Paul Barras se coló en La Chaumiére y también en mi vida como la mala hiedra y, a partir de ahí, comenzó a crecer y crecer hasta abarcarlo todo. Se paseaba por mis salones como si fueran su casa. Al principio no me importó, al fin y al cabo era el hombre más influyente de Francia y me distinguía con su amistad. Además, era encantador cuando se lo proponía y muy generoso, al menos al comienzo de nuestra relación. En cuanto a ésta, no es una etapa de mi vida de la que me sienta orgullosa. Temo que mi hija María Luisa nuevamente torcerá el gesto al leer las líneas que vienen a continuación, pero ¿de qué sirven unas memorias si los pasajes turbios se maquillan o falsean? En la vida de todo ser humano hay oscuras sombras, pasajes vergonzosos y pequeñas infamias, y las mías tienen un nombre: Paul François Barras.
Digamos que todo comenzó como un juego y con un flirt en el que participaba también mi buena amiga Rose. En aquella época no era raro que dos amigas compartieran cama con el mismo hombre. No a la vez, me apresuro a aclarar, sino sucesivamente, y ello no enturbiaba en absoluto la pasión que sentíamos por el objeto de nuestros favores, ni mucho menos la amistad que nos unía. Así, Rose fue la primera de nosotras en tener amores con Barras, lo que le permitió, por cierto, recuperar muchos de sus efectos personales, incluidos un carruaje y caballos confiscados desde la muerte de su marido. También, y gracias a la ayuda de Barras, en agosto de 1795 pudo instalarse como inquilina en un bonito petit hôtel de la Rue Chantereine, lo que ayudó a su bienestar y al de sus hijos. En cuanto a él, yo creo que le atraían mucho los femeninos encantos de Rose, y más aún ciertas técnicas amatorias y tropicales de la futura Josefina, algunas de las cuales ella tuvo a bien enseñarme. Como por ejemplo, los placeres de eso que el marqués de Sade llamaba el «segundo santuario», algo que, según he podido comprobar, es muy del gusto de los caballeros. Mi hija María Luisa una vez más se llevará las manos a la cabeza al ver que escribo estas cosas: «Hay detalles que en nada ayudan a perpetuar tu buen nombre, mamá», dirá, estoy segura. «Te prohíbo terminantemente que describas qué es el segundo santuario». Yo por mí lo haría de mil amores, pues creo que es algo que vale la pena saberse, pero como temo que después de mi muerte mi mojigata hija borre este capítulo y, además, es harto difícil hablar de ciertas cosas sin caer en la vulgaridad, remitiré al lector curioso a la obra de Sade. Porque el divino marqués no ganó este apodo por sus gestas eróticas, como cree la mayoría, sino por ser un escritor de enorme talento capaz de hablar de todo, hasta de lo más inconfesable, utilizando para ello un lenguaje preciso y a la vez muy bello. De él se valió, y muy bien, para explicar mejor que nadie lo que es este oscuro y a la vez muy intenso placer. Y si no leen a Sade, echen ustedes al vuelo la imaginación, seguro que no les será nada difícil adivinar en qué consiste penetrar por este secreto escondrijo.
Pero basta ya de primer y segundo santuario. Basta de alcoba y de amantes compartidos, volvamos una vez más a los salones, porque allí hemos dejado a uno de nuestros actores más principales junto a la ventana y muy taciturno.
Como ya he dicho unas líneas más arriba, aquel joven de veintitantos años se llamaba entonces Napoleone di Buonaparte e iba pobremente vestido. Era corto de estatura y la moda de llevar el pelo largo y desgreñado al estilo «orejas de perro» achaparraba aún más su figura. Buonaparte, a pesar de su juventud, era ya general y se había destacado en la reconquista de Toulon dos años antes. Allí conoció a Barras, y ésa era la razón por la que se encontraba en nuestra casa mirando por la ventana y con cara de circunstancias. El general no era amigo de reuniones mundanas, sobre todo de las que, como las mías, estaban llenas de hombres de oratoria brillante (y vacua según su opinión) y de mujeres bellas (y frívolas) como para reparar en un militar con la casaca desgastada y unas botas que pedían a gritos medias suelas.
— Rose, querida, ¿te han presentado ya al general Buonaparte? Su fama le precede, seguro que has oído hablar de él–le dijo esa noche Barras a Rose de Beauharnais al tiempo que la tomaba del brazo para acercarla a nuestro nuevo invitado.
Un cruce de miradas, apenas una sonrisa se prodigan entonces estos dos futuros actores principales de la historia de Francia, y Rose, que siempre fue generosa y atenta con los más débiles, tiende su mano al general. He aquí cómo empezaría a cumplirse lo predicho muchos años antes por la vieja hechicera Marie Celeste en Martinica. El futuro emperador de Francia y la futura emperatriz Josefina se saludan con una sonrisa, pero, de momento, diríase que el Destino tiene otros planes. Y es que la mirada de Buonaparte se posa sólo un instante en el hermoso rostro de Rose de Beauharnais. Ella, por su parte, que atenta a mis consejos ha aprendido a sonreír sin enseñar los dientes, está muy bella esa noche; sin embargo, los ojos del héroe de Toulon han seguido otra ruta.
— ¡Ah! — dice entonces Barras al darse cuenta del objeto de atención del joven militar-. Veo que no os he presentado aún a nuestra anfitriona. Teresa, ma belle, éste es el general Buonaparte.
Napoleone me miró entonces con esa expresión que tantas veces he observado en los hombres, sobre todo en los que son de corta estatura. Me refiero a una en la que se mezcla el deseo con una cierta altanería retadora que parece decir: «¿Me ves poca cosa, mi bella amiga? Espera y verás».
Yo, por mi parte, siempre he sido especialista en disolver suspicacias y altanerías, de modo que tomé del brazo a aquel pequeño general y hablando de esto y aquello le rogué que diera conmigo «una vuelta a la habitación». He aquí, por cierto, una de las muchas costumbres inglesas que se habían puesto de moda últimamente. La habían traído del otro lado del Canal de la Mancha nuestros émigrés copiada de lo que solía hacerse en las grandes casas de campo que hay en aquellas tierras, y consistía, por curioso que parezca, precisamente en eso: en recorrer del brazo de alguien el perímetro de una habitación una y otra vez saludando a aquéllos con quienes uno se encontraba por el camino entregados a la misma tarea. Frenelle llamaba a esto la promenade des idiots, porque, en su opinión, resultaba ridículo ver a personas serias e importantes dar vueltas como un burro en una noria, pero a mí me parecía una costumbre encantadora. Y es que dicho paseo no sólo poseía la virtud de permitir que luciera muy bien el vestido que una llevase puesto en ese momento, sino que servía además al salutífero propósito de estirar un poco las piernas cuando el clima exterior no permitía otro ejercicio más próximo a la madre naturaleza.
— ¿Damos otra vuelta, general? Vamos, concededme ese placer, os lo ruego–le dije con mi mejor sonrisa.
Sin embargo, después de dos vueltas del brazo del general, lo cierto es que apenas había conseguido arrancarle un par de sonrisas. Por eso me detuve delante de Rose de Beauharnais con toda la intención de pasarle a ella el testigo en la promenade des idiots con tan silente compañero.
— Tesoro–dije esbozando una de mis mundanas sonrisas-, ¿no te parece adorable nuestro nuevo amigo? ¿Cómo era vuestro muy difícil nombre?, ¿Napoline?, ¿Napoleone? Encantador, sin duda.