Dos días más tarde, llegaron noticias de la caída. La primera fue el fuerte septentrional superior, tomado después de un feroz combate bajo un bombardeo intensivo por los dos lados. Los aliados presionaban y Seng-ko-lin-chin decía que los obuses que alcanzaron los almacenes de pólvora de los fuertes del norte habían mermado sus defensas.
El 21 de agosto, Seng-ko-lin-chin se entregó y los fuertes Taku se rindieron. El camino hacia Pekín estaba despejado.
Nos informaron de que los aliados estaban a solo veinte kilómetros de la capital. Llegaron las tropas del general Sheng Pao, pero no resultaron de ninguna ayuda; el general había perdido su última división el día anterior.
La gente entraba y salía del salón de audiencias a grandes zancadas, como personajes de papel recortado. Las palabras en las que cada uno deseaba a su majestad una vida longeva sonaban huecas. Aquella mañana las nubes estaban tan bajas que podía sentir la humedad del aire en los dedos. Las ranas saltaban por todo el patio; parecían desesperadas. Había ordenado a los eunucos limpiar el patio de ranas, pero habían vuelto.
El general Seng-ko-lin-chin estaba de rodillas ante su majestad, implorando un castigo que le fue aplicado. Le despojaron de todos sus títulos y se le condenó al destierro. Preguntó si podía ofrecer a su majestad un último servicio.
– Concedido -murmuró el emperador Hsien Feng.
Seng-ko-lin-chin dijo:
– Se acerca la luna llena…
– Ve al grano -dijo el emperador volviendo la cabeza hacia el techo.
– Yo…
Con manos titubeantes el general sacó un pequeño pergamino del bolsillo interior de su túnica y se lo dio al eunuco jefe Shim. Shim desplegó el rollo para que lo viera el emperador. «Ir a Jehol», decía.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó el emperador Hsien Feng.
– Cazar, majestad -respondió Seng-ko-lin-chin.
– ¿Cazar? ¿Crees que estoy de humor para ir de caza?
Seng-ko-lin-chin se explicó detalladamente: era el momento de abandonar Pekín, era el momento de olvidar las apariencias. Sugería que el emperador usara los tradicionales terrenos de caza de Jehol como excusa para escapar. En opinión del general, la situación era irreversible; China estaba perdida. Los enemigos estaban de camino para arrestar y derrocar al hijo del cielo.
– Mis costillas, Orquídea. -Su majestad se esforzó en sentarse-. Me duele como si tuviera hierbas y matojos creciendo en su interior. Oigo el viento soplar a través de ellas cuando respiro.
Le di un leve masaje en el pecho.
– ¿Significa eso un sí a la cacería? -preguntó Seng-kolin-chin.
– Si no me crees, puedes tocarme la barriga con la mano -me comentó su majestad, ignorando a Seng-ko-lin-chin-. Vamos, golpea mi pecho, oirás un sonido vacío.
Sentí lástima por Hsien Feng, pues no tenía vocabulario para lo que estaba sintiendo, ni lo comprendía. Había perdido el orgullo; sin embargo no podía evitar seguir viéndose como el amo del universo. Sencillamente no podía vivir de otro modo.
– Entonces tendré los terrenos de caza preparados.
Seng-ko-lin-chin dejó caer las palabras y se retiró en silencio.
– ¡Una rata va a parir! -Su majestad prorrumpió en gritos histéricos-. Está pariendo a sus crías en un montón de harapos, en un agujero que hay detrás de mi cama. Mi palacio se llenará de ratas. ¿A qué esperas, dama Yehonala? ¿No vas a acompañarme a cazar en Jehol?
Mis pensamientos se aceleraron. ¿Abandonaríamos la capital? ¿Dejaríamos el país a los bárbaros? Habíamos perdido puertos, fuertes y costas, pero no habíamos perdido a nuestro pueblo. Seguramente nos quedaríamos en Pekín, porque incluso cuando los bárbaros llegaran, tendríamos la oportunidad de luchar si nuestro pueblo estaba con nosotros.
