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– Muy cierto, solo durante este año los ingleses han vendido en China mercancías por valor de nueve millones de libras, de los cuales seis millones eran de opio.

– No me digas que nuestra corte no está haciendo nada, dama Yehonala.

– Bueno, como dice el príncipe Kung, China está postrada y no tiene más alternativa que hacer lo que se le ordena.

Nuharoo se tapó los oídos.

– ¡Basta! Yo no puedo hacer nada en esto. -Y cogiéndome las manos me rogó-: ¡Deja estos asuntos a los hombres, por favor!

Nuharoo citó a Yung Lu, el comandante en jefe de la Guardia Imperial. Creía que, mientras tuviera a alguien que le guardara las puertas de la Ciudad Prohibida, estaría a salvo. Yo no podía discutir con ella. Pocos días antes, Nuharoo había celebrado la ceremonia nupcial de Rong con el príncipe Ch’un. Fue un largo acontecimiento que me dejó exhausta, pero Nuharoo rebosaba de energía y ánimo. Durante la ceremonia, se cambió de vestido trece veces; más que la novia.

Seguí a Nuharoo hasta una tranquila cámara del ala oeste donde aguardaba Yung Lu. Al entrar vi a un hombre con un físico vigoroso levantarse de una silla.

– Yung Lu, al servicio de sus majestades.

Las maneras del hombre eran humildes y su voz, firme. Se arrodilló, hizo una pronunciada reverencia y completó el ritual realizando los kowtows tradicionales, tocando con la frente en el suelo.

– Levántate -ordenó Nuharoo, e hizo un gesto para que los eunucos nos trajeran té.

Yung Lu tenía casi treinta años, un par de ojos fieros y una piel curtida por las inclemencias del tiempo. Tenía cejas como espadas y la nariz de un toro, una mandíbula grande y cuadrada y la boca en forma de lingote. Por sus anchas espaldas y el modo de plantarse, me recordaba a un antiguo señor de la guerra.

Nuharoo empezó a hablar de naderías, hizo comentarios sobre el tiempo mientras él le preguntaba sobre la salud del emperador. Cuando le preguntó sobre los Taiping, Yung Lu respondió con paciencia y precisión.

Me impresionaron sus maneras, reservadas y sinceras. Yo estudiaba sus ropas; vestía un uniforme de brigada de caballería de tres piezas, una falda cubierta por una túnica de corte sin mangas, sujeta por muletillas y lazos y revestida de tachuelas de cobre. El tejido de tafetán indicaba su rango.

– ¿Puedo ver tu ballesta? -le pregunté.

Yung Lu se la sacó del cinturón y se la pasó a Nuharoo, que a su vez me la dio a mí. Yo examiné la funda del arco. El carcaj estaba hecho de satén, piel, muletón y zafiros, con plumas de buitre en las flechas.

– ¿Y la espada?

Me pasó la espada; era pesada. Mientras probaba el filo con la yema del dedo, sentí que me estaba mirando y me sonrojé. Me avergoncé del modo en que prestaba atención a un hombre, aunque no sabía darle un nombre a la naturaleza de mi repentino interés.

An-te-hai me informó de que Yung Lu había saltado a la escena política de China por méritos propios. Tuve que contener mi afán por interrogar a Yung Lu. Tenía que ser cuidadosa con lo que decía, aunque pretendiera impresionarlo.

Me pregunté si Yung Lu tenía idea de lo raro que era para alguien como Nuharoo o yo celebrar aquel encuentro. Lo precioso que era poder pasar el tiempo con alguien cuya vida transcurría fuera de la Ciudad Prohibida.

– El palacio interior está tan aislado que a menudo nos parece que solo existimos como nombres para el país… -Mi voz traicionó de manera involuntaria mis pensamientos. Miré a Nuharoo, que sonrió y asintió. Aliviada, proseguí-. Las elaboradas vidas que llevamos solo sirven para confirmarnos a nosotros mismos que poseemos el poder, que somos quienes creemos que somos, que no tenemos nada que temer. Lo cierto es que no solo estamos asustados, sino que también tememos que el emperador Hsien Feng se muera de aflicción; él es quien tiene más miedo.

