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– Había estado enferma, pero no se esperaba que muriera hasta que fue arrastrada por los nueves -dijo el astrólogo.

Cuando mi palanquín llegó al palacio de la dama Jin, ya habían lavado el cadáver. La trasladaron desde su dormitorio hasta lin chuang, la cama del alma, que tenía forma de barco. Los pies de su majestad estaban atados con cordones rojos y estaba vestida con una túnica de corte plateada larga hasta los pies y bordada con todo tipo de símbolos: ruedas de la fortuna, representando los principios del universo, conchas marinas en las que se podía oír la voz de Buda, sombrillas de papel de aceite que protegían las estaciones de la inundación y la sequía, frascos que contenían el fluido de la sabiduría y la magia, flores de loto que representaban generaciones de paz, peces de colores para el equilibrio y la gracia y, por último, el símbolo , que representaba el equilibrio y el infinito. Desde el pecho hasta las rodillas, estaba envuelta con una sábana dorada pintada con escrituras budistas.

Al lado de la emperatriz, habían colocado un espejo del tamaño de una mano con un largo mango, con la intención de proteger a la muerta de las molestias de los malos espíritus. El espejo reflejaba las imágenes de los fantasmas. La mayoría de ellos no tenían ni idea de cuál era su aspecto y esperaban verse como cuando estaban vivos, pero las maldades que habían cometido en el pasado los habían transformado en esqueletos, monstruos grotescos o cosas aún peores y el espejo los hacía retroceder.

El rostro de la dama Jin parecía una montaña de harina de la cantidad de polvos que le habían puesto. An-te-hai me contó que en los últimos días le habían salido forúnculos por toda la cara. En el acta el médico escribió que los «brotes» del cuerpo de su majestad habían «florecido» y producido «néctar». Los forúnculos eran negros y verdes como las raíces que les salen a las patatas podridas. Toda la Ciudad Prohibida murmuraba que debía de ser obra de su antigua rival, la emperatriz Chu An.

Habían arreglado el rostro de la dama Jin y lo habían cubierto de polvo de perlas machacadas, pero, al mirarlo de cerca, aún se detectaban los granos. A la derecha de la cabeza de su majestad, había una bandeja con un cuenco dorado de cerámica que contenía su último alimento terrenaclass="underline" arroz. A la izquierda, ardía una gran lámpara, la «luz eterna». La jarra estaba llena de aceite.

Nuharoo y las demás esposas del emperador Hsien Feng, vestidas con túnicas de seda blanca, fuimos a ver el cadáver. Nuharoo se había maquillado, pero sin la mancha de carmín bajo el labio inferior, y rompió a llorar al ver a la dama Jin. Tuvo que quitarse un trozo de cordón de su tocado y morderlo para contener sus emociones. Me conmovió su tristeza, le ofrecí la mano y permanecimos allí hombro con hombro ante la emperatriz muerta.

Llegó el grupo de plañideras, llorando con diversos estilos de llanto; el sonido era más una cantinela que un lloro y me recordaba la música discordante de la banda del pueblo. Tal vez fuera porque me parecía que acababa de escapar de la maldición, pero me sentía ligera y escasamente afectada.

Yo nunca le había gustado a la dama Jin. Después de saber que estaba embarazada, anunció abiertamente que habría preferido que las noticias procedieran de Nuharoo; consideraba que le había robado el emperador a Nuharoo.

Recordé la última vez que había visto a la dama Jin. Su salud se deterioraba, pero se negaba a admitirlo. A pesar de que todo el mundo sabía lo de su piedra del tamaño de un hueso de melocotón, ella pretendía que nunca había estado tan sana. Recompensaba a los médicos que le mentían y que le aseguraban que viviría mucho tiempo, pero el cuerpo la traicionaba. Le temblaba el dedo cuando me apuntó y me acusó de malvada. Parecía como si se preparase para pegarme. Intentó luchar contra su temblor, pero cayó hacia atrás y no pudo sentarse sin la ayuda de sus eunucos, aunque eso no evitó que me maldijese:

– ¡Analfabeta!

Yo no comprendí por qué eligió ese calificativo; ninguna otra dama, salvo quizá Nuharoo, se aplicaba tanto en la lectura.

