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Me bebí el té mientras acunaba al niño. Cuando el mensajero se fue, el príncipe Kung parecía cansado, de modo que le pregunté si era el nuevo tratado lo que le apesadumbraba. Kung asintió y sonrió.

– No me enorgullezco; de eso podéis estar segura.

Le pregunté si podía contarme algo más del tratado.

– ¿Es realmente tan terrible como he oído?

– No queráis saberlo -fue su respuesta.

– Ya me he formado alguna idea sobre él -me aventuré a decir-. He ayudado a su majestad con sus documentos de la corte.

El príncipe Kung levantó los ojos y me miró.

– Lamento sorprenderos -me disculpé.

– En realidad no -me respondió-. Solo deseo que su majestad se tome mayor interés.

– ¿Por qué no volvéis a hablar con él?

– Tiene los oídos llenos de algodón. -Suspiró-. No consigo hacerle reaccionar.

– Tal vez yo pueda influir en su majestad si me informáis un poco. Al fin y al cabo, necesito aprender, por el bien de Tung Chih.

Mis palabras le parecieron sensatas al príncipe Kung y empezó a hablar. Me impresionó saber que el tratado permitía a los extranjeros abrir consulados en Pekín.

– Cada nación ha seleccionado su propio emplazamiento, no lejos de la Ciudad Prohibida. El tratado permite a los barcos mercantes extranjeros viajar a lo largo de la costa china, y el gobierno protegerá a los misioneros.

Tung Chih se puso a llorar en mis brazos; probablemente necesitaba que lo cambiaran. Lo mecí con cariño y se calló.

– También se espera que consintamos en alquilar inspectores extranjeros para dirigir nuestras aduanas y, lo que es peor… -El príncipe Kung hizo una pausa y luego prosiguió-. No nos han dado más opción que legalizar el opio.

– Su majestad no lo permitirá -dije imaginando al príncipe Kung yendo a buscar la firma de su hermano.

– Me gustaría que dependiera de él. La realidad es que los mercaderes extranjeros están respaldados por los poderes militares de sus países.

Miramos por la ventana. Tung Chih se puso a llorar otra vez. Su voz no era ni fuerte ni estridente; era como el maullido de un gatito. Acudió una criada a cambiarlo y después lo acuné hasta que se quedó dormido.

Pensé en la salud de Hsien Feng y en la posibilidad de que mi hijo creciera sin padre.

– Esto es a lo que se reducen cinco mil años de civilización -dijo el príncipe Kung suspirando mientras se levantaba de su silla.

– Hace tiempo que no veo a su majestad. -Deposité a Tung Chih otra vez en la cuna-. ¿Ha estado en contacto con vos?

– No quiere verme, y cuando me ve, es para llamarnos a mí y a sus ministros «puñado de idiotas». Amenaza con decapitar a Chi Ying y a mi suegro; sospecha que son traidores. Antes de que Chi Ying y Kuei Liang fueran a negociar con los bárbaros, celebraron ceremonias de despedida con sus familias. Esperaban ser decapitados, porque tenían pocas esperanzas de que su majestad se saliera con la suya. Nuestras familias bebieron y cantaron poemas antes de que partieran. Mi mujer está muy preocupada; me culpa por haber implicado a su padre y me amenaza con ahorcarme si algo le sucede.

– ¿Qué sucedería si Hsien Feng se negase a firmar el tratado?

– Su majestad no tiene alternativa. Las tropas extranjeras ya están estacionadas en Tientsin; su objetivo sería Pekín. Tenemos un puñal en el cuello. -Mirando a Tung Chih, el príncipe Kung se despidió-. Me temo que ahora tengo que volver al trabajo.

Mientras le miraba caminar por el pasillo, me sentí afortunada de que al menos Tung Chih tuviera a aquel hombre como tío.

Capítulo 15

A las pocas semanas de su nacimiento, Tung Chih asistió a su primera ceremonia, el Shi-san, los Tres Baños. Según las escrituras de nuestros antepasados, el ritual le valdría a Tung Chih un lugar en el universo. La noche anterior al acontecimiento, los eunucos volvieron a decorar mi palacio, envolviendo vigas y aleros en telas teñidas de rojo y verde. Hacia las nueve de la mañana siguiente, todo estaba dispuesto. Faroles rojos en forma de calabaza colgaban de puertas y vestíbulos.

