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– ¿Qué le dijo Su Shun al emperador Hsien Feng entonces? -le pregunté.

– Le puso a su majestad el ejemplo de un motín que hizo tambalearse al imperio durante el decimocuarto año de reinado del emperador Shun Chih, en 1657 -respondió Yung Lu-. Lo organizó un grupo de estudiantes que fue tratado injustamente en el examen para la administración pública.

Cogí la taza de té y bebí de ella.

– ¿Y cómo has acabado trabajando para Su Shun?

– Me metieron en la cárcel por causar problemas.

– ¿Y Su Shun te rescató?

– Él fue quien ordenó mi liberación.

– ¿Te reclutó y te ascendió?

– Sí, de teniente a comandante en jefe de la Guardia Imperial.

– ¿En cuántos años?

– En cinco años, majestad.

– Impresionante.

– Estoy terriblemente agradecido y siempre guardaré lealtad al gran consejero.

– Es tu obligación -comenté-, pero ten siempre presente que es el emperador Hsien Feng quien concede a Su Shun su poder.

– Sí, majestad.

Lo medité durante un momento y decidí revelar un fragmento de la información que An-te-hai había descubierto: Pao Yun, uno de los grandes consejeros, era enemigo de Su Shun. Yun Lu se sorprendió, aunque el influyente Pao Yun le molestaba a mucha gente.

– Su Shun consiguió astutamente atajar una rencilla personal; eliminó a su rival a través de la mano del emperador Hsien Feng, y lo hizo en nombre de la justicia.

Yung Lu permanecía en silencio y, al ver que yo aguardaba, se disculpó:

– Perdonadme, majestad, pero tengo problemas para hacer más comentarios.

– No tienes por qué hacerlos. -Dejé el té-. Me preguntaba si tú lo sabías.

– Sí, en realidad… un poco. -Humilló los ojos.

– ¿Acaso semejante astucia no dice mucho de Su Shun?

Sin atreverse a expresarse con demasiada libertad o tal vez porque dudaba de mis motivaciones, Yung Lu levantó los ojos para examinarme. En su mirada vi a un auténtico portaestandarte.

Me dirigí a Nuharoo; aún tenía las cuentas en su regazo, pero había dejado de mover los dedos. No sabía si estaba inmersa en el espíritu de Buda o se había quedado dormida. Suspiré; el emperador estaba demasiado débil, Su Shun era demasiado astuto, el príncipe Kung estaba demasiado lejos y yo necesitaba a un hombre a mi lado.

– El tiempo pondrá a prueba a Su Shun -declaré-. Lo que nos preocupa es tu lealtad. ¿De qué lado estás, del de Su Shun o del de su majestad el emperador Hsien Feng?

Yung Lu se arrojó al suelo y lo tocó con la frente.

– Por supuesto que con su majestad. El emperador tendrá mi eterna devoción, no me cabe ninguna duda de ello.

– ¿Y nosotros? ¿Las esposas y el hijo de su majestad?

Yung Lu enderezó la espalda y nuestros ojos se encontraron. Como cuando la aguada de tinta toca el papel de arroz, el momento creó una imagen permanente en mi memoria. De algún modo le traicionó su expresión, que me decía que en ese instante, estaba juzgando, sopesando, evaluando. Noté que quería saber si era digna de su compromiso.

Aguantando su mirada, le respondí en silencio que yo sabría corresponder a su honestidad y amistad. No lo habría hecho de haber sabido lo que iba a ocurrir. Yo confiaba demasiado en el control de mi voluntad y mis emociones y en que sería nada menos que la fiel concubina del emperador Hsien Feng.

Si miro hacia atrás, me estaba negando a mí misma la evidencia. Una y otra vez me negaba a admitir que deseaba algo más que protección física de Yung Lu en el momento en que nos conocimos. Mi alma anhelaba enardecer y ser enardecida. Cuando toqué el filo de su espada, mi «sano juicio» salió huyendo.

El eunuco regresó con té recién hecho. Yung Lu vació la taza como si acabara de cruzar el desierto, pero no bastó para calmar sus nervios. Su mirada me recordaba la de un hombre que acababa de resolver saltar de un acantilado. Los ojos se le agrandaron y también su inquietud. Cuando nuestros ojos volvieron a encontrarse, me di cuenta de que ambos éramos descendientes de los más duros portaestandartes manchúes. Éramos capaces de sobrevivir a infinidad de batallas, tanto externas como internas, sobrevivíamos gracias a la capacidad de raciocinio de nuestras mentes, a nuestra capacidad de vivir con la frustración que nos producía conservar nuestra virtud. Llevábamos máscaras sonrientes mientras moríamos por dentro.

