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Sí, todo esto verían mis invitados dentro de unos minutos. Pero de momento yo estaba arriba terminando de arreglarme mientras ellos se encontraban en el hall rodeados de ratas disecadas, grilletes, música fúnebre y, como única anticipación de lo que les esperaba en las habitaciones contiguas, la posibilidad de beber champagne de sus flûtes. Caminaban, se saludaban al son de la música, sonreían, comentaban, pero en la mente de todos, apuesto, había una misma pregunta: ¿dónde estaba la anfitriona?
Cuando ya estuve lista para bajar, indiqué a Frenelle que ordenara a los criados que abrieran las puertas de par en par para permitir que los invitados accedieran por fin al paraíso. Desde donde estaba, y entre los acordes de la Primavera, casi podía oír sus comentarios de sorpresa y también de incredulidad: ¿qué tipo de baile de víctimas era aquél en el que lo fúnebre brillaba por su ausencia y en el que no había anfitriona?
Por fin, cuando consideré que ya el champagne y Vivaldi habían comenzado a hacer su habitual efecto de entibiar (o enturbiar) corazones, descendí la escalera al tiempo que hacía señas a la orquesta para que interpretaran Cosi fan tutte, de Mozart, que me pareció el acompañamiento ideal para lo que yo quería transmitir esa noche a mis invitados.
Las puertas se abrieron entonces y yo me detuve unos segundos en el umbral a observar la escena. En el salón principal, la luz de las velas reflejadas en los espejos y en las cientos de estrellas plateadas hacía resplandecer toda la estancia. Ahora todos los ojos se volvían para mirarme, y entonces yo respiré hondo y, entre aquella ingente marea de casacas negras y vestidos enlutados, entre madame de Staël disfrazada de Medea y Josefina de viuda alegre, comencé a abrirme paso. O, mejor dicho, me limité a avanzar muy despacio mientras, como si del mar Rojo se tratara, aquella pleamar de ropas negras fue dividiéndose a derecha e izquierda dejándome paso. Sonaba un aria de Cosi fan tutte y mucho me complació ver en la cara de los caballeros una inequívoca muestra de admiración mientras me dedicaban sus mejores sonrisas o hacían reverencias. Algunos saludaban á la victime, esto es, con ese enérgico sacudir de cabeza que recordaba el corte de la guillotina, o bien se llevaban un dedo al cuello para significar un tajo. Otros, por el contrario, y a pesar de lo mal visto que aún estaba hacerlo, tomaban mi mano para besarla tal como se hacía antes del diluvio, lo que denotaba, una vez más, cómo comenzaba a languidecer la moda revolucionaria. Pero lo más sorprendente (y agradable para mí) fue ver la cara de mis congéneres femeninas.
— ¡Habrase visto desfachatez igual! — le oí cuchichear a Juliette de La Tour, una jovencita que acaparaba últimamente muchas miradas-. Creo que nunca podré perdonarla por esto…
— ¿No decía bien claramente la invitación que se trataba de un bal des victimes? — resopló otra mujer de una cierta edad desde detrás de su abanico negro y grande como las alas de un cuervo-. ¿Cómo se atreve a aparecer vestida así?
— Miradla–decía una tercera-, es increíble, inaudito…
Lo curioso del caso es que el traje que yo había escogido para esa noche y que tanta conmoción masculina (y también femenina) estaba causando no era uno particularmente escandaloso. Si en otras ocasiones había yo elegido sorprender a mis amigos ataviada de vestal o de Diana cazadora con apenas unas pocas pulgadas de tela cubriendo mi cuerpo, esta vez habían sido necesarios muchos pies de muselina para confeccionar mi atuendo. Tenía un escote poco pronunciado y un corte bajo el pecho al estilo que más tarde se conocería como «imperio». Tampoco podía decirse que tuviera abertura alguna que permitiera ver mis piernas ni los dedos de los pies, llenos de sortijas como otras veces. La falda caía hasta el suelo y luego se prolongaba en una cola, pero ésta era igualmente discreta. En realidad, si resultaba tan fuera de lo común dicho vestido, no era por su factura, sino por el enorme contraste que producía con la apariencia del resto de los invitados. Porque si todos iban á la victime, es decir, de negro riguroso, yo iba de blanco inmaculado, adornada tan sólo por una cascada de perlas de distintos tamaños, un regalo de mi padre, que no me había atrevido a lucir desde la muerte del buen Luis XVI.
Una vez más llegaron hasta mí los cuchicheos femeninos.
— ¡Dejarnos a todas en ridículo y vestidas como pájaros de mal agüero, eso es lo que ha hecho! ¡Nunca podré olvidarlo! — se decían unas a otras en voz baja-. ¡Nunca! — Y luego, al ir yo a besarlas con la más amplia de mis sonrisas, cambiaban a duras penas el discurso-: ¡Querida, estás espléndida, guapísima! ¿Cómo se te ocurrió esta idea? Eres única…
Los comentarios masculinos eran aún más admirativos y sin duda también más sinceros: «¡Qué idea tan brillante, ma belle, pareces un ángel entre tantas tinieblas!».
Es un hecho sabido que las mujeres nos vestimos para las mujeres y nos desvestimos para los hombres, pero yo esa noche rompí la regla. No me había vestido para ellas ni desde luego entraba en mis planes desvestirme para complacer a ninguno de aquellos caballeros. Lo que deseaba era sorprender a unos y a otros, y, sobre todo, recordarles la fecha que estábamos celebrando: el aniversario del 9 de Thermidor. Todo un año había transcurrido desde el fin del Terror y de tanto sufrimiento y, a mi modo de ver, era ya hora más que cumplida de dejar de jugar a víctimas.
En cuanto hube saludado a todo el mundo, llegó el momento de pasar al comedor. Si el salón estaba decorado en blanco y plata, el comedor lo estaba en blanco y oro y su visión levantó, afortunadamente, el mismo murmullo de admiración. La cena servida poco después transcurrió bien. A ello ayudaba, y no poco, la originalidad de los platos, de modo que hasta las mujeres mudaron el gesto para alabarlos. «Querida–me dijo Germaine de Staël, que podía ser pedante y tediosa pero a la que desde luego nunca le dolieron prendas en decir todo lo que pensaba-, al descubrir la jugarreta que nos has preparado me faltó poco para despellejarte viva, pero este faisán a las uvas merece cien años de perdón. En cuanto a esta mousse de albaricoque, ¡el maestro Rousseau estaría más que orgulloso del uso que haces de los tesoros de la naturaleza!».
Este y otros comentarios me hicieron albergar la esperanza de haber logrado cumplir mis dos objetivos de la noche: uno muy frívolo, otro muy necesario. El primero era seguir siendo la mejor anfitriona de París; el segundo, apoyar a Tallien y lograr que todos olvidaran sus coqueteos con los realistas. Miré a mi alrededor. «Cuidado», me dije, porque mi intuición me avisaba una vez más de que algo imperceptible comenzaba a cambiar en París y había que ser muy precavido. Tal como decía Germaine de Staël, allí estaban todos revueltos: el cordero paciendo con el lobo y el cabrito con el leopardo, o, lo que es lo mismo, comiendo manjares dorados y haciendo de victimes. Allí se encontraban, no había duda, todos los personajes más relevantes del momento. Los miembros de la Convención, los émigrés recién llegados del extranjero, también los jacobinos, aún muy influyentes, así como esa nueva fauna que ya conocemos llamados los muscadins, que coqueteaban con los realistas. Dados los últimos acontecimientos, hacía falta mucho valor para declararse abiertamente monárquico, pero a estos jóvenes petimetres no parecía importarles hacerlo cada vez más abiertamente.