Estaba emocionada porque mi madre, mi hermana Rong y mi hermano Kuei Hsiang habían recibido permiso para verme. Era su primera visita desde que entré en la Ciudad Prohibida e imaginaba lo contenta que se pondría mi madre cuando le dejase coger a Tung Chih en brazos. Tenía la esperanza de que el niño le sonriera al verla. Me pregunté cómo le iría a Rong. Quería presentarle a varios jóvenes y esperaba que le gustara alguno.

Kuei Hsiang había sido honrado recientemente con el título de mi padre. Ahora tenía la posibilidad de quedarse en Pekín y vivir de sus taels anuales o seguir los pasos de nuestro padre, abrirse camino y hacer carrera en la corte imperial. Kuei Hsiang eligió lo primero, lo cual no me sorprendió, pues carecía del arrojo de nuestro padre. No obstante sería un consuelo para mi madre tener a su hijo cerca.

Cuando el sol calentó el jardín y la fragancia de las flores invadió el aire, los invitados empezaron a llegar. Entre ellos, las ancianas concubinas del abuelo de Tung Chih, Tao Kuang. Recordaba bien a aquellas arpías del palacio de la Tranquilidad Benevolente.

– En realidad deberíais considerar su presencia un honor, mi señora -me dijo An-te-hai-. Rara vez se aventuran a salir en público; se supone que los budistas cultivan la soledad.

Las damas llegaron en grupos, vestidas con algodón fino de color siena. Sus cajas de regalos no eran rojas sino amarillas, con envoltorios hechos de hojas secas. Más tarde descubrí que todas contenían lo mismo: una estatua de Buda sedente tallada en un pedazo de madera o jade.

De pie en la puerta, saludaba a los invitados vestida con mi preciosa túnica de color melocotón. Tung Chih, en brazos de una dama de honor, estaba envuelto en una tela dorada. Acababa de abrir los ojos y parecía de buen humor. Miraba a los visitantes con la mirada de un sabio. Cuando el sol estuvo sobre el tejado, llegaron los parientes reales que vivían fuera de la Ciudad Prohibida, entre ellos el príncipe Kung, el príncipe Ts’eng, el príncipe Ch’un, sus fujins e hijos.

El emperador Hsien Feng y Nuharoo aparecieron a mediodía. Anunció su llegada una doble hilera de eunucos vestidos de colores vivos que se extendía durante casi un kilómetro. La silla del dragón de Hsien Feng y la silla del fénix de Nuharoo avanzaban hacia la puerta del palacio entre el pasillo de eunucos.

La noche anterior, el emperador había estado en mi palacio tomando el té. Había traído a Tung Chih un regalo: su propio cinturón, hecho de pelo de caballo y cintas de seda blancas plegadas. Me dio las gracias por haberle dado un hijo.

Haciendo acopio de todo mi valor, le dije que me había encontrado muy sola, y, aunque tenía a Tung Chih, me sentía confusa y perdida. Le supliqué que se quedara a pasar la noche.

– Ha sido demasiado tiempo, Hsien Feng.

Se mostró comprensivo, pero no se quedó. En los últimos meses, había llenado los dormitorios disponibles del palacio de Verano con bellezas de todo el país.

– No estoy bien. Los médicos me han aconsejado que duerma solo para evitar pérdidas de mi esencia.

Empecé a comprender a Nuharoo, a las damas Yun, Li, Mei y Hui y a aquellas a quienes el hijo del cielo ya no deseaba ni recordaba.

– He firmado un edicto concediéndote un nuevo título -me anunció mi marido mientras se levantaba para marcharse-. Se anunciará mañana y espero que te agrade. A partir de ahora tendrás el mismo rango y título que Nuharoo.

La ceremonia del Shih-san empezó. Las concubinas se dispersaron cuando Nuharoo les dio permiso para sentarse. Las damas vestían túnicas festivas como si asistieran a una ópera, miraban a su alrededor y lo criticaban todo. Nuharoo me pidió: