¿Cómo–me decía yo–podía sostenerse una situación en la que las fuerzas eran tan distintas y divergentes? ¿Y cómo Tallien y yo podíamos ganar el favor de unos y otros? En las fiestas posrevolucionarias el momento de los brindis era decisivo. Más que un acto simbólico, era la oportunidad para pulsar la opinión de las gentes y ganar voluntades. Yo esperaba con inquietud para ver por dónde soplaban los vientos al tiempo que confiaba en que el champagne, los bellos decorados y, por qué no, también mi «angelical» aspecto ayudaran a nuestra definitiva rehabilitación. Así había ocurrido otras veces. Los invitados a mis fiestas, en especial los masculinos, tal vez entraran en casa algo tibios respecto de su anfitriona, pero desde luego todos salían de allí convenientemente caldeados.
Sin embargo, en cuanto empezaron los brindis noté que algo no iba bien. En los toasts protocolarios apenas se citaba a Tallien y los diputados que tomaban la palabra se limitaban a hacer votos por sus propias esperanzas en el futuro. De hecho, no hubo mención alguna a los anfitriones, ni siquiera nos dispensaron esa mínima amabilidad. Quienes habíamos visto caer tantas cabezas por el súbito cambio en la apreciación de la mayoría, sabíamos lo volubles que eran las voluntades y cómo no había que dejar el menor resquicio a la animadversión; tampoco a la indiferencia. No hay más remedio, me dije entonces, que jugarse el todo por el todo. Tal vez me hubiera equivocado provocando, innecesariamente a las mujeres con mi atuendo, y todos sabemos cuán peligrosas pueden ser cuando se las agravia. Sin embargo, de los rencores femeninos tendría que ocuparme en otro momento. Ahora lo urgente era ganar el favor masculino. Hice una señal a mi buen Bidos para que sirviera más champagne y a los músicos para que tocaran de nuevo a Mozart mientras yo me disponía a proponer un brindis. Me puse en pie. Era muy consciente de que todas las miradas estaban fijas en mí y en mi vestido blanco. El mundo es sin duda de los hombres, pensé, pero a veces nosotras conseguimos cosas que ellos nunca lograrían. «Un minuto un héroe y al otro un villano, cuidado, Teresa… », añadí, y luego, tragando saliva, miré al frente.
No recuerdo las palabras iniciales que dirigí a la concurrencia pero sí el sentimiento que puse en ellas. Hablé de que un año sin Terror había vuelto a traer la paz a Francia; insistí en que ahora lo importante era olvidar todas las rencillas; que era el momento de perdonar las ofensas y mirar juntos en la misma dirección, hacia delante, hacia el lugar que la Historia tenía destinado a este glorioso pueblo capaz de romper sus cadenas y crear una sociedad nueva. Hablé luego de algo que siempre alcanzaba los corazones de todos sin excepción: de la valentía de nuestros soldados luchando en los diversos frentes que Francia tenía abiertos contra los que querían ahogar nuestra Revolución. Hablé y hablé hasta que tuve que parar para tomar aliento porque las lágrimas corrían por mis mejillas; yo, que siempre las he odiado.
En realidad no sé qué obró el milagro. Si las palabras que me dictaba la desesperación o mis lágrimas, o tal vez fuera el discreto corte de mi vestido blanco entre tantas damas de negro y semidesnudas, pero lo cierto es que se hizo un silencio. Entonces pude ver cómo las miradas agrias se suavizaban y los rictus severos se volvían amables. Entre todas ellas elegí fijarme en dos: en la de Tallien y en la del hombre que estaba a mi derecha y que no era otro que Paul François Nicolas, ci–devant conde de Barras. La de este último tenía ese brillo entre frío y lleno de determinación de los cazadores que calibran y sopesan una futura pieza. «Debo tener cuidado con este hombre», me dio tiempo a pensar antes de que mi vista se deslizara hacia la mesa de mi izquierda, que presidía Tallien. Él estaba semihundido en su silla y se diría que mi discurso, si por un lado no había podido menos que complacerle, por otro le producía horror. Horror de comprobar cómo, una vez más, todos lo veían como una rémora, un estorbo o, lo que es peor, como el perrito de madame Cabarrús. Tallien, el héroe que nunca lograba serlo más de dos días seguidos, el gauche, el patán, el…
Un escalofrío hizo que desviara la mirada y, al hacerlo, ésta se encontró por segunda vez con los ojos de Barras. Sí, debía tener mucho cuidado con un hombre como aquél…
DE CÓMO ENTRÓ BARRAS EN MI VIDA
Barras era para muchos el personaje del momento y, como he dicho, contaba en su haber con no pocos atributos que lo hacían atractivo. No sólo se trataba de un aristócrata ganado para la causa revolucionaria, sino que contaba con la ventaja adicional, muy importante en la era posterior a Robespierre, de que sus manos no estaban tan teñidas de sangre como otras. Porque mientras gentes como Tallien y Fouché tenían a sus espaldas la muerte de innumerables inocentes en su época de représentants en mission, Barras había estado brevemente en provincias y después hizo la revolución desde la bancada de la Montaña, donde votó, eso sí, la muerte de Luis XVI. Además, por si su persona necesitara adornarse con otros elementos positivos, había jugado un papel destacado en la conjura que puso fin al reinado del Incorruptible, puesto que, como recordarán, fue él quien comandó las tropas de la Convención que marcharon contra el Ayuntamiento, donde Robespierre se había refugiado a la desesperada.
Una vez muerto éste, y a diferencia de Tallien, Barras había sabido utilizar su gesta para hacerse un nombre. Era consciente, como también lo era yo, de que en aquellos tiempos de sentimientos tan inestables era necesario ganar una batalla todos los días contra ese monstruo caprichoso e insaciable de lo que más tarde se llamaría «opinión pública». Y para hacerlo era menester no bajar nunca la guardia y jugar un papel destacado en todos los manejos políticos, tanto en los lícitos como en los que no lo eran. En cuanto a sus finanzas, su pertenencia a una muy antigua familia no lo había hecho rico, pero sí lo había dotado en cambio de gustos caros que él procuraba satisfacer. Y para ello nada mejor que participar en negocios oscuros de toda índole, muy frecuentes entonces, que le permitieron lograr una sólida base financiera. En otras palabras: Barras era, respecto de Tallien, la otra cara de la moneda. La suya, brillante; la de de mi marido, cada vez más opaca. Por si fueran pocas todas estas diferencias, habría que añadir una más: el hecho de que, a pesar de que Tallien también participaba entonces en no pocos negocios irregulares, no tenía el talento de Barras. En su época de representante en misión en Burdeos, Tallien había logrado reunir una pequeña fortuna, pero ésta había desaparecido prácticamente en su totalidad. El tren de vida que llevábamos no era lo que se dice barato y, a pesar de que yo conservaba algo de dinero, las cláusulas de mi divorcio con Fontenay habían mermado considerablemente mi fortuna. Bajar nuestro tren de vida y vender algunas propiedades habría sin duda aliviado la situación, pero yo nunca he sabido vivir con estrecheces. De esto era consciente Tallien, quien, en los últimos meses, se había metido en dos o tres ruinosas operaciones de esas en las que sólo se embarcan los incautos o los desesperados (y ambos adjetivos, me temo, le cuadraban admirablemente). De un tiempo a esta parte se dedicaba también al trueque y a la usura, prestando y tomando dinero por semanas. La usura se había convertido en la diosa de los franceses en aquel mundo desigual en el que los pequeños rentistas se morían de hambre mientras otros, desde los ministros hasta los empleados humildes, buscaban dinero fresco donde fuera, y sólo lo encontraban a cambio de intereses exorbitantes. Por eso, Tallien, cada vez más acuciado por las deudas, intentaba salir adelante arrimándose a cambistas, agiotistas y gentes a cual más deshonesta sin que yo supiera ya cómo ayudarle.