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Una sensación de incertidumbre cruzó por mi mente. Rong no tenía ni idea de lo que le estaba hablando.

– Rong, mi vida no es lo que parece, tienes que saberlo; no quiero ser la causa de tu infortunio, no quiero desencadenar una tragedia.

Rong se sonrojó.

– Pero, Orquídea, solo sueño con tener la misma oportunidad que tú. Quiero ser envidiada por todas las mujeres de China -dijo sonriendo abiertamente.

– Responde a mi pregunta, Rong, por favor: ¿podrás soportar el hecho de perder a tu marido por otras?

Rong lo pensó primero y luego respondió:

– Si las cosas han sido así desde hace cientos de años, no veo por qué yo debería ser la única que tuviera problemas.

Respiré hondo y le advertí por última vez.

– Cuando te enamoras de un hombre, cambias. Te lo digo por experiencia; el dolor es insoportable, te sientes como si frieran tu corazón en una sartén ardiendo.

– Entonces será mejor que me asegure de no enamorarme.

– Tal vez no seas capaz de controlarlo.

– ¿Por qué?

– Bueno, porque amar es vivir… al menos eso es para mí.

– ¿Entonces qué voy a hacer, Orquídea? -Rong abrió mucho los ojos, confusa.

La tristeza inundó mi pecho y tuve que guardar silencio para controlarme. Rong acercó su mejilla a la mía.

– Debes de haberte enamorado del emperador Hsien Feng.

– Fue… una estupidez por mi parte.

– Recordaré tu lección, Orquídea. Sé que debe de ser duro, pero aun así envidio a mi hermana mayor. No ha habido un hombre decente en mi vida, por eso pienso que no soy atractiva.

– Sabes bien que eso es una tontería, Rong. ¿Cómo no vas a ser atractiva, cuando tu hermana es una consorte imperial, la cara de China?

Rong sonrió y asintió.

– Es cierto, tú te has vuelto mucho más guapa. Quiero que a partir de ahora seas consciente de tu belleza cada minuto.

– ¿Qué significa «minuto»?

– Es una aguja en un reloj.

– ¿Qué es un reloj?

– Bueno, ya te lo enseñaré; los relojes son juguetes del emperador, miden el tiempo. Los relojes se esconden en cajas metálicas, como las serpientes en sus mudas. Cada caja contiene en su interior un pequeño corazón que hace tictac.

– ¿Como una criatura viva?

– Sí, pero no está viva. La mayoría de ellos los han hecho hombres de países extranjeros. Podrás tener muchos cuando te cases con el príncipe Ch’un.

Saqué mi polvera.

– Escucha, Rong, como hermana de la concubina favorita de Hsien Feng, deberías saber que los hombres se mueren por poseerte, pero puede que no tengan suficiente valor como para acercarse a ti y decirte lo que piensan. Hablaré con su majestad sobre tu matrimonio con su hermano. Si obtengo su bendición el resto será fácil.

Cuando Rong y yo volvimos con mi madre y Kuei Hsiang, la música y los fuegos artificiales habían concluido. El eunuco jefe Shim anunció que la primera parte de la ceremonia había acabado y la segunda parte, el Baño en Oro, empezaría en breves momentos. A una orden suya, cuatro eunucos trajeron una bañera de oro, la colocaron en el centro del patio bajo un magnolio en flor, la llenaron de agua y pusieron estufas de carbón alrededor de ella.

Un grupo de criadas se arrodilló junto a la bañera mientras dos nodrizas sacaban a mi hijo. Las criadas desnudaron a Tung Chih y lo metieron en la bañera. Se puso a llorar, pero su protesta fue ignorada. Las criadas le cogieron de sus piernecitas y bracitos como si estuvieran despellejando un conejo. A todo el mundo le parecía divertido. A mí me dolía cada lágrima de mi hijo; me resultaba duro permanecer sentada, pero sabía que debía aguantar. Había que pagar un precio por la importancia de Tung Chih; cada ceremonia lo acercaría más a convertirse en legítimo heredero.

Observado por doscientos pares de ojos, Tung Chih se bañó por primera vez, con creciente inquietud.

– ¡Mirad, Tung Chih tiene una mancha negra bajo la axila derecha! -Nuharoo se levantó de la silla y corrió hacia mí. Se había cambiado y se había vestido con la segunda túnica para la ocasión-. ¿Es un lunar? ¿Es un signo de mala suerte?

