– ¿En quién podemos confiar además del príncipe Kung?
Lo meditó un momento y luego respondió:
– ¿Qué te parece Yung Lu?
– ¿Yung Lu?
– El comandante en jefe de la Guardia Imperial; trabaja bajo las órdenes de Su Shun y es un hombre muy competente. Fui a una reunión familiar para la fiesta del pastel de arroz y su nombre estaba en boca de todos.
– ¿Lo conoces?
– No.
– ¿Le enviarás una invitación?
– Lo haría si pudiera; el problema es que el rango de Yung Lu no es lo bastante elevado como para autorizarle a ocupar un lugar en un banquete imperial.
La fragancia de laurel llenaba el patio y la sala de recepción. Vestida como un árbol en flor, Nuharoo se sorprendió al saber que Su Shun había enviado un mensaje en el último minuto para comunicar que no asistiría, con la excusa de que las «damas de su majestad eran solo para los ojos de su majestad». Nuharoo estaba fuera de sí.
La cantidad de collares de oro martelé, piedras preciosas y brocado hacía que Nuharoo inclinara el cuello hacia delante. Sentada en el trono del salón este del palacio de la Esencia Reunida, acababa de completar su segundo cambio de atuendo del día y ahora vestía una túnica de gasa de seda amarilla adornada con una serie de símbolos imperiales.
Todos los ojos estaban fijos en Nuharoo, salvo los del emperador Hsien Feng, quien, aunque enfermo y en los huesos, había hecho un esfuerzo por acudir. Vestía una túnica a juego para complementar la de Nuharoo, pero con unos símbolos ligeramente diferentes: dragones en lugar de fénix y montañas en lugar de ríos.
– ¡Feliz vigésimo segundo cumpleaños, su majestad emperatriz Nuharoo! -cantó el jefe eunuco Shim.
El coro le siguió y brindamos por la longevidad de Nuharoo. Bebí vino de arroz y pensé en lo que Nuharoo me había dicho sobre su método para conseguir la armonía interna: «Acuéstate en la cama que otros han hecho y camina en los zapatos que otros han fabricado». Aquella opinión tenía poco sentido para mí; hasta el momento en la tela bordada que era mi vida yo había cosido cada punto con mis propias manos.
Los platos del banquete se sucedían sin fin, y cuando la gente se cansaba de comer, se trasladaba al ala oeste, donde una Nuharoo sedente aceptaba sus regalos como un Buda recibiendo a sus acólitos.
El regalo de Hsien Feng fue el primero: una caja gigante envuelta en seda roja y atada con cintas amarillas que seis eunucos introdujeron en el salón sobre una mesa de marfil. Los ojos de Nuharoo se iluminaron como los de un niño curioso. Bajo seis capas de envoltorios, apareció el regalo. Dentro de la caja, había un melocotón monstruoso del tamaño de un wok.
– ¿Por qué un melocotón? -preguntó Nuharoo-. ¿Es una broma?
– Ábrelo -le ordenó el emperador.
Nuharoo abandonó su asiento y caminó alrededor del melocotón.
– Muestra el hueso -ordenó su majestad.
El silencio invadió la sala. Después de que Nuharoo tocara, pinchara y sacudiera el melocotón varias veces, este se abrió por la mitad y su corazón se reveló como la esencia misma de la belleza, arrancando exclamaciones de admiración de los espectadores: un par de maravillosos zapatos.
Aunque Nuharoo no había sufrido en su infancia, había sufrido lo bastante como esposa abandonada como para ganarse el derecho a aquella recompensa. Los zapatos manchúes de altos tacones eran del más exquisito gusto y estaban recubiertos de gemas tan brillantes como el rocío sobre los pétalos de una peonía de primavera. Nuharoo lloraba de felicidad. Durante los meses en que el emperador Hsien Feng y yo perdimos la cuenta de nuestros días, Nuharoo se había convertido en un fantasma andante. Cada noche su rostro adquiría el color de la luz de la luna y entonaba cantos budistas para poder dormir. Ahora que yo había perdido el favor del emperador y me había convertido en la misma concubina desatendida que ella, sus celos habían cesado.
