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– Asegúrese, doctor -le supliqué.

– Hay éxito en todos los campos de vuestro cuerpo. -La voz de Sun Pao-tien era pausada; pronunciaba claramente todas las palabras-. Vuestras venas y arterias están latiendo. Hermosos elementos cubren vuestras lomas y vuestros valles…

– ¿Eh?, ¿qué significa eso? -pregunté agitando la mano.

La sombra de An-te-hai se mezcló con la del médico y empezó a traducirme las palabras de este último. La emoción de su voz era inconfundible.

– ¡Mi señora, la semilla del dragón ha germinado!

Solté la mano de Sun Pao-tien. No podía esperar a que An-te-hai quitara los prendedores. Di gracias al cielo por su bendición. El resto del día no dejé de comer. An-te-hai estaba tan contento que se olvidó de dar de comer a los pájaros. Fue a la piscifactoría imperial y pidió un cubo de peces vivos.

– Vamos a celebrarlo, mi señora -dijo cuando regresó.

Fuimos al lago con los peces y los liberamos uno a uno. El ritual, llamado fang sheng, era un gesto de misericordia. Con cada pez al que le dábamos la oportunidad de vivir, aumentaba mi reserva de buena voluntad.

A la mañana siguiente, me desperté con un sonido cadencioso que llenaba el cielo de finales del verano. Eran las palomas de An-te-hai que sobrevolaban en círculos el tejado. El sonido de las pequeñas flautas me remontaba a Wuhu, donde había fabricado instrumentos parecidos con juncos de agua que ataba a mis propios pájaros y también a las cometas. Según su grosor, los juncos producían diferentes sonidos. Un viejo aldeano ató dos docenas de pequeñas flautas a una gran cometa y las dispuso de tal manera que cuando la echaba a volar producía la melodía de una canción del folclore popular.

Me levanté y fui al jardín, donde me recibieron los pavos reales. An-te-hai estaba ocupado alimentando al loro Confucio. El pájaro ensayaba una nueva frase que acababa de aprender: «¡Felicidades, mi señora!». Yo estaba encantada. Las orquídeas del jardín aún estaban en flor; los esbeltos tallos se curvaban con elegancia, las hojas eran como bailarines que se subían las mangas; los pétalos blancos y azules se desplegaban como si quisieran besar la luz del sol y el corazón negro y aterciopelado de las orquídeas me recordaba los ojos de Nieve.

An-te-hai me dijo que el doctor Sun Pao-tien había sugerido que mantuviera en secreto la noticia de mi embarazo hasta que estuviera en el tercer mes, y yo seguía su consejo. Siempre que me era posible, me solazaba en el jardín. Las horas dulces me hacían añorar a mi familia; deseaba ardientemente compartir aquella noticia con mi madre.

A pesar de mi «secreto», no pasó mucho tiempo hasta que las esposas y concubinas imperiales de todos los palacios se enteraron de mi embarazo. Me cubrieron de flores, tallas de jade y recortes de papel con los mejores deseos. Todas las concubinas se esforzaron en visitarme; las que se sentían mal enviaron a sus eunucos con más regalos.

En mi habitación los regalos se apilaban hasta el techo, pero detrás de las caras sonrientes, se escondían la envidia y los celos. Los ojos hinchados eran la prueba de noches de llanto sin dormir. Sabía exactamente cómo se sentían las demás concubinas porque recordaba mi propia reacción ante el embarazo de la dama Yun. No le deseé nada malo a ella, ni tampoco nada bueno, y me sentí absolutamente aliviada cuando Nuharoo me dijo que la dama Yun había dado a luz una hija en lugar de un hijo.

No esperaba con ilusión lo que se me avecinaba; temía las numerosas trampas que iban a tenderme y consideraba normal que las concubinas me odiasen.

Mientras mi vientre empezaba a hincharse, mi temor aumentó. Ahora comía poco para disminuir el riesgo de ser envenenada. Soñaba con el cuerpo despellejado de Nieve flotando en el pozo. An-te-hai me advirtió de que tuviera cuidado cada vez que tomara un cuenco de sopa o diera un paseo por el jardín. Creía que mis rivales habían ordenado a sus eunucos que preparasen rocas sueltas o excavaran hoyos en mi camino para hacerme tropezar. Cuando le comenté que estaba exagerando, An-te-hai me contó una historia sobre una concubina celosa que ordenó a su eunuco que rompiera una teja del tejado de su rival para que se desprendiese y le cayera en la cabeza, y así fue.

Antes de entrar en mi palanquín, An-te-hai siempre comprobaba que no hubiera una aguja oculta en el almohadón del asiento, pues estaba convencido de que mis rivales harían cualquier cosa para provocarme un aborto.

Yo comprendía la causa de semejante brutalidad, pero no podía perdonar a nadie que intentara destruir a mi hijo. Si daba a luz normalmente, mi estatus se elevaría a expensas de las demás. Mi nombre entraría en el libro de registro imperial. Si el bebé era niño, sería elevada al rango de emperatriz, compartiendo el título con Nuharoo.

La noche era cerrada y el emperador y yo yacíamos uno al lado del otro. Estaba alegre desde que conoció la noticia de mi embarazo. Habíamos pasado las noches en el palacio de la Belleza Concentrada, tres palacios al norte del salón de la Nutrición Espiritual. Yo dormía mejor en mi palacio porque nadie venía a despertarnos con asuntos urgentes. Su majestad había estado viviendo a caballo de los dos palacios, según el tiempo que lo retenía el trabajo. Las advertencias de An-tehai me preocupaban y le pedí a su majestad que incrementase la guardia nocturna en mis puertas.

– Por si acaso -le sugerí-. Me sentiría más segura.

Su majestad suspiró.

– Orquídea, estás cumpliendo mi sueño.

Me sorprendieron sus palabras y le pedí que me las explicara.

– Mis sueños de levantar una China próspera se han roto una y otra vez, y últimamente no puedo sino poner en duda mi capacidad como gobernante. Sin embargo, mi poder no encuentra resistencia en la Ciudad Prohibida. Las concubinas y eunucos son mis fieles ciudadanos; sobre esto no hay confusión. Espero que me ames y que nos amemos, y sobre todo deseo que exista serenidad entre Nuharoo y tú. La Ciudad Prohibida es poesía en su forma más pura, es mi jardín espiritual, donde puedo tumbarme entre mis flores y descansar.

Pero ¿es posible amar aquí?, me pregunté. La atmósfera de este jardín hace tiempo que está envenenada.

– Qué hermosa la tarde en que tú y Nuharoo paseabais juntas por el jardín -dijo el emperador en tono soñador-. Recuerdo el día con claridad: tú llevabas la luz del sol poniente, ambas vestíais túnicas de primavera. Habíais cogido flores y avanzabais hacia mí con montones de peonías, sonriendo y charlando con la dulzura de unas hermanas. Aquello me hizo olvidar mis problemas, no quería sino besar las flores de vuestras manos…

Deseaba decirle que yo nunca había formado parte de aquello. Su imagen de belleza y armonía no existía; nos había entretejido a ambas en su fantasía. Nuharoo y yo habríamos podido querernos y ser amigas si nuestra supervivencia no hubiera dependido de su afecto.

– Hoy, cuando veo algo hermoso, deseo congelarlo. -Levantándose de la almohada, su majestad se volvió hacia mí y me preguntó-: Nuharoo y tú os tuvisteis afecto antes; ¿y ahora por qué no? ¿Por qué tenéis que estropearlo?

En aquel momento vi el verdadero corazón de un emperador, un hombre acostumbrado a imponer su voluntad a los demás en todo.

En el tercer mes de mi embarazo, ordenaron a los astrólogos de la corte que realizaran pa kua. Arrojaron madera, metal y varillas doradas sobre el suelo de mármol y trajeron un cubo con la sangre de diversos animales. Salpicaron sobre las paredes agua y arena de colores para crear un dibujo. Con sus largas túnicas negras con dibujos de estrellas, los astrólogos se pusieron en cuclillas y, con la nariz casi tocando el suelo, estudiaron las varillas e interpretaron las fantasmales imágenes de las paredes. Por fin dictaminaron que el niño que llevaba en las entrañas poseía el equilibrio adecuado de oro, madera, agua y tierra.