Cuando Josefina me propuso acompañarles, acepté de inmediato. Al fin y al cabo, volver a casa en compañía de uno de los héroes del momento era la ocasión perfecta para recuperar el afecto del pueblo. Por eso, una vez organizada la comitiva y al salir del palacio, decidí prescindir del abrigo con ánimo de que la gente pudiera admirar bien mi vestuario. En aquella ocasión éste se componía de una túnica romana corta, abierta con un tajo lateral que permitía lucir, además de mis muslos, unas sandalias doradas cuyas tiras me subían hasta la rodilla. Los brazos iban igualmente desnudos y cuajados de pulseras de oro y en la cabeza lucía una gran peluca negra a lo Ceres.
Aún me parece que estoy viviendo la escena. Una gran multitud se ha dado cita a las puertas del palacio. Son las mismas buenas gentes de París que hasta entonces siempre habían sonreído a mi paso gritando, primero, Vive Notre–Dame du Bon Secours!, y más tarde: Vive Notre–Dame de Thermidor! También ahora sonreían y vitoreaban, aunque yo no alcanzaba a entender sus palabras. Estábamos acercándonos a la reja del palacio, de modo que agucé el oído. Por fin alcancé a oír lo que decían: Vive Notre–Dame des Victoires! ¡Viva nuestra benefactora! Eso gritaban; sin embargo, ni siquiera miraban en mi dirección, sino hacia el otro flanco de Junot, hacia donde estaba Josefina. Era a ella a quien aclamaban, a la esposa de Napoleón, no a madame Thermidor, la esposa de Tallien o, lo que es peor, la amante de Barras. Intentando mantener inalterable mi mejor sonrisa procuré mirar por detrás de Junot para espiar el rostro de Josefina. Ella saludaba a la multitud con ese aire suyo tan encantador como despistado. Sentí entonces cómo se me helaba el gesto y no precisamente por lo bajo de la temperatura ni por mi falta de ropa. «Dios mío», pensé con una punzada de envidia, algo que hasta entonces jamás había conocido, pero inmediatamente logré sobreponerme. «Vamos, Teresita–dije para mis adentros procurando reírme de mí misma-. No hay que intentar acaparar siempre la atención. Estás demasiado acostumbrada, ma belle, a ser el centro de todas las miradas. Esta vez es más que comprensible que la gente aplauda a la mujer de un héroe y no a ti».
«Un poco de humildad, querida», añadí, y gracias a este último pensamiento logré recomponer la sonrisa. Sin embargo, fue entonces, mientras miraba confiada una vez más hacia la muchedumbre, cuando llegó un golpe que no esperaba en absoluto. Entre las muchas voces que aclamaban a Nuestra Señora de la Victoria se destacó una que comenzó a entonar otro grito que logró elevarse sobre los demás y llegar hasta mí:
— Vive Notre–Dame du Septembre!
Por unos segundos no me di cuenta de la ironía que entrañaba dicho calificativo, pero cuando lo hice, palidecí mortalmente. ¡Nuestra Señora de Septiembre! Para todos los que vivimos aquellos atribulados tiempos, septiembre era sinónimo de sangre, puesto que se relacionaba con las masacres en las cárceles de París, uno de los episodios más terribles de toda la Revolución, y aquel grito cruel significaba que alguien me identificaba con ellas.
Como un rayo, la frase hizo diana en mi cerebro y éste empezó a escenificar uno a uno todos los desmanes cometidos en aquel infausto mes de 1792. Los asesinatos indiscriminados, los falsos tribunales que iban de prisión en prisión. Y luego, la cabeza ensartada en una pica de la princesa de Lamballe a la sombra de la que se recortaba la figura de Tallien, mi amante, mi marido.
Después de que esa única voz me llamara por tan desdichado apelativo se hizo un corto silencio, aunque no duró mucho la tregua. Cuando ya ganamos la calle, pude oír una vez más cómo esa misma voz surgía de entre las otras por segunda vez:
— ¡Viva Nuestra Señora de Septiembre!
Fue entonces cuando cobré conciencia de mi desnudez y de aquel ridículo disfraz de diosa pagana que apenas cubría mi cuerpo. Comprendí también mi error al haberme apartado de la gente sencilla a la que en otro tiempo ayudé a paliar su sufrimiento y a la que ya no escuchaba. Y sobre todo, fui consciente de cómo una vez más mi destino, al igual que el de todos nosotros en aquellos tiempos inciertos, pendía de un finísimo hilo que en cualquier momento podía romperse y arrastrarme al abismo. Fueron los peores instantes de toda mi vida. Durante unos segundos pensé que iba a desmayarme, pero, por fortuna, mi largo aprendizaje en el mundo de las mentiras y de las representaciones me mantuvo en pie. Logré sonreír una vez más e incluso dedicar un alegre y burlón saludo a aquella voz anónima que me había increpado con sarcasmo tan cruel.
DE CÓMO LA CABEZA DE LA PRINCESA DE LAMBALLE VOLVIÓ PARA ATORMENTARME
Así acabó aquella escena, pero si bien en el momento logré salir más o menos airosa, no conseguí borrarla de mi cabeza y durante muchas semanas me visitó en sueños. En ellos podía verme bajando las escaleras de palacio del brazo del Junot, riendo y completamente desnuda mientras el pueblo se burlaba de mí. En otras pesadillas, no era Junot sino Tallien quien me escoltaba y entonces la gente nos gritaba: «¡Muera el asesino!», mientras yo pugnaba sin éxito por cubrir mi desnudez con la raída capa de mi marido. «Marido», qué odiosa palabra. En mi caso, dicho término servía para describir, primero a un indeseable como Fontenay, y ahora, a un pobre hombre como Tallien.
Como cuando estaba casada con Fontenay, Tallien y yo ocupábamos habitaciones separadas. Pero, así como en el caso de Fontenay nuestros dormitorios estaban comunicados por una puerta por la que, una noche de infausto recuerdo, Jean había entrado para violarme, en La Chaumiére era imposible que se realizase tan indeseable visita. Primero, porque yo me había asegurado, incluso antes de que se enfriaran nuestras relaciones, de que no existiera tal puerta. Y segundo, porque Tallien jamás se habría atrevido a algo así. Sea como fuere, esa noche soñé que cierta invisible puerta que nos separaba se abría y entraba mi marido. Lo hacía con ese aire de perdedor irredento que arrastraba desde hacía tiempo. Tallien el torpe, el vencido; Tallien el consentidor, que miraba hacia otro lado cuando se cruzaba con Barras camino de mis habitaciones privadas. Sin embargo, él era, además de todo lo dicho, otras muchas cosas. Era Tallien el asesino de Burdeos, el despojacadáveres, el hombre responsable de aquellas terribles Masacres de Septiembre por las que ahora me habían colgado tan cruel epíteto. Y de nada había servido, por lo visto, que yo con mi conducta posterior hubiera ganado los amables títulos de Nuestra Señora del Buen Socorro y de heroína de Thermidor; aquello estaba ya olvidado porque la suerte de una mujer siempre estará irremediablemente unida a la de su hombre, y mucho ha de cambiar el mundo para que deje de ser así, cavilaba yo en mis sueños. Por eso, ahora, a todos los efectos, yo no era nada más que madame Tallien, la esposa de un héroe fallido, de un muerto en vida.