Intenté evitar los ojos sin vida de la dama Jin. Cuando tenía que enfrentarme a ella, la miraba por encima de las cejas. Su amplia y arrugada frente me recordaba una pintura del desierto de Gobi que había visto una vez. Pliegues de piel le caían de su barbilla. La pérdida de sus dientes en la parte derecha hacía que su cara se le torciera como si fuera un melón pasado.

A la dama Jin le encantaban las magnolias. Incluso durante su enfermedad, llevaba un vestido bordado con grandes magnolias rosas que cubrían cada milímetro de la tela. Así debían de haber llamado a la emperatriz en su infancia: «Magnolia». Costaba creer que un día pudo atraer al emperador Tao Kuang.

¡Qué terrible es el modo en que puede envejecer una mujer! ¿Será alguien capaz de imaginar el aspecto que tendré cuando muera?

Ese día la dama Jin me gritó:

– ¡No te preocupes por tu belleza, preocúpate en cambio por que no te decapiten! -Las palabras salían de su pecho mientras se esforzaba en respirar-. Déjame decirte lo que me ha preocupado desde el día en que me convertí en consorte imperial y me continuará preocupando hasta el día en que muera.

Luchando por mantener la compostura, se levantó con la ayuda de sus eunucos; con ambos brazos en el aire parecía un buitre extendiendo sus alas desde lo alto de un acantilado. No nos atrevíamos a movernos; ninguna de sus nueras -Nuharoo y las damas Yun, Li, Mei, Hui y yo- soportábamos sus peroratas y esperábamos el momento en que nos dejara marchar.

– ¿Has oído la historia de un país lejano donde los ojos de la gente parecen haber sido aclarados y tienen el cabello de color paja? -La dama Jin entornó los ojos. El paisaje de su frente cambiaba y las colinas suaves se fruncían en profundos valles-. ¡Toda la familia del rey fue asesinada cuando derrocaron el imperio, todos ellos, incluidos los niños pequeños!

Se sintió satisfecha al ver que sus palabras nos asustaban.

– ¡Pandilla de analfabetas! -gritó, y de repente su garganta empezó a proferir una retahíla de sonidos-: ¡Ohhhhh, ua! ¡Ohhhhh, ua! -Me costó un poco entender que se estaba riendo-. ¡El miedo es bueno! ¡Ohhhhh, ua! El miedo os tortura y hace que os comportéis. No podéis alcanzar la inmortalidad sin él, y mi trabajo es inspiraros miedo. ¡Ohhhhh, ua! ¡Ohhhhh, ua!

Aún oigo su risa. Me preguntaba si la dama Jin sabría que había sido víctima de mi hijo, de la maldición de su nieto. Me sentía dichosa de que la dama Jin me considerase una analfabeta; de haber sabido cuál era mi amor por el conocimiento o haberse molestado en desentrañar el origen de la maldición, habría ordenado que me cortaran la cabeza.

Observándola en el lecho de muerte, apenas sentía remordimientos y tampoco veía signos de compasión en las demás, salvo en Nuharoo. La expresión general era de cara de palo. Los eunucos acababan de quemar papel de estraza en el pasillo y ahora la multitud salía para quemar más papel. En el patio estaban instalando grandes palanquines, caballos, carruajes, mesas y orinales de papel de tamaño natural junto con figuras de personas y animales. Las figuras estaban vestidas con rica seda y lino, como también los muebles. Según la tradición funeraria manchú que había adoptado, la dama Jin lo había dispuesto todo ella misma años antes. Su figura de papel parecía real, aunque la representaba cuando era joven, ataviada con un vestido de magnolia.

Antes de la ceremonia crematoria, se levantó un poste de diez metros, en cuyo extremo se montó un rollo de seda roja con la palabra Tien, «culto». Era la primera vez que tenía la oportunidad de asistir a este ritual. Siglos atrás, los manchúes habitaban grandes praderas donde era difícil notificar a los parientes que se había producido una muerte en la familia. Cuando moría un miembro de la familia, se levantaba un poste con un rollo de seda rojo ante la tienda de la familia, para que los jinetes y pastores que pasaran se detuvieran a presentar sus respetos, en lugar de los parientes ausentes.