Felicité a Nuharoo por su belleza y su suerte y le pregunté si le quedaban bien los zapatos. Su respuesta me sorprendió:
– En su testamento su majestad ha legado a sus mujeres chinas palacios, pensiones y criados.
Miré a mi alrededor temerosa de lo que sucedería si su majestad oía aquello, pero se había quedado dormido. Nuharoo envolvió otra vez los zapatos en el melocotón y envió a su eunuco a guardar la caja.
– A despecho de su salud, el emperador no tiene intención de abandonar a las mujeres de los pies vendados, y eso me preocupa.
– De hecho su majestad debería ocuparse de sí mismo -repetí en voz baja-. Es tu cumpleaños, Nuharoo; olvídalo por un momento.
– ¿Cómo? -Se le cayeron las lágrimas-. Esconde a las putas en el palacio de Verano. Se gasta el dinero en construir un canal de agua alrededor de su pequeña «ciudad de Soochow». Ha amueblado y decorado todas las tiendas de alrededor del río. Las casas de té ahora presentan las mejores óperas y las galerías, a los más famosos artistas. Añade puestos para los artesanos y los adivinos, como si fuera una ciudad real, salvo que no hay clientes. ¡Su majestad ha dado nombres a las prostitutas! Una se llama Primavera; otra, Verano y también están Otoño e Invierno; las llama «bellezas para todas las estaciones». Yehonala, su majestad está harto de nosotras, las damas manchúes. Uno de estos días se desplomará y morirá en medio de sus flagrantes actividades y nos dejará en una situación absolutamente embarazosa.
Saqué el pañuelo y se lo ofrecí a Nuharoo para que se enjugara las lágrimas.
– No podemos tomárnoslo como algo personal. Mi sensación es que su majestad no está cansado de nosotras, sino de la responsabilidad hacia su país. Tal vez nuestra presencia le recuerda demasiado sus obligaciones. Al fin y al cabo, hemos estado diciéndole que está decepcionando a sus antepasados.
– ¿Tienes alguna esperanza de que su majestad recupere el buen juicio?
– Las buenas noticias de la frontera mejorarían el humor y aclararían las ideas de su majestad -le respondí-. En las noticias de la corte de esta mañana, he leído que el general Tseng Kou-fan ha lanzado una campaña para devolver a los rebeldes Taiping de nuevo a Nanking. Esperemos que tenga éxito; sus tropas deberían estar ya cerca de Wuchang.
Nuharoo me interrumpió.
– ¡Oh, Yehonala, no me hagas pasar por esta tortura, no quiero saberlo!
Me senté a su lado en una silla y tomé el té que An-te-hai me había pasado.
– Bien. -Nuharoo recuperó la compostura-. Soy la emperatriz y necesito saberlo, ¿verdad? Muy bien, dime lo que tengas que decirme, pero pónmelo fácil.
Intenté pacientemente instruir a Nuharoo en el tema. Por supuesto, ella no podía evitar saber algo ya, que los Taiping eran campesinos rebeldes, que habían adoptado el cristianismo y que su jefe, Hong Shiu-cuan, pretendía ser el hijo menor de Dios, el hermano de Jesús. Pero Nuharoo sabía poco del éxito de la batalla. Aunque Hsien Feng no reconocía públicamente la situación, los Taiping habían tomado el sur, la región campesina del país, y habían empezado a presionar hacia el norte.
– ¿Qué quieren estos Taiping? -dijo Nuharoo parpadeando.
– Derrocar nuestra dinastía.
– ¡Eso es impensable!
– Tan impensable como los tratados que los extranjeros nos han impuesto por la fuerza.
La expresión de Nuharoo me recordó la de un niño que acaba de descubrir una rata en una caja de caramelos.
– Los extranjeros nos «civilizarán» a través de la libertad de comercio y el cristianismo.
– ¡Qué insulto! -se burló Nuharoo.
– No puedo estar más de acuerdo. Los extranjeros dicen que están aquí para salvar las almas de los chinos.
– ¡Pero su conducta habla por sí misma!