– ¡Tonterías! No necesitamos a esos contemporizadores -interrumpió Su Sung, señalando con el dedo al príncipe Kung.
Hsien Feng levantó la mano para acallar a Su Sung. Era consciente de que la corte estaba dividida con respecto a cómo manejar la situación y Su Shun y el príncipe Kung lideraban sectores opuestos.
– Una audiencia es pedir demasiado -declaró Hsien Feng-. No permitiré que los bárbaros entren en Pekín.
La usual procesión de eunucos y doncellas entró con el té. Todos vestían con magnificencia. Cada vez que caminaba por mi jardín, solo sentía el poder y la gloria a mi alrededor. Incluso los senderos de los grillos del jardín tenían un toque de nobleza, eran gordos y verdes y más robustos que los que había visto en el campo, pero todo llega a su fin.
– Los extranjeros vienen con tropas -recordó el príncipe Kung a su hermano después de un largo silencio.
– ¡Muerte a los extranjeros! -La voz de Su Shun estaba cargada de emoción-. Majestad, es hora de dictar una orden para tomar al embajador británico como rehén; así se verán obligados a retirar sus tropas.
– ¿Y si se niegan? -preguntó el príncipe Kung.
– Lo decapitaremos -respondió Su Shun-. Confiad en mí; cuando capturemos al jefe del enemigo, el resto se rendirá. Entonces podremos enviar al general Seng-ko-lin-chin con los portaestandartes a cortar el resto de las cabezas de los bárbaros.
– ¿Habéis perdido el juicio? -le refutó el príncipe Kung-. El embajador inglés es solo un mensajero. Perderemos talla moral ante los ojos del mundo; eso daría a nuestros adversarios una excusa perfecta para invadirnos.
– ¿Talla moral? -se burló Su Shun-. ¿Qué talla moral tienen los bárbaros en su comportamiento con respecto a China? Vienen con exigencias al hijo del cielo. ¡Cómo os atrevéis a poneros del lado de los bárbaros! ¿Representáis a su majestad el emperador de China o a la reina de Inglaterra?
– ¡Su Shun! -El rostro del príncipe Kung se enrojeció y crispó las manos-. ¡Es mi deber servir al emperador con veracidad!
Su Shun se acercó al emperador Hsien Feng.
– Debemos frenar a su majestad el príncipe Kung. Ha engañado a la corte. Él y su suegro se han encargado de todas las negociaciones. Según el resultado de los tratados y la información que me han proporcionado mis investigadores, tenemos razones para sospechar que el príncipe Kung se ha aprovechado de su cargo. -Su Shun hizo una pausa y acercó el cuerpo hacia el príncipe Kung como si estuviera acorralándolo-. ¿Acaso no habéis hecho tratos con nuestros enemigos? ¿No os han prometido los bárbaros que, cuando entren en la Ciudad Prohibida, os recompensarán?
Las venas del cuello del príncipe Kung se hincharon y las cejas se le arrugaron como una raíz de jengibre. Se abalanzó sobre Su Shun, lo derribó y empezó a golpearle.
– ¡Comportaos! -gritó el emperador Hsien Feng-. Su Shun tiene mi permiso para manifestarse.
Las palabras de su majestad abatieron al príncipe Kung. Bajó las manos y se puso de rodillas.
– Mi hermano imperial, no conseguiremos nada apresando a su embajador. Apuesto mi cabeza. La situación solo se volverá en nuestra contra. En lugar de retroceder, enviarán sus flotas a nuestras costas. He estudiado lo bastante como para conocer sus maneras.
– Claro. -Su Shun se puso en pie, con las largas mangas flotando en el aire-. Lo bastante como para establecer contactos y lo bastante como para olvidar quién sois.
– ¡Una palabra más, Su Shun -dijo el príncipe Kung con las mandíbulas apretadas-, y os arrancaré la lengua!
A pesar de las advertencias de Kung, se dictó un edicto para capturar al embajador británico. Durante los días que siguieron, la Ciudad Prohibida estuvo tranquila. Cuando llegaron noticias de que el embajador había sido apresado, Pekín lo celebró. Su Shun fue saludado como un héroe. Casi inmediatamente, las noticias de ataques extranjeros a lo largo de la línea de la costa acabaron con el júbilo. Los documentos que llegaban a su majestad desde la frontera olían a humo y sangre. Pronto los papeles se apilaron contra las paredes y ya no había modo de clasificarlos. La situación fue exactamente la que el príncipe Kung había previsto.
