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Aunque Fawcett ya era de una naturaleza extremadamente fuerte, se endureció aún más cuando, a los diecisiete años, fue enviado a la Royal Military Academy de Woolwich,14 o «el Taller», tal como se la conocía. Aunque Fawcett no albergaba deseo alguno de ser soldado, al parecer su madre le obligó a ingresar en la Academia porque a ella le deslumbraban los uniformes. La frialdad del Taller suplantó a la frialdad de su hogar. Los snookers -novatos o cadetes recién llegados como Fawcett- soportaban horas de instrucción y, si violaban el código del «cadete caballero», se los azotaba. Los cadetes veteranos a menudo obligaban a los más jóvenes a «buscar tempestades»: los forzaban a asomar los brazos y las piernas desnudos por una ventana y soportar el frío durante horas. O bien se les ordenaba permanecer de pie sobre dos taburetes apilados en una mesa mientras otros los hacían tambalearse a patadas. O se los quemaba con un atizador incandescente. «Los métodos de tortura a veces eran ingeniosos, y otras, dignos de las razas más salvajes»,15 afirmó un historiador de la Academia.

Cuando Fawcett se graduó, casi dos años después, se le había enseñado, según lo describió un contemporáneo, «a considerar el riesgo de morir como la salsa más sabrosa de la vida».16 Aún más relevante es el hecho de que fuera entrenado para ser un apóstol de la civilización occidentaclass="underline" salir y convertir el mundo al capitalismo y al cristianismo, transformar pastos en tierras de cultivo y cabañas en hoteles, mostrar a aquellos que vivían en la Edad de Piedra las maravillas del motor de vapor y de la locomotora, y asegurarse de que el sol nunca se pusiera en el Imperio británico.

Tras escabullirse de la apartada base de Ceilán17 con el mapa del tesoro en su poder, Fawcett se encontró de pronto rodeado de bosques frondosos, playas cristalinas, montañas y gente vestida con colores que nunca había visto: no se trataba de el negro y el blanco fúnebres de Londres, sino de morados, amarillos y rubíes, radiantes, destellantes y llenos de vida, una visión tan pasmosa que incluso el gran cínico de Mark Twain, quien visitó la isla en la misma época, comentó: «¡Cielos, es hermosa!». 18

Fawcett subió a una barca correo atestada que, al lado de los acorazados británicos, apenas era un minúsculo trozo de madera y lona. En cuanto esta se alejó de la ensenada, Fawcett pudo ver Fort Frederick en lo alto del risco y las troneras de su muralla exterior de finales del siglo xviii, cuando los británicos habían intentado apropiarse del promontorio que pertenecía a los holandeses, que previamente se lo habían arrebatado a los portugueses. Tras recorrer unas ochenta millas al sur por la costa oriental, la embarcación viró hacia el puerto de Batticaloa, donde un sinfín de canoas pululaban alrededor de los barcos que arribaban. Mercaderes cingaleses, gritando sobre las salpicaduras de los remos, ofrecían piedras preciosas, especialmente a un sahib que, ataviado con un sombrero de copa y un chaleco del que colgaba la cadena de un reloj, sin duda llevaba los bolsillos llenos de libras esterlinas. Tras desembarcar, Fawcett sin duda debió de verse rodeado por más comerciantes: algunos cingaleses, otros tamiles, unos cuantos musulmanes, todos apiñados en el bazar, pregonando sus productos frescos. El aire estaba impregnado del aroma de las hojas de té secas, del olor dulce de la vainilla y del cacao, y otro algo más acre: el del pescado seco, que no despedía el hedor rancio habitual del mar sino el del curry. Y había más gentío: astrólogos, mercaderes ambulantes, lavanderos, vendedores de azúcar moreno sin refinar, herreros, tocadores de tantán y mendigos. Para llegar a Badulla, situada a unos ciento sesenta kilómetros tierra adentro, Fawcett viajó en una carreta tirada por un buey, que traqueteó y chirrió mientras el conductor fustigaba el lomo del animal, espoleándolo por la carretera de montaña que transcurría entre arrozales y plantaciones de té. En Badulla, Fawcett preguntó a un terrateniente británico si había oído hablar de un lugar llamado Galla-pita-Galla.

