, y ahora en el drama…». Algo así diría mi padre si pudiera verme en este momento: «Teresita, la gran comediante… Teresita, la de los bellos gestos…». No, mon bon papa, no todo es teatro en la vida de tu hija, a la que hace tantos años que no ves. A veces, más que representar un papel, lo que da placer y también paz de espíritu es hacer, simplemente, lo que se debe hacer, lo que nadie espera de uno.

V

DE NUEVO, EMPIEZA EL BAILE

OTRA VEZ EN EL FILO DE LA NAVAJA

El 26 de diciembre del año 1794 o 6 de Nivôse del año III de la nueva era, con la discreción que la antigüedad de nuestra relación aconsejaba, Tallien y yo nos casamos y yo me convertí en madame Tallien, tercero de los cinco nombres con los que se me conoce en la Historia. Al poco tiempo nació mi segundo hijo, una niña a la que llamamos Rose en honor a su madrina. A Josefina se la conocía aún entonces por su verdadero nombre y éste era además muy del agrado tanto del felicísimo padre como del mío. A la recién nacida le añadimos además otro en recuerdo de los históricos acontecimientos de los que habíamos sido actores principales, y así mi pequeña se convirtió en Rose Thermidor, un bebé de una belleza extraordinaria que era el juguete preferido de todos los amigos que, cada vez con más asiduidad, frecuentaban nuestra casa de La Chaumiére. El invierno trajo, por cierto, otras modas y modos a ese París cuya consigna principal seguía siendo vivre y divertirse a toda costa. Por nuestra casa desfilaban ahora tanto jacobinos de atuendo severo como emigrados ataviados de verde (el color de los realistas), pero el toque más extravagante en el vestir lo poníamos como siempre las damas. Había que ver, por ejemplo, a las esposas de los diputados y, más aún, a las de los llamados agiotistas o especuladores, con sus joyas carísimas, que proclamaban a los cuatro vientos los pingües y muy turbios negocios de sus maridos.