El 1 de agosto de 1860 fue el peor día para el emperador Hsien Feng. Nada podía detener a los bárbaros. El príncipe Kung fue denunciado y el Tsungli Yamen disuelto. Bajo el nombre de «los aliados», los ingleses entraron con ciento setenta y tres buques de guerra y diez mil soldados, los franceses con treinta y tres buques y seis mil soldados. Luego se les unieron los rusos y, juntos, desembarcaron una fuerza de dieciocho mil hombres en las costas del golfo de Chihli.
Los aliados se lanzaron contra las inmensas fortificaciones que se extendían a lo largo de la desembocadura del río Amarillo y el litoral, las atravesaron, hundiéndose hasta las rodillas en el barro y alcanzaron tierra firme. Luego empezaron a avanzar hacia Pekín. El general Seng-ko-lin-chin, comandante en jefe de las Fuerzas Imperiales, envió un mensaje al emperador comunicando que estaba preparado para morir; en otras palabras, que todas las esperanzas de proteger la capital se desvanecían.
Otros informes describían el valor y el patriotismo, lo que me llenaba de tristeza. El sistema defensivo de la antigua China se había convertido en un estorbo: solo barreras de estacas de bambú y complejos diques y zanjas defendían nuestros fuertes. Nuestros soldados no podían demostrar su dominio de las artes marciales en el combate. Les disparaban antes incluso de divisar al enemigo.
La caballería mogol era famosa por su invencibilidad. En un día desaparecieron tres mil jinetes. Los cañones y las armas de los occidentales los barrían como el viento de final del otoño a las hojas secas.
El emperador Hsien Feng estaba bañado en sudor. Una fiebre alta le había consumido tanta energía que ya no podía ni comer. La corte temía que sufriera un colapso. Cuando le bajó la fiebre, me pidió que dictara cinco edictos para que fueran entregados inmediatamente al general Seng-ko-lin-chin. En nombre de su majestad, informé al general de que se estaban reuniendo tropas de todo el país y que en cinco días el legendario general Sheng Pao dirigiría un rescate. Casi veinte mil hombres más, incluyendo siete mil de la caballería, se incorporarían al contraataque.
En el siguiente edicto, escribí como si su majestad hablara a la nación:
Los traicioneros bárbaros están dispuestos a sacrificar nuestra fe en la humanidad. Avanzan hacia Tungchow. Vergonzosamente anuncian su intención de obligarme a recibirlos en audiencia. Su amenaza supone que cualquier tolerancia por nuestra parte sería negligencia en el cumplimiento del deber hacia el imperio.
Aunque mi salud está en grave estado, no puedo hacer más que luchar hasta mi último aliento. Me he dado cuenta de que ya no puedo conseguir paz y armonía sin la fuerza. Ahora os ordeno a vosotros, ejércitos y ciudadanos de todas las razas, que os unáis a la batalla. Recompensaré a quienes hagan gala de valor. Por cada cabeza de un bárbaro negro [tropas sijs británicas] ofrezco una recompensa de cincuenta taels y por cada cabeza de bárbaro blanco ofrezco una recompensa de cien mil taels. Los súbditos de otros Estados sumisos no deben ser molestados, y siempre que ingleses y franceses demuestren arrepentimiento y abandonen sus maneras perversas, me complacerá permitirles que comercien otra vez, como antaño. Que se arrepientan mientras aún tienen tiempo.
El salón de la Virtud Luminosa estaba húmedo por los días de las fuertes lluvias. Me sentía como dentro de un ataúd gigante. Alrededor del lecho del emperador Hsien Feng, se construyó un trono provisional y se elevó una plataforma. Cada vez más ministros acudían en busca de audiencias de emergencia. Todos parecían ya derrotados. Se descuidaba la etiqueta y la gente discutía y se peleaba en voz alta. Numerosos ancianos morían en mitad de las discusiones. En la frontera las balas y los proyectiles de cañón eran gruesos como el granizo. Recostado en su silla, el emperador leía los últimos informes. Le volvió a subir la fiebre y le colocaron toallas frías en la frente y en el cuerpo. Se le caían las páginas de los dedos temblorosos.