No me importaba de dónde salían aquellas mujeres; las odiaba. Cuando imaginaba que acariciaban a mi amante, se me llenaban los ojos de lágrimas.
– Estoy bien, gracias -le dije al emperador Hsien Feng intentando sonreír.
Nunca le permitiría que supiera de mi terrible dolor.
No quería decirle que me había negado a irme a casa cuando se me concedieron diez días de fiesta como recompensa por mi embarazo. Aunque añoraba mucho a mis seres queridos, no habría podido ocultar mis sentimientos al verlos. La frágil salud de mi madre no habría soportado mi frustración y habría sido malo para Rong, que seguía confiando en mí para que le encontrara un pretendiente. Rong se habría sentido defraudada si le hubiera dicho que ya no era la favorita y que mi capacidad para ayudarla ahora era limitada.
Su majestad permaneció en silencio durante un rato, y cuando abrió la boca, lo hizo para hablar de los mosquitos y de cómo lo torturaban. Maldijo a los eunucos y se quejó de que el médico Sun Pao-tien no había conseguido quitarle un grano que le había salido debajo de la barbilla. No preguntó por mí y actuó como si mi gran barriga no estuviera allí.
– He estado jugando con mi astrólogo al juego de los Palacios Perdidos -dijo su majestad para romper el silencio que se abría entre nosotros-. Tiene muchas trampas que te conducen a una apreciación equivocada. El consejo del maestro es quedarme donde estoy y no molestarme en descubrir mi camino hasta que el tiempo esté maduro y aparezca la clave para resolver el problema.
¿Me creería Hsien Feng si le explicase lo que Nuharoo había hecho? Llegué a la conclusión de que no. Era de conocimiento público que Nuharoo paseaba por el jardín como si estuviera borracha y en realidad era porque temía pisar alguna hormiga. Cuando las pisaba accidentalmente, les pedía disculpas; los eunucos eran testigos. Nuestra difunta suegra la llamaba «la más tierna criatura».
Nos sentamos a tomar el té mientras discurría la conversación entre su majestad y Nuharoo. Con el fin de cuidarme, Nuharoo propuso enviarme a cuatro de sus propias doncellas.
– Esto expresa mi agradecimiento a la dama Yehonala, mi mei-mei, por su contribución a la dinastía. -Ella me llamaba ahora oficialmente mei-mei, «hermana pequeña»-. Mi Pequeña Nube es la mejor de las cuatro -dijo Nuharoo-. Me costará dejarla ir, pero tú eres mi prioridad. La esperanza de renovación y prosperidad de la dinastía reside en tu vientre.
El emperador Hsien Feng estaba complacido; alabó a Nuharoo por su amabilidad y luego se levantó para marcharse. Evitó mirarme mientras me decía adiós.
– ¡Buena salud! -murmuró con sequedad.
Yo era incapaz de disimular mi tristeza; mi corazón seguía buscando una muestra de reconocimiento del cariño que compartíamos, pero ya no estaba allí. Era como si nunca nos hubiéramos conocido. Deseé no tener mi vientre delante de los ojos, que no estuviera hinchado de aquella manera, que no exigiera atención y caricias. Deseé poder borrar los recuerdos.
Miré cómo se alejaban el emperador Hsien Feng y Nuharoo. Sentí deseos de arrojarme a los pies de mi amante, besárselos y suplicarle amor. An-te-hai acudió a mi lado y me sujetó fuertemente.
– Las bayas están madurando, mi señora -susurró-. Pronto estarán listas.
Las ramas de los cipreses se extendían hacia arriba como abanicos gigantes y su sombra bloqueaba la luz de la luna. Aquella noche hubo una tormenta. Oía las ramas barrer y arañar el suelo. A la mañana siguiente, An-te-hai me dijo que había bayas por todas partes.
– Parecen manchas de sangre -dijo el eunuco-. Han cubierto el suelo de vuestro jardín y algunas se han quedado atrapadas entre las tejas del tejado.
Recibí a Pequeña Nube, una doncella de ojos pequeños y mejillas regordetas de unos quince años. Como se esperaba que yo siguiera los deseos de la primera esposa, le di a Pequeña Nube un buen sobresueldo, a lo que ella respondió con un dulce «gracias». Le ordené a An-te-hai que no la perdiera de vista y, a los pocos días, la sorprendieron espiando.
– ¡La he pillado! -gritaba An-te-hai arrastrando a Pequeña Nube hasta mi presencia-. ¡Esta miserable esclava estaba leyendo las cartas que os escribió su majestad!