– Es una marca de nacimiento -le expliqué-. Se lo consulté al médico Sun Pao-tien y me dijo que no me preocupase.

– Yo no confiaría en Sun Pao-tien -afirmó Nuharoo-. Nunca había visto esta clase de marca de nacimiento; es demasiado grande y demasiado oscura. Debo consultar ahora mismo a mi astrólogo. -Dirigiéndose hacia la bañera, regañó a las criadas-. ¡No intentéis evitar que Tung Chih llore, dejadlo! Se supone que debe sentirse incómodo; en esto consiste la ceremonia. Cuanto más fuerte llore, mayor posibilidad existe de que crezca fuerte.

Me obligué a alejarme para no darle a Nuharoo un puñetazo en el pecho.

El viento soplaba, llovían pétalos rosados de los árboles y dos de ellos aterrizaron en la bañera. Las criadas cogieron los pétalos y se los enseñaron a Tung Chih en un esfuerzo por tranquilizarlo. La imagen del baño bajo el magnolio habría sido preciosa de no haber resultado un tormento para el bebé. No tenía ni idea de cuánto rato tendría que estar Tung Chih sentado en el agua, levanté la vista al cielo y recé para que pasara pronto.

– ¡Ropas! -cantó con elegancia el eunuco jefe Shim.

Las doncellas se apresuraron a secar y a vestir a Tung Chih, que estaba tan cansado que se quedó dormido mientras lo arreglaban; parecía una muñeca de trapo. Sin embargo la ceremonia distaba mucho de haber concluido. Una vez vaciada la bañera, volvieron a poner al durmiente Tung Chih en ella. Varios lamas vestidos con túnicas amarillas se sentaron en círculo alrededor del bebé y empezaron a cantar.

– ¡Regalos! -gritó el eunuco jefe Shim.

Guiados por el emperador Hsien Feng, los invitados se adelantaron para ofrecer sus presentes. Después de abrir cada caja de regalos, Shim anunciaba el contenido.

– ¡De parte de su majestad el emperador, cuatro lingotes de oro y dos monedas de plata!

Los eunucos quitaron el envoltorio y dejaron al descubierto una caja de madera lacada roja.

El eunuco jefe Shim prosiguió.

– ¡De parte de su majestad la emperatriz Nuharoo, ocho monedas de oro y un lingote de plata, ocho ruyis de la buena suerte, cuatro monedas de oro y una moneda de plata, cuatro mantas de algodón para el invierno, cuatro colchas y sábanas de algodón, cuatro chaquetas para el invierno, cuatro pantalones de invierno, cuatro pares de calcetines y dos almohadas!

Los demás invitados ofrecieron sus regalos por orden de rango y generación. Los presentes eran más o menos los mismos salvo en cantidad y calidad. Se suponía que nadie debía superar los de la primera pareja, y en realidad nadie se quedaría con los regalos. Todo era envuelto y enviado a los almacenes imperiales en nombre de Tung Chih.

Al día siguiente me levanté antes del alba para pasar un rato con mi hijo. Luego le tocó el turno al rito del Shih-san y de nuevo Tung Chih volvió a la bañera.

Debía estar sentado en el agua durante una hora y quince minutos. El sol brillaba, pero soplaba un helado aire de mayo. Mi hijo podía pillar un constipado, pero a nadie parecía importarle. Cuando Tung Chih estornudó un par de veces, ordené a An-te-hai que sacara una tienda para protegerlo de la brisa, pero Nuharoo rechazó la idea. Dijo que la tienda bloquearía la suerte de Tung Chih.

– El propósito de este baño es exponer a Tung Chih a los poderes mágicos del universo.

Esta vez me negué a ceder.

– La tienda se quedará -insistí.

Nuharoo no dijo nada, pero cuando fui al excusado, quitaron la tienda. Sabía que era una locura pensar que Nuharoo tenía la intención de que mi hijo enfermara, pero no podía evitar esa idea.

Nuharoo defendió que no estábamos autorizadas a alterar la tradición.

– De un emperador a otro, cada heredero se ha bañado así.

– Pero nuestros antepasados eran diferentes -protesté-. Vivían a lomos del caballo y se paseaban medio desnudos.