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No podía decidirme por un lado ni por otro. No creía que tuviera el derecho a deshonrar al emperador Hsien Feng, pero también creía que no era justo que tuviera que pasar el resto de mi vida aislada y solitaria. Me advertí una y otra vez repasando ejemplos históricos de concubinas imperiales viudas cuyas citas habían acabado con severos castigos. Cada noche veía cómo me descuartizaban, pero Yung Lu no se me quitaba de la cabeza.

Intenté dominar mis sentimientos del único modo que podía. Por An-te-hai y Li Lien-ying, supe que Yung Lu no tenía relaciones sentimentales aun cuando las alcahuetas llamaban a su puerta. Pensé que yo podía hacerlo mejor y me convencí de que el papel de alcahueta me liberaría de mi dolor. Necesitaba enfrentarme a él con el pulso normal, porque la supervivencia de Tung Chih dependía de la armonía que reinase entre nosotros.

Invité al príncipe Ch’un y a Yung Lu a tomar el té en mi tienda. Mi cuñado llegó pronto y le pregunté por la salud de su bebé y de mi hermana Rong. Rompió a llorar y me dijo que mi sobrino había muerto. Culpaba a su mujer y decía que el bebé había muerto de malnutrición. No podía creerlo, pero luego me di cuenta de que podía ser cierto. Mi hermana tenía ideas extrañas sobre la comida. No creía en alimentar a su hijo «hasta que se convirtiera en un Buda de vientre grueso»; por tanto nunca dejaba que el bebé comiera hasta llenarse. Nadie supo que aquello fue debido a la enfermedad mental de Rong hasta que dos de sus otros hijos también murieron en la infancia.

El príncipe Ch’un me suplicó que hiciera algo para frenar a Rong, pues volvía a estar embarazada. Le prometí que le ayudaría y le aconsejé que tomara un poco de vino de ñame. En mitad de la conversación, llegó Yung Lu vestido con su uniforme y con las botas llenas de barro. Se sentó en silencio y tomó un cuenco de vino de ñame. Le observé mientras seguíamos hablando con el príncipe Ch’un.

Nuestra charla iba de nuestros hijos a nuestros padres, del emperador Hsien Feng al príncipe Kung. Hablamos de lo bien que habían salidos las cosas y de la suerte de nuestro triunfo sobre Su Shun. Quería que discutiéramos las empresas que teníamos por delante, la inestable situación de los Taiping, los tratados y negociaciones con las potencias extranjeras, pero el príncipe Ch’un se aburría y bostezaba.

Yung Lu y yo nos sentamos frente a frente. Le vi beber cinco cuencos de vino de ñame; tenía la cara enrojecida, pero no hablaba conmigo.

– Yung Lu es atractivo incluso a los ojos de los hombres -dijo An-te-hai aquella noche arropándome amorosamente con las mantas-. Admiro vuestra fuerza de voluntad, mi señora, pero estoy desconcertado por vuestras acciones. ¿Qué bien os hace eso cuando parece que no os importa en absoluto?

– Disfruto de su presencia y eso es todo lo que me puedo permitir -le expliqué mirando al techo de la tienda y sabiendo que me esperaba una dura noche.

– No lo entiendo -confesó el eunuco.

Suspiré.

– Dime, An-te-hai, ¿es cierta esa máxima que dice que si uno afila una barra de hierro, la barra se convierte en una aguja?

– No sé de qué está hecho el corazón de las personas, mi señora, así que yo diría que no estoy seguro.

– Intento convencerme a mí misma de que hay otras cosas interesantes en el mundo por las que merece la pena vivir además de… intentar conseguir lo imposible.

– El resultado puede ser la muerte.

– Sí, como una polilla no puede resistirse a la llama. La cuestión es ¿puedo hacer otra cosa?

– El amor es venenoso en este sentido, pero uno no puede vivir sin amor. -Su voz era firme y llena de confianza en sí mismo-. Es una devoción involuntaria.

– Me temo que no es mi único vistazo al río siempre cambiante del sufrimiento.

– Sin embargo, vuestro corazón se niega a protegerse.

– ¿Puede alguien protegerse del amor?