– Me temo que no puedo ayudarle -le contestó el hombre-. Allí arriba hay unas ruinas a las que llaman Baño del Rey, que en el pasado podría haber sido un depósito o algo así, pero en cuanto a las rocas… ¡caray!, ¡pero si todo son rocas!

Recomendó a Fawcett que hablara con el jefe del lugar, Jumna Das, y descendiente de los reyes kandianos, que gobernaron el país hasta 1815.

– Si alguien puede decirle dónde está Galla-pita-Galla, es él -le dijo el inglés.19

Aquella noche, Fawcett encontró a Jumna Das, un anciano alto y con una elegante barba blanca. Das le contó que se rumoreaba que el tesoro de los reyes kandianos había sido enterrado en aquella región. No cabía duda, prosiguió Das, de que los restos arqueológicos y los depósitos de minerales reposaban en las laderas de las colinas situadas al sudeste de Badulla, tal vez cerca de Galla-pita-Galla.

Fawcett fue incapaz de encontrar el tesoro, pero la perspectiva de las joyas refulgía aún en sus pensamientos. «¿Con qué disfruta más el perro de caza: con la persecución o dando muerte a la presa?»,20 se preguntó. Tiempo después volvió a partir con un mapa. En esa ocasión, con la ayuda de un equipo de obreros a los que había contratado, descubrió un enclave que parecía guardar semejanza con la cueva descrita en la nota. Durante horas, los hombres cavaron y los montículos de tierra fueron creciendo a su alrededor, pero lo único que desenterraron fueron fragmentos de cerámica y una cobra blanca que aterró a los obreros e hizo que huyeran como alma que lleva el diablo.

Pese al fracaso, Fawcett disfrutó con aquella incursión que le permitió distanciarse de todo cuanto conocía. «Ceilán es un país muy antiguo, y los pueblos antiguos poseían más sabiduría de la que nosotros tenemos hoy»,21 dijo Das a Fawcett.

Aquella primavera, tras regresar a regañadientes a Fort Frederick, Fawcett supo que el archiduque Francisco Fernando, sobrino del emperador austrohúngaro, tenía previsto visitar Ceilán. Se anunció una fiesta de gala en su honor a la que asistió gran parte de la élite gobernante. Los hombres acudieron con fracs negros y pañuelos blancos de seda anudados al cuello; las mujeres, con abultadas faldas con miriñaque y corsés tan ceñidos que les dificultaban la respiración. Fawcett, que llevó su atuendo más ceremonioso, resultó una presencia imponente y carismática.

«Es obvio que despierta cierta fascinación en las mujeres»,22 observó un pariente. En ocasión de un acto benéfico, un periodista comentó que «el modo en que las mujeres le respetaban era digno de un rey».23 Durante la fiesta, Fawcett no conoció personalmente al archiduque, pero sí le llamó la atención una muchacha que le resultó cautivadora: no aparentaba tener más de diecisiete o dieciocho años, de tez pálida y cabello castaño recogido en la nuca, un peinado que resaltaba sus rasgos exquisitos. Se llamaba Nina Agnes Paterson y era hija de un magistrado colonial.

Aunque Fawcett nunca lo reconoció, debió de sentir algunos de los anhelos que tanto le aterraban. (Entre sus documentos conservaba la advertencia de un adivino: «Los mayores peligros que le acecharán provendrán de las mujeres, que se sienten muy atraídas por usted, y por quienes usted siente también gran atracción, si bien le acarrearán más dolor y problemas que cualquier otra cosa».) Dado que el protocolo social no le permitía acercarse a Nina e invitarla a bailar, tenía que buscar a alguien que los presentara oficialmente, y así lo hizo.

Aunque era una joven vehemente y frívola, Nina también era extremadamente culta. Hablaba alemán y francés, y se había formado en geografía, estudios religiosos y Shakespeare. Compartía con Fawcett un carácter impetuoso (abogaba por los derechos de la mujer) y una curiosidad que saciaba a solas (le gustaba explorar la isla y leer textos budistas).