– ¿Dónde está nuestro recién nacido hijo?
Todos felicitaron a Nuharoo. Cuando me cogió el niño de los brazos y lo mostró orgullosamente a las demás, mi temor regresó. Seguí pensando: ¿ahora que han perdido la oportunidad de matar a mi hijo en mi vientre, lo matarán en su cuna? ¿Envenenarán su mente malcriándolo? De una cosa estaba segura: nunca abandonarían la idea de vengarse de mí.
El emperador Hsien Feng me concedió un nuevo título, el de Madre Auspiciosa. Se enviaron regalos y cajas de taels para honrar a mi familia, pero aun así no permitían a mi madre ni a mi hermana visitarme. Mi marido tampoco venía; se creía que mi «suciedad» podía hacer enfermar a su majestad.
Me servían diez comidas al día, pero no tenía apetito y la mayor parte de la comida se echaba a perder. Me quedaba sola y me sumía en un sueño intermitente. En mis sueños capturaba a la gente que venía disfrazada para hacer daño a mi hijo.
Pocos días más tarde, el emperador vino a visitarme. No tenía buen aspecto; la túnica que vestía le hacía parecer más delgado y frágil que antes. Estaba preocupado por la estatura de su hijo: ¿por qué era tan pequeño y por qué dormía todo el rato?
– ¿Quién sabe? -me burlaba.
¿Cómo podía el hijo del cielo ser tan inocente?
– Ayer fui al parque. -Su majestad dejó al niño en los brazos de una doncella y se sentó junto a mí. Sus ojos viajaban desde mis ojos hasta mi boca-. Vi un árbol muerto -susurró-. En su coronilla crecía cabello humano, era muy largo y caía como una cascada negra.
Me quedé mirándolo.
– ¿Es un signo bueno o malo, Orquídea?
Antes de que me diera tiempo a responder, él continuó:
– Por eso he venido a verte, Orquídea; si encuentras un árbol muerto en las tierras de tu palacio, hazlo arrancar inmediatamente. ¿Me lo prometes?
Su majestad y yo pasamos un rato en el patio buscando árboles muertos. No había ninguno y acabamos contemplando la puesta de sol juntos. Me sentía tan feliz que me puse a llorar.
Su majestad me comentó que el jardinero le había dicho que el cabello que había visto en el parque era una rara especie de liquen que crece en los árboles muertos.
No quería hablar de árboles muertos, de modo que le pregunté sobre su vida y sus audiencias. Tenía poco que contar, así que caminamos en silencio durante un rato. Acunó al niño hasta que se durmió. Fue el momento más dulce de mi vida. El emperador Hsien Feng no se quedó a pasar la noche y no me atreví a suplicárselo.
Me dije que debería alegrarme de que el parto hubiera ido bien; podía haber muerto bajo el látigo del eunuco jefe Shim o de cien maneras diferentes. Las concubinas imperiales habían perdido y yo había recuperado la atención de su majestad gracias al recién nacido.
Al día siguiente Hsien Feng volvió otra vez y remoloneó después de coger al bebé en brazos. Yo tenía una regla que consistía en no hacerle ninguna pregunta. Empezó a visitarme con regularidad, siempre por la tarde, y poco a poco volvimos a hablar. Conversábamos sobre nuestro hijo y él me describía lo ocurrido en la corte. Se quejaba de cómo se alargaba todo y de la impotencia de sus ministros.
La mayor parte del tiempo yo escuchaba, pero una parte de mí quería más. Cuando su majestad se iba por la noche, no podía evitar imaginármelo con sus mujeres chinas; seguramente sabían trucos mejores que mi danza del abanico. Me deprimía intentando comprender por qué ya no se sentía atraído por mí. ¿Era por el cambio en la forma de mi cuerpo? ¿A causa de mis pechos agrandados por la leche? ¿Por qué evitaba acercarse a mi cama?
An-te-hai intentó convencerme de que la falta de interés de su majestad no tenía nada que ver conmigo.
– No tiene la costumbre de regresar con la mujer con la que se ha acostado. No importa cuánto haya alabado su belleza o lo mucho que le haya complacido en la cama.
La buena noticia para mí era que no había oído hablar de ningún otro embarazo.
