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Su Shun era eficaz y riguroso. Se centró en un solo caso muy destacado de corrupción relativa al examen de acceso a la administración pública imperial. El examen se celebraba cada año y afectaba a las vidas de miles de personas de todo el país. En su informe para el emperador Hsien Feng, Su Shun acusó a cinco jueces de alto rango de aceptar sobornos. En él presentó también noventa y un casos de manipulación de las puntuaciones de la prueba y puso en entredicho al número uno de la promoción del año anterior. Para restaurar la reputación de la administración pública, el emperador ordenó decapitar a los cinco jueces y al número uno de la promoción anterior. La gente aplaudió su acción y Su Shun se convirtió en un nombre famoso.

Otra acción de Su Shun le deparó aún mayores honores; persiguió a los bancos que falsificaban taels. Uno de los mayores estafadores resultó ser su mejor amigo, Huang Shan-li. Huang había salvado una vez a Su Shun de ser asesinado por un acreedor implacable, así que todo el mundo pronosticó que Su Shun encontraría el modo de exonerar a su amigo, pero Su Shun demostró que, ante todo, era leal al emperador.

El otro hombre cuya opinión valoraba el emperador Hsien Feng era el príncipe Kung. Una vez el emperador admitió delante de mí no tener el talento del príncipe Kung, como tampoco sus demás hermanastros, el príncipe Tseng y el príncipe Ch’un, lo tenían. Tseng era «un perdedor que se cree un triunfador» y Ch’un era «honesto, pero no demasiado brillante».

Al principio no estaba de acuerdo con mi marido. La seriedad y la naturaleza polemista del príncipe Kung podía resultar distanciadora, pero a medida que fui conociéndolo más, mi opinión sobre él fue cambiando. Se crecía en las dificultades. El emperador Hsien Feng era demasiado delicado, sensible y, sobre todo, profundamente inseguro. Claro que nadie era consciente de ello, pues solía ocultar su temor bajo un manto de arrogancia y firmeza. Cuando tenían que tratar una pérdida, la mente de Hsien Feng caía en el fatalismo, mientras que su hermano conservaba una mirada más optimista.

Se me hacía extraño pasar el tiempo con ambos hombres. Al igual que millones de muchachas en China, había crecido oyendo historias sobre sus vidas privadas. Antes de que Hermana Mayor Fann me contase los detalles, yo ya sabía los rasgos generales de la trágica muerte de la emperatriz Chu An. Cuando Hsien Feng me la describió con sus propias palabras, sonaba trivial e incluso falsa. No recordaba la escena de la despedida de su madre.

– Ningún eunuco aguardaba fuera sujetando una cuerda de seda blanca e instándola a cumplir con su destino. -El tono de su majestad era monótono e imperturbable-. Mi madre me acostó en la cama y cuando desperté me dijeron que estaba muerta; no volví a verla jamás.

Para el emperador Hsien Feng, la tragedia era una forma de vida, mientras que para mí era una ópera triste. El Hsien Feng de los seis años debió de sufrir mucho y seguía sufriendo como adulto, pero no se permitía tales sentimientos o tal vez ya no podía permitírselos. El emperador me dijo una vez que la Ciudad Prohibida no era más que una cabaña de paja ardiendo en un vasto desierto.

Los porteadores del palanquín subían despacio las colinas. Detrás de nosotros, los eunucos arrastraban una vaca, una cabra y un ciervo atados con cuerdas. El camino era tan abrupto que a veces teníamos que bajarnos de las sillas y caminar. Cuando llegamos al lugar de los ancestros, los eunucos hicieron un altar y depositaron en él incienso, comida y vino. El emperador Hsien Feng hizo una reverencia al cielo y articuló el mismo monólogo que había pronunciado tantas veces antes.

Arrodillada junto a él, tocaba el suelo con la frente y oraba para que su padre se mostrase misericordioso. Poco antes Hsien Feng quiso usar las palomas de An-te-hai para enviar mensajes a su padre en el cielo. Hizo que sus eunucos sustituyeran el silbido de las flautas por notas para su padre, que había compuesto minuciosamente él mismo. Por supuesto, no surtió efecto.

