— Eso sería tanto como entregar a los chouans a la Louisette, amor mío. Ellos se rindieron sin condiciones bajo mi promesa de clemencia. Sería poco menos que un crimen…
— ¡No! — insistí-. Tú puedes fácilmente hacer ambas cosas; demostrar a todos tu afán republicano y también guardar tu palabra. ¿Sabes qué fecha es hoy? 7 de Thermidor, el 9 es el primer aniversario de la caída de Robespierre. Te será muy fácil aprovechar la efemérides del día en que fuiste un héroe para volver a serlo. El fantasma del Incorruptible va a ser esta vez nuestro mejor aliado. Nadie quiere que vuelva la venganza, ni el dolor, ni la sangre. Lo que Francia necesita son gobernantes como tú: decididos y a la vez magnánimos, fuertes y también clementes.
— No saldrá bien, vida mía, es demasiado arriesgado. No hace falta que te recuerde lo mucho que pueden cambiar las cosas, las fortunas, incluso la vida cuando uno se sube a la tribuna en la Convención. Le pasó a Danton, le pasó a Robespierre, a hombres mucho más grandes que yo. Una palabra inadecuada, un gesto imprudente y todo estará perdido.
— Te equivocas una vez más–le dije a punto de perder la paciencia-. Tú has salido airoso de situaciones más difíciles que ésta y eres un hombre mucho más grande que Robespierre. Yo estaré en la Convención para darte ánimo. juntos podemos lograrlo todo, siempre hemos podido.
TALLIEN EN LA TRIBUNA UNA VEZ MÁS
Lo primero que me sorprendió al entrar en la sala aquella mañana fue lo mucho que había cambiado la Convención. Qué diferencia tan notable con apenas unos meses atrás, cuando el fantasma de Robespierre aún se adivinaba en detalles como la vestimenta austera de los diputados o en la presencia de las tricoteuses. Ahora, en cambio, todos los presentes vestían de forma alegre, la mayoría de los hombres como muscadins, con esas chaquetas coloridas y ostentosas tan a la moda. Y en los asientos destinados al pueblo ya no se veía ni una sola tricoteuse, sino mujeres ataviadas de diosas griegas, como yo en esta ocasión. Espero que el lector sea benevolente si le confieso mi atuendo ese día: túnica muy corta a lo Ceres, de una fineza transparente; peluca rubia y un coqueto sombrero a la jockey, sandalias, anillos en los dedos de los pies… en fin, continuemos porque adivino algunas sonrisas.
El Instituto Nacional de Música abrió la ceremonia entonando el recién compuesto himno al 9 de Thermidor, que fue cantado por unas bellas niñas de unos doce años que simulaban ser ninfas y llevaban túnicas blancas y hojas de hiedra en la cabeza. A continuación, el representante Lemoine, a modo de símbolo de triunfo y en nombre de la Cámara, hizo al presidente entrega pública del sable que había sido propiedad del Incorruptible, y por fin, cuando se apagaron los aplausos, que fueron prolongados, el maestro de ceremonias dio la palabra a Tallien para que subiera a la tribuna.
Desde donde yo estaba podía ver cómo el sudor le corría por la cara y el cuello, mojando de modo ostensible su camisa y su aparatoso foulard de colores. «Dios mío–me dije-, hace exactamente trescientos sesenta y cinco días consiguió salir airoso de una prueba infinitamente más difícil; ¿cómo no va a lograrlo también esta vez? Claro que lo conseguirá. Tallien, en las situaciones desesperadas, deja de ser él y se transforma. Sí–añadí tratando de tranquilizarme-. Hoy ocurrirá otro tanto», y luego lo miré regalándole la más persuasiva de mis sonrisas.
Él entonces pareció cobrar fuerzas y con paso firme subió a la tribuna.
— Representantes–dijo-. Vengo de las orillas del mar para unir un canto nuevo de triunfo a los himnos triunfales que deben celebrar tan gran solemnidad…
Se trataba de las habituales palabras ampulosas y huecas que todos empleaban por aquel entonces, pero por alguna razón no sonaban todo lo convincentes que Tallien y yo necesitábamos en ese momento. Él pareció notarlo y redobló su énfasis tratando de parecer más rotundo.
