Mientras madame Blavatsky seguía practicando sus artes de médium, poco a poco fue desviando su atención hacia fronteras psíquicas más ambiciosas. Intentó crear una nueva religión llamada «teosofía», o «sabiduría de los dioses», tras asegurar ser el canal de una hermandad de mahatmas tibetanos reencarnados. Este credo se basaba en gran medida en doctrinas ocultas y religiones orientales, sobre todo en el budismo, y para muchos occidentales representó una especie de contracultura, saturada de vegetarianismo. Como observó la historiadora Janet Oppenheim en The Other World: «Para aquellos que querían rebelarse de forma radical contra las restricciones de la moral victoriana -al margen de cómo percibieran ese esquivo concepto-, el sabor de la herejía debió de resultar especialmente atractivo al estar ideada por una foránea tan descarada como H. P. Blavatsky».43
Algunos teósofos, llevando aún más lejos su herejía, se hicieron budistas y se alinearon con líderes religiosos en la India y Ceilán, quienes se oponían al poder colonial. Entre estos teósofos se encontraba el hermano mayor de Fawcett, Edward, a quien Percy siempre admiró. Edward, escalador de tremenda envergadura física, que siempre llevaba un monóculo de oro, había sido un niño prodigio: publicó un poema épico a los trece años. Ayudó a Blavatsky a documentarse y a escribir en 1893 su opera magna, La doctrina secreta del hombre. En 1890 viajó a Ceilán, donde Percy estaba destacado, para recibir el Pansil, o los cinco preceptos del budismo, que incluyen los votos de no matar, no beber alcohol ni cometer adulterio. Un periódico indio cubrió la ceremonia con el título «Conversión de un inglés al budismo»:
La ceremonia comenzó hacia las 8.30 en el sactum sanctorum del Buddhist Hall, donde el Sumo Sacerdote Sumangala examinó al candidato. Satisfecho con la apariencia del señor Fawcett, el Sumo Sacerdote […] dijo que era un enorme placer para él presentar al señor Fawcett, un erudito inglés […]. El señor Fawcett se puso en pie y suplicó al Sumo Sacerdote que le concediera el Pansil. El Sumo Sacerdote asintió y el Pansil le fue concedido; el señor Fawcett fue repitiéndolo tras el Sumo Sacerdote. En la última frase de los Cinco Preceptos, el budista inglés fue bulliciosamente vitoreado por sus correligionarios presentes.44
En otra ocasión, según miembros de la familia, Percy Fawcett, aparentemente inspirado por su hermano, también recibió el Pansil; un acto que, para un oficial colonial que debía sofocar a los budistas y promover el cristianismo en la isla, era del todo sedicioso. En The Victorians, el novelista e historiador A. N. Wilson apuntó: «Hay algo maravillosamente subversivo en aquellos occidentales que, en el momento preciso de la historia en que las razas blancas imponían el imperialismo en Egipto y Asia, sucumbieron a la sabiduría oriental, incluso en sus formas tergiversadas y absurdas».45 Otros eruditos señalan que los europeos del siglo xix y principios del xx -incluso aquellos movidos por una motivación más benévola- promovieron una imagen aún más exótica de Oriente, lo cual tan solo contribuyó a legitimar el imperialismo. Fawcett consideraba que todo cuanto le habían enseñado en la vida acerca de la superioridad de la civilización occidental topaba de lleno contra lo que él experimentaba allende sus fronteras. «Transgredí una y otra vez las espantosas leyes de la conducta tradicional, pero haciéndolo aprendí mucho»,46 afirmó. Con los años, intentó reconciliar estas dos fuerzas opuestas, equilibrar su absolutismo moral y su relativismo cultural, pero ello le induciría a singulares contradicciones y a cometer herejías aún mayores.