Como si mi revelación le impresionara, Nuharoo me cogió la mano y me clavó las uñas en la palma. Pero yo no podía parar.

– No pasa un día que no tema por mi hijo. -Me aventuré algo más y luego me callé súbitamente, con profundo azoramiento. Bajé la vista y noté la magnífica espada en la mano-. Espero que algún día Tung Chih se enamore de una espada tan bella como esta.

– ¡Ojalá sea así!

Nuharoo parecía encantada de que volviera a encauzar el tema. Uniéndose a mí, alabó la espada como una obra maestra.

Reconocí los símbolos en la empuñadura de la espada, que estaban reservados para el emperador, y, sorprendida, pregunté:

– ¿Fue un regalo de su majestad?

– En realidad fue un regalo del emperador Hsien Feng a mi superior, Su Shun -respondió Yung Lu-, quien a su vez me recompensó, con el permiso de su majestad.

– ¿Con qué motivo? -preguntamos Nuharoo y yo casi al mismo tiempo.

– Tuve la suerte de poder salvar la vida de Su Sung en una lucha contra los bandidos en la región montañosa de Hupei. Esta daga fue también mi recompensa.

Yung Lu se buscó la rodilla izquierda, sacó una daga de su bota y me la pasó. La empuñadura era de jade con piedras incrustadas. En cuanto mis manos tocaron el arma, noté una sensación muy excitante.

Era mediodía cuando Nuharoo dijo que tenía que irse para cumplir con sus obligaciones budistas. Para ella lo que Yung Lu y yo estábamos hablando carecía de interés. Una vez le pedí a Nuharoo que me hablara sobre el budismo y me dijo que todo se resume en el yuan, que ella interpretaba como «una existencia de no existencia» o «una oportunidad que no se sigue». Cuando le pedí más explicaciones, me dijo que era imposible. «No puedo describir mi relación con Buda en un lenguaje terrenal.» Me miró fijamente y con un tono rebosante de piedad condescendiente exclamó: «Nuestras vidas están predestinadas».

Cuando Nuharoo se fue, reanudé la conversación con Yung Lu. Me sentía iniciando un viaje fascinante del que disfrutaba a pesar de mi culpa. Yung Lu era de origen manchú y procedía del norte. Nieto de un general, se había unido al Portaestandarte Blanco a los catorce años y había ido ascendiendo, siguiendo la ruta académica imperial mientras proseguía con su instrucción militar. Le pregunté sobre sus relaciones con Su Shun.

– El gran consejero estaba al frente de un caso en el que yo era el demandante -respondió Yung Lu-. Era el octavo año del mandato de su majestad y yo me examinaba para ingresar en la administración pública.

– Sé lo ocurrido en aquellos exámenes, pero nunca había conocido a nadie que se hubiera presentado.

Yung Lu sonrió y se pasó la lengua por los labios.

– Lo siento, no pretendía interrumpirte.

– ¡Oh, no! -se disculpó.

– ¿Así que conseguiste un cargo gracias al examen?

– No, no lo conseguí -respondió él-. Sucedió algo extraño; la gente sospechaba que el ganador había hecho trampas; era un rico haragán. Mucha gente acusó de corrupción a los altos cargos. Con el apoyo de varios estudiantes, desafié al tribunal y exigí que repasaran la puntuación. Rechazaron mi propuesta pero no me rendí y yo mismo investigué el caso. Al cabo de un mes, a través de un anciano miembro del clan, presenté un informe detallado al emperador Hsien Feng, quien entregó el caso a Su Shun.

– ¿Su Shun conocía el tribunal, no?

– Sí, majestad. No le costó demasiado descubrir la verdad; sin embargo, el caso no era fácil de resolver.

– ¿Por qué?

– Implicaba a uno de los parientes cercanos del emperador.

– ¿Convenció Su Sung a su majestad de que debía tomar las medidas oportunas?

– Sí, y como consecuencia el director de la academia imperial fue decapitado.

– El poder de Su Shun reside en su lengua flexible -nos interrumpió Nuharoo, que había regresado en silencio, se había sentado sujetando su rosario de oración y hablaba con los ojos cerrados-. Su Shun podría hacer cantar a un muerto.

Yung Lu se aclaró la garganta, sin asentir ni rebatirla.