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Después de respirar hondo, el hombre contestó:

– Majestad, el nombre me lo dieron primero mis enemigos y luego mis hombres lo adoptaron.

– Tus hombres deben de estar muy orgullosos por servir bajo tus órdenes.

– Sí, lo están.

– Me has honrado, Tseng Kou-fan. ¡Me gustaría tener más generales cortacabezas!

Cuando el emperador Hsien Feng invitó al general Tseng a sentarse a comer a su mesa, el hombre se conmovió hasta las lágrimas. Dijo que ya podía morir y saludar a sus antepasados con orgullo, porque había recibido el mayor de los honores.

Tras ingerir un poco de licor, el general Tseng se relajó. Cuando me presentaron como la concubina favorita del emperador, Tseng se arrodilló y me hizo una reverencia. Eso me complació sobremanera. Muchos años más tarde, después de la muerte de mi marido, cuando Tseng Kou-fan y yo fuimos ambos viejos, le pregunté qué había pensado la primera vez que me vio. Me halagó y dijo que estaba sobrecogido por mi belleza y no podía pensar. Le pregunté si recordaba haber bebido un cuenco de agua sucia, el que se usaba para lavarnos los dedos durante la comida.

Me alegraba que el emperador Hsien Feng me presentase a sus amigos de alto rango. A sus ojos yo era solo una concubina, aunque la favorita; sin embargo era crucial que me mostrara en público para mi posterior desarrollo y madurez. Conocer en persona a alguien como Tseng Kou-fan me haría seguramente un buen servicio en el futuro.

Mientras escuchaba la conversación entre el emperador Hsien Feng y el general Tseng Kou-fan, recordaba los dulces días de mi niñez cuando mi padre me contaba historias del pasado de China.

– Tú eres un erudito -le dijo Hsien Feng a Tseng-. He oído que prefieres contratar oficiales que sean literatos.

– Majestad, creo que alguien que haya aprendido las enseñanzas de Confucio comprende mejor la lealtad y la justicia.

– He oído decir que no reclutas a antiguos soldados, ¿por qué?

– Bueno, según mi experiencia, encuentro que los soldados profesionales tienen malas costumbres. Lo primero que piensan cuando empieza la batalla es en salvar el pellejo; abandonan vergonzosamente sus puestos.

– ¿Cómo reclutas soldados de calidad?

– Gasto taels reclutando campesinos de las zonas pobres y las montañas lejanas. Estas personas tienen caracteres puros. Los entreno yo mismo; intento cultivar un sentido de hermandad.

– He oído que muchos de ellos son de Hunan.

– Sí, yo también soy de Hunan. Para ellos es fácil identificarse conmigo y con los demás. Hablamos el mismo dialecto; somos como una gran familia.

– Y tú eres el padre, claro.

Tseng Kou-fan sonrió, orgulloso y azorado al mismo tiempo. El emperador Hsien Feng asintió.

– Me han informado de que has equipado a tu ejército con armas superiores, mejores que las del ejército imperial. ¿Es eso cierto?

Tseng Kou-fan se levantó de su asiento, se alzó la túnica y se puso de rodillas.

– Es cierto, pero es importante que su majestad me vea como una parte del ejército imperial; no puede ser de otro modo.

Hizo una reverencia y permaneció en el suelo para subrayar sus palabras.

– Levántate, por favor -le ordenó el emperador Hsien Feng-. Deja que vuelva a formular mi frase para no ser malinterpretado. Lo que quiero decir es que el ejército imperial, sobre todo aquellas divisiones dirigidas por señores de la guerra manchúes, se han convertido en una olla de sanguijuelas. Se alimentan de la sangre de la dinastía y no contribuyen en nada. Por eso dedico mi tiempo a conocerte más.

– Sí, majestad. -Tseng Kou-fan se levantó y regresó a su asiento-. Creo que es importante equipar también las mentes de los soldados.

– ¿A qué te refieres?

– Antes de convertirse en soldados, los campesinos no están entrenados para el combate. Como la mayoría de la gente, no soportan la visión de la sangre. El castigo no cambia su comportamiento, pero hay otras maneras. No puedo dejar que mis hombres se acostumbren a la derrota.

