Al día siguiente, Fawcett escribió a su madre para decirle que había conocido a la mujer ideal, «la única con la que deseo casarme».24 Nina vivía con su familia en una enorme casa repleta de sirvientes en el extremo opuesto de la isla, en Galle. Fawcett la visitaba a menudo con el fin de cortejarla. Empezó a llamarla Cheeky («pilla»), en parte, según afirmó un miembro de la familia, porque «ella siempre tenía que tener la última palabra»;25 Nina le llamaba Puggy («pequeño dogo»), por su tenacidad. «Era muy feliz y no sentía sino admiración por el carácter de Percy: un hombre austero, serio y generoso»,26 comentaría tiempo después Nina a un periodista.
El 29 de octubre de 1890, dos años después de conocerla, Fawcett le propuso matrimonio. «Mi vida no tiene sentido sin ti»,27 le dijo. Nina aceptó de inmediato y su familia organizó una fiesta para celebrarlo. Pero, según afirmaron varios parientes, algunos miembros de la familia de Fawcett se opusieron al compromiso y, recurriendo a una mentira, pretextaron que Nina no era la dama que él creía; en otras palabras, que no era virgen. No está claro el motivo por el que la familia se oponía a ese enlace y lanzó aquella acusación, pero todo indica que el eje de las maquinaciones fue la madre de Fawcett. En una carta que escribió años después a Conan Doyle, Fawcett daba a entender que su madre había sido «una vieja tonta y una vieja horrenda por ser tan odiosa» con Nina, y que «tenía mucho que compensar».28 En aquel tiempo, no obstante, Fawcett no desató su ira contra su madre sino contra Nina. Le escribió una carta en la que le dijo: «No eres la chica pura que creía que eras».29 Y puso fin al compromiso.
Durante años no tuvieron contacto alguno. Fawcett siguió en el fuerte, donde, desde lo alto de los acantilados, podía ver una columna erigida en memoria de una doncella holandesa que, en 1687, se había arrojado al mar después de que su prometido la abandonara. Nina regresó a Gran Bretaña. «Tardé mucho tiempo en recuperarme de aquel golpe»,30 confesó tiempo después a un periodista, si bien ocultó el verdadero motivo de la decisión de Fawcett. Un tiempo después conoció a un capitán del ejército llamado Herbert Christie Prichard, quien desconocía la acusación lanzada contra ella o bien se negó a creerla. En el verano de 1897 se casaron. Pero cinco meses después, él murió de una embolia cerebral. Según palabras de Nina, «el destino me golpeó cruelmente por segunda vez». 31
Se cree que, instantes antes de morir, Prichard le dijo: «Ve… ¡y cásate con Fawcett! Él es el hombre apropiado para ti».32 Para entonces, Fawcett había descubierto ya el engaño de su familia y, según un pariente, escribió a Nina y «le suplicó que le aceptara de nuevo».33
«Yo creía que ya no le amaba -confesó Nina-. Creía que, con su brutal comportamiento, había matado la pasión que había sentido por él.» Sin embargo, cuando volvieron a encontrarse, ella no tuvo arrestos de rechazarle: «Nos miramos y, esta vez invencible, la felicidad nos arrobó a ambos. ¡Habíamos vuelto a encontrarnos!».34
El 31 de enero de 1901, nueve días después de la muerte de la reina Victoria, que puso fin a un reinado que había durado más de sesenta y cuatro años, Nina Paterson y Percy Harrison Fawcett finalmente se casaron, y se instalaron en el fuerte militar de Ceilán. En mayo de 1903 nació su primer hijo, Jack. Se parecía a su padre, aunque tenía la tez más clara y había heredado los rasgos delicados de su madre. «Un niño especialmente guapo -escribió Fawcett. Jack parecía poseer un talento prodigioso, al menos para sus padres-. Ya corría a los siete meses y hablaba con fluidez al año -se ufanaba Fawcett-. Estaba y está, física e intelectualmente, muy adelantado.»35