Yo albergaba la esperanza de que el emperador encauzara su energía hacia cosas más prácticas. Al regresar del templo, me dijo que le gustaría visitar a su hermano, el príncipe Kung, en su residencia, el jardín del Discernimiento, que quedaba a unos tres kilómetros por el camino de bajada. Casi llegué a creer que aquello era obra del espíritu de su padre. Le pregunté si podía continuar con él, y cuando me dijo que sí, me emocioné; había visto al príncipe Kung, pero nunca había hablado con él.

El palanquín de Hsien Feng era grande como una habitación. Sus costados eran de satén del color del sol y una luz tenue y amarilla nos bañaba en su interior. Me volví hacia su majestad:

– ¿Qué estás pensando? -me preguntó.

Yo sonreí.

– Me preguntaba qué tiene en mente el hijo del cielo.

– Te mostraré lo que tengo en mente -exclamó mientras sus manos me acariciaban entre los muslos.

– Aquí no, majestad -dije rechazándolo.

– Nadie frena al hijo del cielo.

– Los porteadores lo sabrán.

– ¿Y qué?

– Los rumores nacen y caminan por su propio pie. Mañana por la mañana su majestad la gran emperatriz escupirá cuando mencione mi nombre en la mesa del desayuno.

– ¿No hizo ella lo mismo con mi padre?

– No, majestad, no voy a hacerlo con vos.

– Yo lo haré.

– Aguardad hasta que estemos en el palacio, por favor.

Me atrajo hacia él; yo me debatí e intenté escapar de su abrazo.

– ¿No me quieres, Orquídea? Piénsalo, te estoy ofreciendo mis semillas.

– ¿Habláis de esas semillas cocinadas? ¿De las semillas que me dijisteis que no germinarían?

El palanquín se movía y se balanceaba; intenté quedarme quieta, pero era imposible; el emperador de China no estaba acostumbrado a reprimirse. El jefe de los porteadores y el eunuco jefe Shim empezaron a hablar entre ellos. Parecía que al jefe de los porteadores le preocupaba la seguridad de su majestad y quería detenerse para comprobar que todo iba bien. Shim sabía exactamente lo que estaba ocurriendo, así que ambos se enzarzaron en una discusión.

Entonces se me cayó uno de mis zapatos y el jefe eunuco Shim lo recogió. Shim puso el zapato en las narices del jefe de los porteadores, que por fin comprendió lo que sucedía, y dejaron de discutir. En aquel momento el emperador Hsien Feng alcanzó el clímax y el palanquín entero se sacudió. Shim volvió a ponerme con cuidado el zapato.

Me alegraba que nuestra escapada aliviara la depresión del emperador. Me llenó de elogios por mi complacencia, pero yo no era siempre tal como aparentaba. Por fuera era complaciente, fuerte y segura de mí misma, pero tras mi máscara me sentía aislada, tensa y, de un modo vago pero muy real, insatisfecha. El miedo nunca me abandonaba y pensaba constantemente en mis rivales. Me preguntaba cuánto tiempo pasaría hasta que otra ocupase mi lugar. Sus rostros deformados por los celos aparecían ante mí como una niebla invernal.

Estaba segura de que mis rivales habían enviado espías a vigilarme. El «ojo» podía ser uno de los propios asistentes del emperador. De ser así, ciertamente informarían de nuestras actividades en el palanquín. Un pequeño escándalo recorrería un largo camino. Para tres mil mujeres de la Ciudad Prohibida, yo era la ladrona que había robado el único semental, era quien les había robado la única posibilidad de maternidad y felicidad.

La desaparición de mi gata, Nieve, había sido una advertencia. An-te-hai la encontró en un pozo no lejos de mi palacio. Le habían arrancado su precioso pelaje blanco. Nadie reveló el nombre del asesino ni tampoco nadie me expresó sus condolencias. Como una extraña coincidencia, poco después se celebraron tres óperas en el Gran Teatro Changyi. ¿Era aquello una expresión de victoria o una celebración de venganza? Yo fui la única concubina a la que no invitaron. Me senté sola en mi jardín y escuché la música que flotaba por encima de la muralla.

An-te-hai también me informó de otro rumor. Un adivino había visitado el palacio y había vaticinado que algo terrible me sucedería antes de que acabara el invierno: un fantasma me estrangularía mientras dormía. Cada vez que nos cruzábamos, la expresión de los rostros de las demás damas me revelaba sus pensamientos; sus ojos se preguntaban: ¿cuándo?