– Lo cierto es que no podéis dejar de preocuparos por Yung Lu.

– Debe de haber distintos modos de amor.

– Él también os lleva en su corazón, mi señora.

– Que el cielo tenga piedad de él.

– ¿Tenéis vos modos de consolaros a vos misma? -preguntó An-te-hai.

– Estoy pensando en convertirme en una alcahueta.

El eunuco parecía horrorizado.

– Estáis loca, mi señora.

– No hay otro modo.

– ¿Y vuestro corazón, mi señora? ¿Queréis que sangre hasta la muerte? ¡Si me hiciera rico por recoger vuestras lágrimas del cielo, mi riqueza superaría a la de Tseng Kou-fan!

– Mi deseo se extinguirá una vez Yung Lu esté comprometido. Me obligaré; ayudándole a él, me ayudaré a mí misma.

An-te-hai bajó la cabeza.

– Lo necesitáis demasiado para…

– Debo… -No pude acabar la frase.

– ¿Habéis pensado alguna vez en lo que haríais si él viniera, digamos esta noche, a medianoche, por ejemplo? -me preguntó el eunuco después de un momento de silencio.

– ¿Qué estás diciendo?

– Sabiendo lo que vuestros corazones desean, mi señora, sabiendo que es seguro, que no estamos dentro de la Ciudad Prohibida, yo cedería a la tentación… es decir, deberíais invitarlo a venir.

– ¡No, no lo harás!

– Si pudiera controlarme, mi señora, si no os amara tanto.

– Prométemelo, An-te-hai. ¡Prométeme que no harás eso!

– Entonces golpeadme, porque mi deseo es veros sonreír otra vez. Creeréis que estoy loco, pero debo expresarme. Quiero que vuestro amor se vea satisfecho tanto como desearía recuperar mi hombría. No puedo dejar pasar semejante oportunidad.

Yo daba vueltas dentro de la tienda. Sabía que An-te-hai tenía razón y que necesitaba hacer algo antes de que la situación me superase. No era difícil ver que mi pasión por Yung Lu conduciría a la derrota de mi sueño por Tung Chih.

Llamé a Li Lien-yin.

– Ve a traer artistas del teatro local -le ordené.

– Sí, mi señora, ahora mismo.

– Las bailarinas nocturnas -especificó An-te-hai para asegurarse de que su discípulo comprendía a qué me refería.

Li Lien-yin me hizo una reverencia tocando el suelo con la frente.

– Sé un buen lugar a medio kilómetro de aquí, el pueblo de Melocotón.

– Envía a tres de sus mejores chicas a Yung Lu ahora mismo -le insté, y luego añadí-: Di que es un regalo de mi parte.

– Sí, su majestad.

Y el eunuco se fue.

Levanté la cortina y miré a Li Lien-yin desaparecer en la noche. Notaba una pesadez insoportable y aplastante. Me sentía como si tuviera el estómago lleno de piedras. No quedaba nada de la muchacha que había llegado a Pekín en el deslustrado crepúsculo de una mañana de verano diez años antes. Ella era ingenua, confiada y curiosa, rebosaba juventud, cálidas emociones y estaba presta a probar la vida. Los años que había pasado dentro de la Ciudad Prohibida habían formado un caparazón en torno a ella y el caparazón se había endurecido. Los historiadores la describirían como cruel y despiadada, dirían que su voluntad de hierro la llevaba de una crisis a otra.

Cuando me di media vuelta, An-te-hai me miraba con una expresión desconcertada.

– Soy como cualquier otra persona -exclamé-. No tenía dónde refugiarme.

– Habéis hecho lo imposible, mi señora.

Al día siguiente no había viento. Los rayos del sol se filtraban a través de las finas nubes. En el palanquín mis pensamientos se calmaron. Creía que ahora podía pensar en Yung Yu de otro modo, me sentía menos incómoda. Mi corazón aceptaba lo que había pasado y se levantaba lentamente de las ruinas. Por primera vez en mucho tiempo, sentí brotar la esperanza dentro de mí. Me convertiría en una mujer que había experimentado lo peor, así que no tenía nada que temer.