Por las cartas del príncipe Kung supe que el emperador Hsien Feng había evitado conceder audiencias desde que había firmado un nuevo tratado con los extranjeros que reconocía la derrota de China. Avergonzado y humillado, su majestad se pasaba los días solo en los jardines imperiales. Por la noche, los placeres de la carne eran su modo de evasión.
Enfermo como estaba, exigía diversión las veinticuatro horas. An-te-hai averiguó estos detalles de boca de un amigo, el ayuda de cámara de su majestad, un eunuco de catorce años llamado Chow Tee, que era del mismo pueblo que mi servidor.
– Su majestad está borracho la mayor parte del tiempo y es incapaz de satisfacer su virilidad -me dijo An-te-hai-. Disfruta mirando a sus mujeres y les ordena que se acaricien entre ellas mientras bailan. Las fiestas duran toda la noche mientras su majestad duerme.
Recordé nuestra última visita. Hsien Feng no podía dejar de hablar de su caída.
– No me cabe duda de que mis ancestros me harán trizas en cuanto me reúna con ellos. -Se reía nerviosamente hasta que le daba tos. Su pecho parecía un instrumento de viento-. El médico Sun Pao-tien me ha prescrito opio para mi dolor. En realidad no me importa morir, porque espero ansioso liberarme de mis problemas.
Ya no era un secreto para la nación que la salud del emperador había empezado a declinar una vez más. Su cara pálida y sus ojos vacíos preocupaban a todo el mundo. Cuando nos mudamos de nuevo a la Ciudad Prohibida, se ordenó a los ministros de la corte que le informaran de los asuntos de Estado en su dormitorio.
Al ver a Hsien Feng abandonar toda esperanza, se me rompió el corazón. Antes de irse de mi palacio, dijo:
– Lo siento. -Levantó la cara de la cuna de su hijo y me sonrió con tristeza-. Ya no es asunto mío.
Miré al padre de mi hijo poniéndose su túnica del dragón; apenas tenía fuerza para levantarse las mangas. Respiró hondo tres veces antes de ponerse los zapatos.
¡Debía pedirle antes de que fuera demasiado tarde que me concediera el derecho a criar a nuestro hijo! La idea se me ocurrió mientras sostenía al niño en mis brazos y lo veía subirse a su palanquín. Habría mencionado mi deseo antes, pero no hubiera obtenido respuesta. Según An-te-hai, el emperador Hsien Feng nunca haría daño a Nuharoo arrebatándole el derecho a ser la primera madre.
Mi hijo, que nació el 1 de mayo de 1856, se llamó oficialmente Tung Chih, que significa «retorno al orden». Tung también significa «unión» y Chih «gobernar», es decir, «gobernar juntos». De haber sido supersticiosa, habría creído que el nombre era ya una predicción.
La celebración empezó al día siguiente de su nacimiento y duró todo un mes. De la noche a la mañana, la Ciudad Prohibida se convirtió en una fiesta; de todos los árboles colgaban faroles rojos y todo el mundo vestía de rojo y verde. Invitaron a cinco compañías de ópera a actuar en palacio; tambores y música colmaban el aire y los espectáculos seguían día y noche. Multitud de hombres y mujeres de todas las edades andaban ebrios; la pregunta más frecuente era: «¿Dónde está el orinal?».
Por desgracia tanta alegría no frenó las malas noticias. No importa cuántos símbolos de buena suerte y victoria lleváramos; estábamos perdiendo ante los bárbaros en las mesas de negociación. El ministro Chi Ying y el gran secretario Kuei Lian, el suegro del príncipe Kung, fueron enviados como representantes de China. Regresaron con otro tratado humillante: trece naciones, incluidas Inglaterra, Francia, Japón y Rusia, se habían aliado contra China e insistían en que abriéramos más puertos al opio y al comercio.
Envié un mensajero al príncipe Kung para invitarle a conocer a su sobrino recién nacido, pero secretamente esperaba que fuera capaz de convencer a Hsien Feng de que asistiera a sus audiencias.
El príncipe Kung vino inmediatamente y parecía nervioso. Le ofrecí cerezas frescas y té Lung Ching de Hangchow, que se bebió de un trago como si fuera agua. Sentí que había elegido un mal momento para la visita, pero en cuanto el príncipe Kung vio a Tung Chih, lo cogió en sus brazos. El niño sonrió, cautivando por completo a su tío. Sabía que Kung quería quedarse más rato, pero llegó un mensajero con un documento que requería su firma y tuvo que dejar a Tung Chih.