— ¡Yo te saludo, época augusta en la que el pueblo aplastó a la tiranía! — exclamó, y una corriente de desidia recorrió la sala. Una vez más, Tallien tomó aire, miró hacia donde yo estaba y luego a la concurrencia con gesto desafiante y ahora su voz sonó mucho más enfática al decir:
— Sí, representantes… Doblegado durante demasiado tiempo bajo el peso ignominioso de los buques de la pérfida Albión, el océano francés ha visto por fin a sus legítimos amos recuperar la actitud de victoria.
«Muy bien–me dije yo entonces-, qué astuta estrategia la suya. Ha decidido hablar primero de la pérfida Albión para apelar al patriotismo de la Cámara y a continuación, tal como yo le he indicado, hablará de la clemencia que es menester otorgar a esos infelices chouans. La clemencia ante el vencido es patrimonio de grandes hombres, bravo por Tallien».
Le sonreí con toda intención para indicarle lo acertado que me parecía su ardid, pero ante mi sorpresa éstas fueron las siguientes palabras que pronunció:
— Y aquellos miserables que tuvieron la malhadada osadía de aliarse con los ingleses, esos viles cómplices de William Pitt que, al volverse contra nuestra gloriosa República, serán devorados por la misma tierra que los vio nacer. ¡El oráculo se ha cumplido!
Un aplauso unánime acogió estas palabras. La sala en pleno se había puesto de pie para aclamar al vencedor de los ingleses, al vencedor también de los chouans. Todo el mundo aplaudía, vitoreaba a Tallien; todos menos yo, que no podía creer lo que estaba viendo. Mi marido, que había subido a la tribuna temeroso y pálido, había conseguido una vez más enardecer a la Convención. Pero en esta ocasión lo había hecho a costa de su palabra, de la solemne promesa dada a los chouans y también a mí. No había duda, estaba entregando las cabezas de aquellos infelices para salvar la suya, y ahora me miraba con aire triunfal y la vez como un niño que cree haber logrado una proeza por la que espera la aquiescencia de su madre, de su maestra.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. No, no era esto lo que yo quería. No era para que sus manos volvieran a teñirse de sangre por lo que yo tanto había luchado. Ajena a mis pensamientos, la Convención en pleno esperaba las próximas palabras de Tallien. Entonces él sacó de su pecho aquel puñal, el mismo que había enseñado a la Cámara el día que acabó con Robespierre. Ese que solía blandir en casa ante nuestros invitados en sus patéticas reconstrucciones de lo sucedido en su único día de gloria. Tallien el sanguinario, Tallien el gauche… aquello era más de lo que yo podía soportar. Me volví buscando la salida, tenía que escapar de allí, impedir que aquella gente que me rodeaba viera mis lágrimas. Recogí mi shawl y me dirigí a la puerta, pero antes de alcanzarla, aún me dio tiempo a oír lo que decía:
— De un puñal similar a éste se valieron aquellos miserables traidores amigos de los ingleses para atravesar el pecho de los patriotas. Hay que enseñar a todas las naciones que un animal herido, al ser alcanzado, debe hacer que caigan los demás, porque es la única manera de salvar su vida. ¡Viva la República!
Sin duda, esa última alusión a un animal herido se refería a sí mismo y estaba destinada a mí, a hacerme comprender por qué había cambiado su discurso. Antes de abandonar definitivamente la sala me volví para mirarle por última vez. La Convención entera aplaudía, pero en su cara pude ver la misma mirada anhelante de unos minutos atrás, esa que esperaba el reconocimiento de una sola persona, la sonrisa de sólo unos labios. Giré sobre mis talones y me marché. Yo sabía perfectamente lo que iba a decirme al llegar a casa: que había tenido que hacerlo así, que eran ellos o nosotros, la vida de los chouans o el desprestigio de los Tallien, acusados de connivencia con los realistas, con los traidores.