– Comprendo, yo estoy acostumbrado a la derrota -confesó el emperador con una sonrisa sarcástica.

Ni Tseng Kou-fan ni yo estábamos seguros de si su majestad se burlaba o revelaba sus verdaderos sentimientos. Los palillos de Tseng se le helaron antes de abrir la boca.

– Soporto humillaciones intolerables -admitió el emperador Hsien Feng, como si se explicase-. La diferencia es que yo no puedo desertar.

El general Tseng Kou-fan estaba afectado por la tristeza del hijo del cielo. Se levantó y volvió a arrodillarse.

– Juro por mi vida que os devolveré vuestro honor, majestad. Mi ejército está dispuesto a morir por la dinastía Qing.

El emperador Hsien Feng se levantó de su silla y ayudó a Tseng Kou-fan a ponerse en pie.

– ¿De qué envergadura es la fuerza que tienes bajo tu mando?

– Tengo trece divisiones de fuerzas terrestres y trece divisiones de fuerzas navales, además de los bravos del lugar. Cada división tiene quinientos hombres.

Sentada en audiencias como aquella, entré en el sueño del emperador. Trabajando juntos, nos convertimos en verdaderos amigos, amantes y algo más. Aunque las malas noticias no cesaban de llegar, Hsien Feng se había calmado lo bastante como para afrontar las dificultades. Su depresión no desaparecía, pero sus cambios de humor eran menos drásticos. Durante aquel breve período, se sintió bien. Le echaba en falta cuando sus asuntos lo apartaban de mi lado.

Capítulo 13

– Oigo latidos prometedores. -La voz del médico Sun Pao-tien me llegaba a través de la cortina-. Los latidos me dicen que tenéis un sheemai.

– ¿Qué es un sheemai? -le pregunté nerviosa.

La cortina nos separaba y, tumbada en la cama, no veía la cara del médico, solo su sombra atravesaba la cortina por una vela. Miré la mano que penetraba por la cortina y me tomaba el pulso presionando levemente el índice y el medio en mi muñeca. Era una mano de aspecto delicado, con unos dedos sorprendentemente largos, que olía vagamente a medicinas herbales. Como ningún hombre, salvo el emperador, podía ver a las mujeres de la Ciudad Prohibida, el doctor imperial basaba su diagnóstico en el pulso del paciente.

Me preguntaba qué podría examinar si la cortina le tapaba la visión, aunque desde hacía miles de años los médicos chinos habían detectado algunos problemas en el cuerpo con solo tomar el pulso. Sun Pao-tien era el mejor médico de la nación; procedía de una familia china de cinco generaciones de médicos y era famoso por haber descubierto una piedra del tamaño de un hueso de melocotón en la tripa de la gran emperatriz Jin. Entre terribles dolores, la emperatriz no creía al médico, pero confiaba en él lo bastante como para beber la medicina a base de hierbas que le recetó. Tres meses más tarde, una doncella encontró la piedra en el orinal de su majestad.

El doctor Sun Pao-tien me dijo con su dulce y amable voz:

– See significa «felicidad» y mai significa «pulsaciones»; Sheemai, «felices pulsaciones»; dama Yehonala, estáis embarazada.

Antes de que mi mente reconociera lo que había dicho, Sun Pao-tien retiró la mano.

– ¡Perdón!

Me senté en la cama y tendí la mano para coger la cortina; por suerte An-te-hai la había sujetado fuerte. No estaba segura de si había oído la palabra «embarazada». Llevaba meses padeciendo mareos matutinos y no confiaba en lo que oía.

– ¡An-te-hai! -grité-. ¡Vuelve a traerme la mano!

Después de un momento de revuelo en el otro lado de la cortina, la sombra del médico regresó. Varios eunucos lo condujeron hasta la silla y le metieron la mano a través de la cortina. Su desagrado era obvio; descansaba en el borde de la cama con los dedos crispados como una araña reptante. A mí me tenía sin cuidado; lo único que quería era volver a oír la palabra «embarazada», así que cogí la mano y la coloqué en mi muñeca.