Aunque Ceilán se había convertido para su esposa y su hijo en un «paraíso terrenal», a Fawcett empezaron a irritarle las restricciones de la sociedad victoriana. Era un ser solitario, demasiado ambicioso y obstinado («audaz hasta rayar en la irreflexión», lo definió un observador), y con excesivas inquietudes intelectuales para encajar en el cuerpo de oficiales. Si bien su esposa había atenuado en parte su carácter taciturno, él seguía siendo, según sus propias palabras, un «lobo solitario», decidido a «buscar caminos por mí mismo en lugar de seguir los que ya están rulados».36
Esos caminos le llevaron hasta uno de los personajes menos convencionales de la época victoriana: Helena Petrovna Blavatsky, o, como se la solía llamar, madame Blavatsky. 37 A finales del siglo xix, Blavatsky, quien aseguraba tener poderes psíquicos, estuvo a punto de crear un movimiento religioso con visos de perdurar. Marión Meade, una de sus biógrafas más imparciales, escribió que, a lo largo de su vida, se produjeron encendidos debates entre individuos de diferentes nacionalidades sobre si era «un genio, una impostora consumada o sencillamente una lunática. En aquel entonces, podrían haberse presentado excelentes argumentos para defender cualquiera de las tres teorías».38 Nacida en Rusia en 1831, Blavatsky era baja y muy corpulenta, con ojos protuberantes y múltiples pliegues de carne bajo el mentón. Tenía la cara tan ancha que muchos sospechaban que se trataba de un hombre. Proclamaba que era virgen (en realidad, tuvo dos esposos y un hijo ilegítimo) y apóstol del ascetismo (fumaba hasta doscientos cigarrillos al día y blasfemaba como un soldado). Meade escribió: «Pesaba más que otras personas, comía más, fumaba más, blasfemaba más, y visualizaba el cielo y la tierra en términos que empequeñecían cualquier concepción previa».39 El poeta William Butler Yeats, que sucumbió a su embrujo, la describió como «la persona viva más humana».40
Durante sus viajes por América y Europa a lo largo de las décadas de 1870 y 1880, fue reuniendo a seguidores fascinados por sus extraños encantos y por sus apetitos góticos, y, sobre todo, por sus poderes para, al parecer, levitar objetos y hablar con los muertos. La cada vez mayor importancia de la ciencia en el siglo xix había tenido un efecto paradójico: además de socavar la fe en el cristianismo y poner en duda el contenido de la Biblia, generó un inmenso vacío a la hora de explicar los misterios del universo que subyacían a los microbios, a la evolución y a la codicia capitalista. George Bernard Shaw escribió que tal vez nunca antes tanta gente había sido «adicta a las mesas parlantes, a las sesiones de espiritismo y materialización, a la clarividencia, a la quiromancia, a las bolas de cristal y similares».41
Los nuevos poderes de la ciencia para aprovechar fuerzas invisibles a menudo hicieron que estas creencias resultaran más verosímiles, en lugar de desacreditarlas. Si los fonógrafos podían captar voces humanas y los telégrafos podían enviar mensajes de un continente a otro, ¿acaso no podría la ciencia acabar desentrañando el misterio del más allá? En 1882, varios de los científicos más prestigiosos de Inglaterra fundaron la Society for Psychical Research. Entre sus miembros pronto se contaron un primer ministro y varios premios Nobel, así como Alfred Tennyson, Sigmund Freud y Alfred Russel Wallace, quien, junto con Darwin, desarrolló la teoría de la evolución. Conan Doyle, que con Sherlock Holmes había plasmado el poder de la mente racional, pasó años intentando confirmar la existencia de hadas y espíritus. «Supongo que yo soy Sherlock Holmes, si es que alguien lo es, y digo que los argumentos del espiritualismo están absolutamente demostrados»,42 declaró Conan Doyle en una ocasión.