La corte se quedó atónita. Kuei Liang se vino abajo al ofrecer más detalles. Mientras oía aquello, una imagen se presentaba ante mis ojos: el momento en que fui testigo de cómo un muchacho del pueblo torturaba a un gorrión. El muchacho era mi vecino, que había encontrado un gorrión en una fosa de aguas residuales. Parecía como si la pequeña criatura acabara de aprender a volar; se había caído y se había roto un ala. Cuando el muchacho cogió el pájaro, tenía las plumas empapadas de agua sucia. Colocó el pájaro en una piedra enfrente de su casa y nos llamó para que fuéramos a verlo. Vi el minúsculo corazón latir en el cuerpo del pájaro. El chico sacudió al gorrión y tiró de las patas y las alas hasta que dejó de moverse.
– ¡Me has fallado, Kuei Liang! -El grito de Hsien Feng me despertó-. ¡Había depositado mi fe en tu éxito!
– Majestad, he presentado patéticamente mi sentencia de muerte a los enviados rusos y americanos -explicó Kuei Liang-. Les he dicho que si cedía un punto más, perdería la vida. Les dije que el emperador Hsien Feng había ordenado a mi predecesor, el virrey de Cantón, que se suicidase, porque había fracasado en su misión. El emperador me había ordenado llegar a una paz razonable y mutuamente ventajosa. Le había prometido que no acordaría nada que perjudicase a China, pero se burlaron y se rieron de mí, majestad. -El anciano cayó de rodillas, sollozando de vergüenza-. Yo… yo… merezco morir.
Ser testigo de las lágrimas del respetable Kuei Liang era algo desgarrador. Franceses e ingleses exigían indemnizaciones y disculpas por las guerras que habían librado contra nosotros en nuestra tierra. Según el príncipe Kung, habían declarado que los recientes acontecimientos anulaban e invalidaban los acuerdos previos. El gran consejero Su Shun, vestido con una túnica de corte roja, advirtió de que aquello era el pretexto para el siguiente movimiento de los bárbaros, que sería poner una pistola en la sien del emperador Hsien Feng.
– He fallado a mi país y a mis antepasados -se lamentó Hsien Feng-. Gracias a mi ineptitud, los bárbaros se aprovechan de nosotros… China ha sido violada y la culpa es solo mía.
Sabía que tenía que pedir permiso para poder hablar, pero la rabia me venció y exclamé:
– Los extranjeros viven en China por la gracia del emperador; sin embargo, nos han causado más daño que el que puedo expresar con palabras. Son el motivo del creciente desprestigio de nuestro gobierno a ojos de nuestro pueblo. No nos dejan más alternativa que despreciarlos.
Quería continuar, pero me ahogué en mis propias lágrimas. Solo unas semanas antes me había sentado detrás de Hsien Feng, mientras declaraba la guerra y ordenaba «muerte a los bárbaros». ¿De qué servían más palabras? En el transcurso de los acontecimientos, el emperador de China pronto se vería obligado a disculparse por la «perfidia de sus tropas, que habían defendido los fuertes Taku contra los ingleses el año anterior». China sería obligada a pagar a sus invasores una enorme cantidad de dinero como compensación.
El emperador necesitaba descansar; después de un corto receso, Kuei Liang volvió a hablar.
– Los rusos se han unido al latrocinio, majestad.
Hsien Feng respiró hondo y luego preguntó:
– ¿Qué quieren?
– Volver a trazar la frontera septentrional por los ríos Amur y Usuri.
– ¡Tonterías! -vociferó Hsien Feng, y cuando empezó a toser, sus eunucos corrieron a su lado y le secaron la nuca y la frente, pero los apartó-. ¡Kuei Liang, tú has permitido que esto suceda… tú!
– Majestad, no merezco más perdones ni los pido. Estoy preparado para ahorcarme. Ya me he despedido de mi familia; mi esposa e hijos me han convencido de que lo comprenden. Solo quiero haceros saber que he hecho lo que estaba en mis manos y no he podido conseguir que los bárbaros negociaran. Solo amenazan con la guerra y… -Kuei Liang se calló y se volvió hacia su yerno.
El príncipe Kung avanzó unos pasos y acabó la frase de Kuei Liang por él.