Pequeña Nube negó la acusación. Cuando la amenacé con azotarla si no confesaba, reveló su naturaleza. Sus pequeños ojillos se hundieron en su rostro rollizo y comenzó a insultar a An-te-hai:
– ¡Animal sin cola! -Y luego continuó conmigo-. ¡Mi señora entró por la puerta de la Pureza Celestial cuando llegó y vos lo hicisteis por una puerta lateral!
Le pedí a An-te-hai que se llevara a la doncella y la dejara tres días sin comer. Como si disfrutara de mi rabia, Pequeña Nube continuó:
– ¡Será mejor que penséis en quién es el propietario del perro al que dais una patada! ¿Y qué pasa si os he estado espiando? ¡Vos habéis estado leyendo documentos de la corte en lugar de hacer bordados! ¿Sois culpable? ¿Tenéis miedo? Dejadme que os diga que es demasiado tarde para sobornarme, dama Yehonala. Informaré de todo lo que he visto a mi ama. Me recompensará por mi lealtad y vos acabaréis sin miembros metida en una tinaja.
– ¡Dadle unos latigazos! -grité-. ¡Castigad a esta muchacha hasta que se calle!
Nunca supuse que An-te-hai se tomaría literalmente mis palabras, pero, por desgracia, eso fue lo que pasó. An-te-hai y los demás eunucos llevaron a Pequeña Nube hasta la sala de castigo, situada en el extremo del palacio, y la azotaron con la intención de que se callara, pero la muchacha era demasiado obstinada. Al cabo de una hora An-te-hai vino a informarme de que Pequeña Nube había muerto.
– Tú… -Estaba conmocionada-. ¡An-te-hai, no te di la orden de que la azotaras hasta matarla!
– Pero, mi señora, ella no se callaba.
Como jefe de la casa imperial, Nuharoo me mandó llamar para que acudiera ante su presencia. Yo esperaba tener la suficiente fortaleza para soportar lo que se avecinaba, pues me preocupaba el niño que llevaba dentro.
Antes de que hubiera acabado de cambiarme, irrumpió en mi palacio un grupo de eunucos procedentes de la sala de castigo. No dijeron quién les enviaba; arrestaron a mis eunucos y doncellas y buscaron entre mis cajones y armarios.
– Será mejor que me enviéis cuanto antes a informar al emperador -me sugirió An-te-hai mientras me ayudaba a ponerme la túnica de la corte-. Van a atormentaros hasta que la semilla del dragón se desprenda.
Empecé a notar contracciones; asustada, le dije a An-tehai, mientras me sujetaba el vientre, que no perdiera tiempo. Cogió un orinal y salió hacia el excusado de atrás, simulando tener necesidades.
Oí una voz de fuera que me decía que me diera prisa en acabar de vestirme.
– ¡Su majestad la emperatriz aguarda!
No sabía si eran mis eunucos u otras personas quienes habían acudido a destrozar mi palacio. Tardé todo lo que pude para ganar un tiempo que An-te-hai iba a necesitar y entraron mis dos damas de honor; una comprobó mis lazos y botones y la otra, mi cabello. De pie ante el espejo, me eché el último vistazo; no podría decir si era la emoción o el maquillaje lo que me hacía parecer enferma. Llevaba una túnica bordada con orquídeas negras y doradas. Pensaba que si algo iba a sucederme, quería dejar este mundo llevando aquel vestido.
Avancé hasta la puerta y mis damas levantaron la cortina. Mientras caminaba hacia la luz, vi al eunuco jefe Shim de pie en el patio. Vestía formalmente, con una túnica púrpura y un sombrero a juego, y no respondió a mi saludo.
– ¿Qué sucede, jefe Shim? -le pregunté.
– La ley me impide hablar con vos, dama Yehonala. -Intentó parecer humilde, pero había un júbilo soterrado en su voz-. Por favor, permitid que os ayude a subir al palanquín.
Sentí una tirantez alrededor del cuello.
Nuharoo estaba mayestática mirándome desde lo alto del trono. Me arrodillé y me postré con la frente en el suelo. Habían pasado solo unas semanas desde que nos habíamos visto por última vez y parecía que estaba aún más bella. Vestía una túnica dorada con fénix bordados, lucía una gruesa capa de maquillaje y un punto rojo en su labio inferior. Sus grandes ojos de doble párpado parecían más brillantes de lo habitual. No podía decir si era debido a sus lágrimas o al efecto de la pintura oscura de sus ojos.