– ¡Alguien será castigado! -exclamó el emperador Hsien Feng, que parecía más molesto que preocupado.
El príncipe Kung dejó el documento y suspiró.
– Es demasiado fácil decapitar a un par de alcaldes y gobernadores, pero nada nos devolverá las vidas perdidas. Necesitamos que las autoridades locales se ocupen de los que se han quedado sin hogar y organicen rescates.
Hsien Feng se tapó la cara con las manos.
– ¡No quiero oír más malas noticias! ¡Dejadme solo!
Como si no tuviera tiempo para pensar en el sufrimiento de su hermano, el príncipe Kung prosiguió:
– También necesito vuestro apoyo para establecer un Tsungli Yamen.
– ¿Qué es un Tsungli Yamen? -preguntó el emperador Hsien Feng-. Nunca había oído ese título.
– Una agencia nacional de asuntos exteriores.
– ¡Ah, el problema exterior! ¿Por qué no sigues adelante, si crees que lo necesitas?
– No puedo.
– ¿Qué te detiene?
– Su Shun, la corte, los ancianos de los clanes. Me encuentro con una fuerte oposición; la gente dice que si nuestros antepasados nunca lo han tenido, por qué vamos a convocarlo nosotros.
– Todo el mundo espera que el espíritu de nuestro padre obre un milagro -dijo el emperador frunciendo el ceño.
– Sí, majestad. Mientras tanto están llegando muchos más extranjeros. Nuestra mejor opción es levantar ciertas restricciones para recuperar gradualmente el control de la situación. Tal vez podamos echarlos un día, pero primero debemos tratarlos según las reglas que ambos acordemos. Los extranjeros llaman a estas reglas «ley», a grandes rasgos equivalente a lo que llamamos «principio». El Tsungli Yamen se encargará de hacer las leyes.
– Entonces, ¿qué quieres de mí? -preguntó el emperador Hsien Feng en un tono muy distante al entusiasmo.
– Me pondré en marcha si me concedéis fondos de maniobra. Mi gente necesita aprender idiomas extranjeros y, claro está, tengo que contratar extranjeros como profesores. Los extranjeros…
– ¡No soporto la palabra «extranjeros»! -le interrumpió el emperador-. Me molesta reconocer a los invasores. Solo sé que vienen a China a imponerme sus maneras.
– Tiene su lado bueno para China, majestad; el libre comercio contribuirá a desarrollar nuestra economía.
El emperador Hsien Feng levantó la mano para acallar al príncipe Kung.
– No seré obsequioso cuando me avergüenzan.
– Os comprendo y estoy de acuerdo con vos, hermano mío -dijo el príncipe Kung con amabilidad-, pero no tenéis ni idea de las humillaciones que he tenido que soportar. Me presionan por ambos lados, los extranjeros y los nacionales. Mis propios funcionarios y trabajadores me han llamado «el lameculos del diablo».
– Te lo mereces.
– Bueno, es fácil cerrar los ojos, pero ¿acaso se esfumará la realidad? -El príncipe Kung hizo una pausa y al cabo de un instante decidió acabar lo que había empezado a decir-. Lo cierto es que nos están atacando y no tenemos defensas. Me preocupa que la arrogancia ignorante de nuestra corte nos cueste la dinastía.
– Estoy cansado -se lamentó Hsien Feng después de un momento de silencio.
El príncipe Kung llamó a los criados, que trajeron una silla de rotén de respaldo plano y ayudaron al emperador Hsien Feng a sentarse. Con el rostro blanquecino y ojos somnolientos dijo:
– Mis pensamientos se alejan volando como mariposas. No me hagas pensar más, por favor.
– Entonces, ¿tengo vuestro permiso para abrir el Tsungli Yamen? ¿Haréis que envíen los fondos?
– Espero que eso sea todo lo que pidas.
Hsien Feng cerró los ojos.
El príncipe Kung meneó la cabeza y esbozó una amarga sonrisa. La habitación se quedó en silencio; a través de las ventanas, vi a las doncellas persiguiendo a los niños mientras tiraban piedras a un estanque.
– Necesito un decreto oficial, majestad. -El príncipe Kung parecía suplicar-. Hermano, no podemos permitirnos más espera.
– Muy bien.
Con los ojos aún cerrados, Hsien Feng volvió el rostro hacia la pared.