Aquel precario equilibrio alimentaba aún más su fascinación por exploradores como Richard Francis Burton y David Livingstone, ambos muy apreciados, incluso venerados, por la sociedad victoriana, y aun así capaces de vivir al margen de ella. Fawcett devoró los relatos de sus aventuras en las penny presses, unas publicaciones diarias que se vendían por un penique y que se producían en grandes cantidades en imprentas a vapor. En 1953, Burton, disfrazado de peregrino musulmán, había conseguido entrar en La Meca. Cuatro años después, en la frenética carrera por encontrar las fuentes del Nilo, John Speke se había quedado casi ciego a consecuencia de una infección y prácticamente sordo al intentar extraerse con un punzón un escarabajo que le estaba perforando el oído interno. A finales de la década de 1860, el misionero David Livingstone, también a la búsqueda de las fuentes del Nilo, desapareció en el corazón de África. En enero de 1871, Henry Morton Stanley partió en su busca, jurando: «Ningún hombre vivo […] me detendrá. Solo la muerte me lo impedirá». Sorprendentemente, diez meses después Stanley culminó con éxito su misión, y pronunció su ya famoso saludo: «El doctor Livingstone, supongo». Livingstone, obcecado en proseguir con su exploración, se negó a regresar con él. Aquejado de una embolia, desorientado, con hemorragias internas y hambriento, murió en el noreste de Zambia en 1873. En sus últimos instantes de vida se postró para rezar. Su corazón, tal como él había pedido, fue enterrado allí, mientras que el resto de su cuerpo fue transportado a través del continente a hombros de sus seguidores, como si de un santo se tratara, y llevado de vuelta a Inglaterra, donde auténticas muchedumbres le rindieron homenaje en la abadía de Westminster.47
Tiempo después, Fawcett trabó amistad con el novelista que retrató de forma más vivida este mundo del aventurero-erudito Victoriano: sir Henry Rider Haggard. En 1885, Haggard publicó Las minas del rey Salomón, que se promocionó como «EL LIBRO MÁS ASOMBROSO JAMÁS ESCRITO». Al igual que muchas otras novelas épicas y de aventuras, se inspiró en cuentos populares y mitos, como el del Santo Grial. Su héroe es el paradigmático Allan Quatermain, un sensato cazador de elefantes que busca un alijo de diamantes en África con la ayuda de un mapa trazado con sangre. V. S. Pritchett observó que «mientras que E. M. Forster habló en una ocasión del novelista que lanzaba un cubo al fondo del subconsciente», Haggard «instaló una bomba de succión. Drenó todo el depósito de deseos secretos del público».48
Fawcett no tuvo que hurgar tanto para ver sus deseos derramados sobre la hoja en blanco. Tras abandonar la teosofía, su hermano mayor, Edward, se reinventó como popular escritor de aventuras y durante un tiempo fue aclamado como el equivalente inglés de Julio Verne. En 1894 publicó Swallowed by an Earthquake, que narra la historia de un grupo de amigos que son arrojados a un mundo subterráneo, donde hallan dinosaurios y una tribu de «hombres salvajes que comen hombres».49
Fue la siguiente novela de Edward, no obstante, la que reflejó con mayor exactitud las fantasías íntimas de su hermano menor -y que, en muchos sentidos, predijo de forma escalofriante el futuro de Percy-. Titulada The Secret of the Desert y publicada en 1895, en su cubierta de color rojo sangre aparecía la ilustración de un explorador ataviado con un salacot y colgado de una soga sobre el muro de un palacio. La trama se centra en un cartógrafo y arqueólogo aficionado llamado Arthur Manners, quien personificaba la sensibilidad victoriana.
Financiado por un organismo científico, Manners, el «más audaz de los viajeros»,50 abandona la pintoresca campiña británica para explorar la peligrosa región central de Arabia. Decidido a viajar solo («posiblemente creyendo que sería mucho mejor disfrutar también en solitario de la fama que pudiera aguardarle»),51 Manners se interna en las profundidades del Gran Desierto Rojo en busca de tribus y yacimientos arqueológicos desconocidos. Tras dos años sin tener noticias de él, en Inglaterra muchos temen que haya muerto de hambre o que alguna tribu lo haya hecho prisionero. Tres colegas de Manners se lanzan en una misión de rescate a bordo de un vehículo blindado que uno de ellos ha construido, un artilugio futurista que, como el submarino de Verne en Veinte mil leguas de viaje submarino, refleja tanto el progreso como las aterradoras capacidades de la civilización europea. La expedición averigua que Manners se había dirigido hacia el legendario Oasis de las Gacelas, del que se decía que albergaba «extrañas ruinas, reliquias de alguna raza de, sin duda, gran renombre en el pasado, pero ahora completamente olvidada».52 Todo aquel que ha intentado llegar a él ha desaparecido o muerto asesinado. En su travesía hacia el oasis, los amigos de Manners se quedan sin víveres: «Nosotros, aspirantes a rescatadores, somos hombres extraviados».53 Pero entonces avistan una charca de aguas trémulas: el Oasis de las Gacelas. Y junto a él se hallan las ruinas de un templo repleto de tesoros. «Sentí una inmensa admiración por esa raza olvidada que había erigido esta magnífica estructura»,54 afirma el narrador.