A las diez y cuarto, Tung Chih, Nuharoo y yo salimos de nuestros palacios y nos dirigimos en nuestros respectivos palanquines al palacio de la Armonía Suprema. El sonido seco de un látigo anunció nuestra llegada. Aunque lleno de miles de personas, el patio estaba en silencio; solo se oían los pasos de los porteadores. Me vino a la memoria el recuerdo de mi primera entrada en la Ciudad Prohibida y tuve que contener las lágrimas.
Con su tío, el príncipe Ch’un, como guía, Tung Chih entró en el salón por primera vez como emperador de China. Al unísono la multitud se arrodilló y tocó el suelo con la frente.
An-te-hai, que llevaba su túnica verde con dibujos de pinos, caminaba a mi lado. Llevaba mi pipa, una nueva afición que me relajaba. Recordé haberle preguntado unos días antes qué era lo que más deseaba; quería recompensarle. Tímidamente me dijo que le gustaría casarse y adoptar niños. Creía que su posición y riqueza atraerían a las damas de su elección y que no había perdido del todo su hombría.
No sabía si debía animarle a hacerlo, ya que comprendía su pasión frustrada. De no vivir en la Ciudad Prohibida, yo misma habría sido su amante. Al igual que él, yo alimentaba mis fantasías sobre intimidades y placeres. Me pesaba la viudedad y la soledad casi me hacía enloquecer. Solo el miedo de que me descubrieran, y que ello pusiera en peligro el futuro de Tung Chih, me detuvo.
Me senté junto a Nuharoo y detrás de mi hijo. Con la barbilla alta, recibí los kowtows de los miembros de la corte, el gobierno y los familiares reales encabezados por el príncipe Kung. El príncipe parecía más guapo y joven al lado de los ancianos funcionarios de cabellos grises y barba blanca. Acababa de cumplir los veintiocho años.
Miré furtivamente a Nuharoo y una vez más me cautivó su bello perfil. Vestía su nueva túnica del fénix dorada con su tocado y sus pendientes a juego. Asentía grácilmente y movía su barbilla, sonriendo a todo el mundo que se le acercaba. Sus sensuales labios formaban una palabra murmurada: «Levántate».
Yo no disfrutaba tanto como Nuharoo. Mi mente se remontó al lago de Wuhu, donde nadaba cuando era niña. Recordaba la suave frescura del agua y lo absolutamente libre que me sentía cazando patos salvajes. Ahora era la mujer más poderosa de China, pero mi espíritu seguía pegado a ese ataúd vacío con mi nombre y mi título tallado en la fría piedra.
Otra persona compartía mi sentimiento. Noté que Yung Lu me observaba desde un rincón de la sala. Últimamente había estado demasiado ocupada con la sombra de Su Shun como para permitirme pensar en Yung Lu. Ahora, sentada en mi trono, veía la expresión de su cara y sentía su deseo. Mi corazón coqueteaba con él mientras me sentaba con cara seria.
El príncipe Kung anunció el fin de la audiencia. La sala nos presentó sus respetos a Nuharoo y a mí y, mientras nos levantábamos de nuestros asientos, noté que los ojos de Yung Lu me seguían, pero no me atreví a devolverle la mirada.
Esa noche, cuando An-te-hai vino a mí, lo aparté. Estaba frustrada y disgustada conmigo misma.
An-te-hai ocultó su cara con las dos manos hasta que le ordené que se fuera. Tenía las mejillas coloradas como dos panecillos ardientes. An-te-hai me dijo que no soportaba mi sufrimiento e insistió en que comprendía lo que estaba ocurriendo. Agradeció al cielo que le hubiera hecho eunuco y dijo que su vida tenía sentido para compartir mi inconmensurable pena.
– No debe de ser demasiado diferente, mi señora -murmuró. Luego dijo algo que yo no me esperaba-. Existe una oportunidad de complaceros, mi señora. Si estuviera en vuestro lugar, me apresuraría a encontrar una excusa.
Al principio no sabía de qué estaba hablando, pero luego lo comprendí. Levanté la mano y la dejé caer pesadamente sobre el rostro del eunuco.
– ¡Cerdo!