– En vuestro decreto debéis dar al Tsungli Yamen auténtico poder.
– De acuerdo, pero a cambio tienes que prometerme -solicitó el emperador Hsien Feng haciendo un esfuerzo por levantarse- que quienes contratemos deberán rendir o perderán la cabeza.
El príncipe Kung pareció aliviado.
– Puedo aseguraros que la calidad de mi gente será incomparable, pero las cosas son más complejas. El obstáculo más serio al que se enfrentan mis funcionarios es la corte, que no nos respeta. Se alegran en secreto cuando los aldeanos hostigan a los embajadores extranjeros y asesinan a misioneros. No puedo explicaros lo peligroso que es semejante comportamiento; puede desencadenar una guerra. Los ancianos de los clanes carecen de visión política.
– Entonces ilustra a la corte -le instó el emperador Hsien Feng abriendo los ojos; parecía realmente cansado.
– Lo he intentado, majestad. He convocado reuniones en nombre del Tsungli Yamen y no ha acudido ningún hombre de ningún clan. Incluso he enviado a mi suegro a invitarlos personalmente, con la esperanza de que su edad les inspirase respeto, pero no ha funcionado. He recibido cartas insultándome e invitándome a que me ahorcara. Me gustaría pediros que asistáis a la próxima reunión, si fuera posible. Quiero que la corte sepa que tengo vuestro apoyo incondicional.
El emperador no respondió; se había quedado dormido. Con un suspiro, el príncipe Kung se reclinó hacia atrás con aire de derrota. El sol daba en las vigas del tejado y la habitación estaba caldeada. Los jazmines de los rincones emanaban un olor dulce. Poco a poco el sol mudó las formas de las sombras de las plantas que se proyectaban en el suelo. El emperador Hsien Feng empezó a roncar. El príncipe Kung se frotó las manos y miró alrededor de la habitación. Llegaron criados que se llevaron las tazas de té y trajeron platitos de nísperos frescos. Yo no tenía apetito y tampoco el príncipe Kung tocó la fruta. Contemplábamos al emperador durmiente, hasta que lentamente nuestros ojos se encontraron y decidí aprovechar la ocasión.
– Me preguntaba, sexto hermano -empecé-, si podríais contarme amablemente lo del asesinato de los misioneros extranjeros; me cuesta mucho creerlo.
– Me gustaría que su majestad deseara saber más sobre este asunto -dijo el príncipe Kung-. Ya conocéis el dicho: «Un gran carámbano no hace una nevada nocturna». Bueno, las raíces de los incidentes se remontan al reinado del emperador Kang Hsi. En aquel tiempo, cuando la gran emperatriz Hsiao Chuang llegaba al otoño de su vida, hizo amistad con un misionero alemán llamado Johann Adam Schall von Bell, quien la convirtió al catolicismo.
– ¿Cómo es posible? Me refiero a la conversión de su majestad.
– Por supuesto no ocurrió de la noche a la mañana. Schall von Bell era erudito, científico y sacerdote. Era un hombre atractivo y se lo presentó a la gran emperatriz el científico de la corte, Hsu Kuang-chi. Bell había dado clases en la Academia Imperial Hanlin bajo las órdenes de Hsu.
– Ya conozco a Hsu. ¿No es él quien vaticinó correctamente cuándo el sol sería devorado por un perro celeste?
– Eclipse -sonrió el príncipe-. Vaticinó que se produciría un eclipse. Sí, fue Hsu, pero no lo hizo solo; Bell fue su profesor y compañero. El emperador encargó a Bell que reformarse el calendario lunar. Después de concluirlo con éxito, el emperador lo nombró consultor militar. Bell ayudó a fabricar las armas que sofocaron una importante sublevación de campesinos.
– ¿Cómo conoció la gran emperatriz a Bell?
– Bueno, Bell profetizó que su hijo el príncipe Shih Chung ascendería al trono, pues el muchacho había sobrevivido a la viruela mientras que los demás hijos del emperador no. Claro que nadie en aquel momento entendía lo que era la viruela, de modo que nadie creyó a Bell. Años más tarde el hermano de Shih Chung, Shih Tsu, murió de viruela. La emperatriz creyó entonces que Bell tenía una conexión especial con el universo y le pidió que la convirtiera a su religión, se hizo una fiel creyente y recibió a misioneros extranjeros.