– Los rusos dispararon ayer sus cañones. Ante el miedo de que amenazaran la capital, el ministro Yi Shan firmó el tratado y aceptó los términos rusos. Majestad, aquí tenéis una copia del tratado.
Lentamente, el emperador Hsien Feng cogió el documento.
– ¿Al norte del río Amur y al sur de la zona montañosa de Wai-hsin-an, no es así?
– Así es, majestad.
– Eso son más de seiscientos kilómetros cuadrados.
Incapaces de soportar la aplastante tristeza, muchos en la corte empezaron a llorar.
– ¡Su Shun! -gritó el emperador Hsien Feng, desplomándose en su asiento.
– Estoy aquí, majestad. -Su Shun se presentó ante él.
– Haz decapitar a Yi Shan y releva a Kuei Liang de todos sus cargos.
Mi corazón estaba con Kuei Liang mientras los guardias lo escoltaban fuera del salón. Durante la siguiente pausa, aproveché un momento para hablar con el príncipe Kung. Le pedí que hiciera algo para frenar el decreto. Me dijo que no me preocupase. Me hizo comprender que Su Shun estaba al mando y que no cumpliría la orden de Hsien Feng, que había respondido afirmativamente solo para apaciguar a su majestad. La corte confiaba en que Su Shun convencería al emperador de que cambiara de opinión; todo el mundo sabía que era imposible sustituir a Kuei Liang.
En los meses siguientes, el emperador Hsien Feng se volvió aún más dependiente de Su Shun y sus siete grandes consejeros. Recé por que Su Shun fuera capaz de sostener el cielo para su majestad. Aunque no me gustaba Su Shun, no tenía intenciones de convertirme en su enemiga. Ni en sueños pretendía ofenderle, pero un día sería inevitable.
Llevaba tres días nevando y fuera había ventisqueros de más de medio metro. Aunque las estufas de carbón estaban encendidas, hacía demasiado frío para estar cómodo. Yo tenía los dedos tiesos como palillos. Enterrado en su abrigo de pieles, Hsien Feng estaba repantigado en una silla del salón de la Nutrición Espiritual con los ojos cerrados.
Me senté en el despacho y me puse a resumirle documentos. Durante los últimos meses, me había vuelto a convertir en secretaria imperial. Simplemente él se había quedado sin energía y me había pedido que le ayudara seleccionando las cartas cuya respuesta urgía más. Su majestad pronunciaba las palabras y yo las convertía en respuestas.
Era todo un reto, pero estaba encantada de poder ayudarle. De repente ya no era la concubina abandonada, ya no tenía que pasarlas negras, se me presentaba la oportunidad de compartir con su majestad su sueño de resucitar China. Me hacía sentir bien y mi energía era inagotable. Por primera vez en mucho tiempo, noté verdadero afecto en sus ojos. Una noche, ya tarde, cuando Hsien Feng se despertó en su silla, me tendió la mano. Quería que supiera que agradecía mi ayuda; ya no llamaba a Verano, una de sus concubinas chinas, ni a Nuharoo, ni siquiera cuando le suplicaba que saliera a pasear con ella.
Visité a Nuharoo para pasar un rato con Tung Chih, que dormía junto a sus nodrizas. La puse al día de mi trabajo con su majestad y ella me confesó que estaba complacida con mi humildad.
Cada día al alba, me vestía e iba al salón de la Nutrición Espiritual en un palanquín. Enseguida empecé a clasificar documentos oficiales en distintas cajas. El emperador Hsien Feng solía estar aún dormido en la habitación contigua. Alineaba las cajas en función de la urgencia. Cuando el sol se alzaba y entraba el emperador, yo ya estaba preparada para hacerle un resumen. Él lo meditaba y sopesaba sus decisiones. A veces discutía conmigo, y poco después no esperaba a que dictase los edictos necesarios.
Le hacía sugerencias con la esperanza de complementar las ideas de su majestad. Un día llegó tarde y, como una de las cajas necesitaba atención inmediata, para ahorrar tiempo escribí una propuesta imitando su estilo. Cuando se la leí para que la aprobase, no hizo ningún cambio. El edicto fue enviado con su sello.