– ¡De nada, mi señora! -El eunuco estiró el cuello como si estuviera preparado para otro golpe-. Pegadme cuanto deseéis, mi señora. He dicho lo que debía. Mañana empezará la ceremonia oficial del entierro. La emperatriz Nuharoo ya ha declinado ir. El emperador Tung Chih también está excusado, pues el tiempo es demasiado frío. Vos seréis la única que representará a la familia y realizará la ceremonia de despedida en el lugar de la tumba. ¡La persona que os escoltará será el comandante en jefe Yung Lu! -Se quedó en silencio, atrayéndome con unos ojos brillantes de emoción-. El viaje hasta la tumba -susurró- es largo y solitario, pero puede ser placentero, mi señora.
Fui a ver a Nuharoo para que me confirmara lo que An-te-hai me había dicho. Le supliqué que cambiara de opinión y viniera conmigo a la tumba. Se negó, alegando que estaba ocupada con su nueva afición: coleccionar piezas de cristal europeas.
– Mira lo fascinantes que son esos árboles de cristal -dijo señalando una habitación llena de objetos brillantes.
Árboles de cristal que llegaban hasta los hombros, matorrales de cristal que llegaban hasta la rodilla con campanillas colgadas de ellos. Una y otra caja y uno y otro jarro estaban llenos de flores de cristal. Del techo colgaban bolas de cristal de color plata que sustituían a los faroles chinos. Nuharoo insistió en que cogiera una de las piezas para ponerla en mi palacio. Sabía que no la iba a colgar de la pared ni en mi jardín. Lo que quería era que volvieran mis peces y mis aves. Quería tener pavos reales que me saludaran cada mañana y palomas volando alrededor de mi tejado con silbatos y campanillas atados a sus patas. Ya había empezado la restauración de mi jardín y An-te-hai había empezado a adiestrar a los nuevos loros. Les había puesto los nombres de sus predecesores, Sabio, Poeta, Sacerdote Tang y Confucio. Pagó a un artesano para que tallara un búho de madera al que maliciosamente llamó Su Shun.
Regresé a mi palacio con las mejillas encendidas de caminar por la nieve. Nunca me había sentido tan vulnerable. Deseaba que sucediera algo que no debería suceder. No podía contemplar mis sentimientos con perspectiva. Temía que mi rostro desvelara mis pensamientos. Toda la noche intenté quitarme las extrañas imágenes de la cabeza. Yo estaba en lo alto de un acantilado; si daba un paso, me caería y mi hijo se vería obligado a tirarme una cuerda. Mi corazón esperaba con ilusión lo que sucedería de camino a la tumba, pero mi cabeza volvía otra vez con mi hijo.
Mis pensamientos fueron los causantes de que el viaje se me hiciera muy largo. Estaba llena de ansiedad y desesperación. Yung Lu permanecía fuera de mi vista incluso cuando nos deteníamos en las mansiones de los gobernadores provinciales a pasar la noche. Me envió sus soldados para que me ayudaran y me pidió que le excusara cuando requerí su presencia.
Estaba dolida; si sabíamos que nos gustábamos y que nuestra relación estaba prohibida, habría sido más fácil para los dos reconocer nuestros sentimientos. Podíamos reconvertir la situación en algo bueno y al menos relajarnos o cuidarnos. Sabía que sería duro hablar de semejantes emociones, pero compartir el dolor era todo lo que podíamos lograr.
Estaba frustrada por no haber tenido la oportunidad de expresarle mi gratitud y admiración. Al fin y al cabo, me había salvado la vida. Me dolía su lejanía y me parecía extraño que hubiera quitado importancia a su cometido en mi rescate. Me dejó bien claro que si hubiera sido Nuharoo la que estaba en el saco de yute, no se habría comportado de manera diferente. Después de su ascenso, me devolvió un ruyi que le había enviado. Me dijo que no lo merecía y eso me hizo pensar que me estaba engañando a mí misma. Me quería dar a entender que había habido un momento de atracción entre nosotros, pero que por su parte había tenido corta vida.
Sentada dentro del palanquín, tenía mucho tiempo para oír mis propios pensamientos. Sentía que yo tenía dos caracteres diferentes. Uno sano; esta mente creía que había que pagar un precio por estar donde estaba y que debía sufrir mi viudedad en secreto hasta que muriera. Este carácter intentaba convencerme de que ser la gobernante de China me proporcionaría sus propias satisfacciones. El otro, el carácter insano, discrepaba; se sentía profundamente atrapado y me consideraba la mujer más necesitada de China, más pobre que una campesina.