Me sentí desgraciada cuando caí en la cuenta de que mi talento no era gobernar sino sentir. Semejante talento enriquecía mi vida, pero al mismo tiempo destruía cada momento de paz que había conseguido. Me sentía indefensa ante lo que me sucedía. Era el pez en la bandeja dorada, atado con la cinta roja, pero nadie podía devolverme al lago al que pertenecía.

Me agotaba el esfuerzo por guardar las apariencias y Yung Lu lo notaba. Le mudó el color; me recordó las murallas rosadas de la ciudad.

– La audiencia ha terminado -anuncié débilmente.

Yung Lu hizo una reverencia, se dio media vuelta y se fue.

Capítulo 17

En mayo de 1858, el príncipe Kung nos dio la noticia de que nuestros soldados habían sido bombardeados mientras aún estaban en sus cuarteles. Las tropas francesas e inglesas habían asaltado los cuatro fuertes Taku situados en la boca de Peiho. Horrorizado ante la caída de nuestras defensas marítimas, el emperador Hsien Feng declaró la ley marcial. Envió a Kuei Liang, el suegro del príncipe Kung, entonces gran secretario y el funcionario de la corte manchú de rango más elevado, a negociar la paz.

A la mañana siguiente, Kuei Liang solicitó una audiencia de emergencia. La noche anterior, había salido precipitadamente de la ciudad de Tientsin. El emperador volvía a estar enfermo y nos envió a Nuharoo y a mí a sentarnos en su lugar. Su majestad prometió que se reuniría con nosotras en cuanto pudiera.

Cuando Nuharoo y yo entramos en el salón de la Nutrición Espiritual, la corte ya estaba aguardando. En presencia de más de trescientos ministros y funcionarios, Nuharoo y yo, vestidas con nuestras túnicas doradas de la corte, ocupamos nuestros asientos, hombro con hombro, detrás del trono.

Minutos más tarde llegó el emperador Hsien Feng. Se arrastró hasta la plataforma y se dejó caer sin aliento en el trono. Parecía tan frágil que una leve brisa hubiera podido tumbarle. Llevaba la túnica suelta, no se había afeitado y la barba le crecía como las malas hierbas.

Llamó a Kuei Liang, que se adelantó. Su presencia me impresionó; su expresión, por lo general plácida y benevolente, había sido reemplazada por el nerviosismo extremo. Parecía muy envejecido, tenía la espalda encorvada y apenas podía ver su rostro. Le acompañaba el príncipe Kung y las sombras oscuras bajo los ojos me indicaban que tampoco él había dormido.

Kuei Liang empezó su informe. Recordaba su antiguo semblante lleno de inteligencia que ahora se apagaba; sus palabras eran inarticuladas y sus manos estaban como paralizadas. Dijo que había sido recibido con poco respeto por parte de los negociadores extranjeros. Usaron el incidente del Arrow, en el que fueron capturados piratas chinos navegando bajo una bandera inglesa, como excusa para evitarlo. No había pruebas que sostuvieran sus alegaciones; todo aquello bien podía ser una conspiración contra China. El emperador Hsien Feng escuchaba con expresión seria.

– Con la intención de darnos un escarmiento -prosiguió Kuei Liang-, los ingleses atacaron Cantón y toda la provincia ha caído. Con veintiséis buques de guerra, los ingleses y los franceses, acompañados de los americanos, «observadores imparciales», según ellos, y de los rusos, que han acudido al banquete de los desechos, han desafiado a su majestad.

No veía muy bien el rostro de mi marido, pero imaginaba su expresión.

– Al navegar río arriba hacia Pekín, están violando los términos del tratado anterior -declaró lisa y llanamente Hsien Feng.

– Me temo, majestad, que los vencedores dictan las reglas -se lamentó Kuei Liang negando con la cabeza-. Después de atacar los fuertes Taku, no necesitan otra excusa. ¡Ahora están a solo ciento sesenta kilómetros de la Ciudad Prohibida!