Si el emperador Hsien Feng hubiera sido un hombre fuerte, habría actuado de otro modo. Habría sido un ejemplo de cómo conducir una nación en la guerra, habría ido él mismo a la frontera y, si hubiera muerto, habría preservado el honor de China y salvado su nombre, pero era un hombre débil.
Nuharoo trajo a Tung Chih para la cena. A pesar del mal tiempo, parecía una bola de nieve, envuelto en un abrigo de piel blanco. Le estaban dando de comer carne de pichón con una rebanada de pan cocido. Parecía alegre y jugaba a un juego de cuerda llamado «Átame, desátame» con An-te-hai. Tumbado en su cama, Hsien Feng contemplaba a su hijo. Sonreía y alentaba al niño a desafiar al eunuco. Entonces aproveché la oportunidad para hablar.
– ¿Majestad? -Intenté no plantear una discusión-. ¿No creéis que el espíritu de la nación se desmoronará si su emperador… está ausente? -Evité la palabra «deserta»-. Un dragón necesita una cabeza, una capital vacía alentará el pillaje y la destrucción. El emperador Chou Wen-wang de la dinastía Han optó por huir durante la crisis de su reino y el resultado fue que perdió el respeto de su gente.
– ¡Cómo te atreves a plantear esta comparación! -El emperador Hsien Feng escupió las hojas de té en el suelo-. He decidido irme por la seguridad de mi familia, tú incluida.
– Creo que demostrar la fuerza de la corte al pueblo es crucial para la supervivencia de China -susurré suavemente.
– No me siento como para hablar de esto ahora.
Su majestad llamó a su hijo y empezó a jugar con él. Tung Chih corría riéndose y se escondió debajo de una silla.
Ignoré a Nuharoo, que me hacía gestos para que me fuera, y proseguí:
– El abuelo de Tung Chih y el bisabuelo se habrían quedado si se hubieran enfrentado a esta situación.
– ¡Pero no se les presentó esta situación! -explotó Hsien Feng-. Siento celos de ellos; son ellos quienes me han dejado esta maraña. En 1842, cuando se perdió la primera guerra del Opio, yo era solo un niño. No he heredado más que problemas. Todo lo que recuerdo de aquellos días son las indemnizaciones que estoy obligado a pagar. ¡Ocho millones de taels a cada país! ¿Cómo voy a satisfacer esa cantidad?
Discutimos hasta que me ordenó que regresara a mis dependencias. Sus últimas palabras rondaron mi cabeza toda la noche.
– Una palabra más y te recompensaré con una cuerda para que te ahorques.
Nuharoo me invitó a dar un paseo por su jardín. Me contó que sus arbustos se marchitaban debido a alguna plaga de una rara especie de mariposa. Le respondí que no estaba de humor para hablar de mariposas.
– Deben de ser polillas; de cualquier modo, son bonitas. -Sin prestarme atención, ella continuaba-.Vamos a cazar mariposas, olvídate de los bárbaros.
Entramos cada una en nuestro palanquín. Me habría gustado poder disfrutar de la invitación de Nuharoo, pero en mitad del paseo cambié de opinión y ordené a mis porteadores que me condujeran al salón de la Virtud Luminosa. Envié un mensajero a Nuharoo para pedirle perdón y comunicarle que la decisión del emperador de abandonar la capital pesaba gravemente en mí.
En el vestíbulo me encontré con mis cuñados, el príncipe Kung, el príncipe Ch’un y el príncipe Ts’eng. El príncipe Ch’un me dijo que habían ido a convencer a su majestad de que se quedara en Pekín, lo que me alegraba y me llenaba de esperanza.
Antes de entrar, aguardé en el jardín hasta que sirvieron el té. Una vez dentro, me senté junto al emperador Hsien Feng. Me di cuenta de que había otros invitados; además de los príncipes, también estaban allí Su Shun y su hermanastro Tuan Hua. Durante los últimos dos días, Su Shun y Tuan Hua habían estado haciendo preparativos para que el emperador se fuera a Jehol. Al otro lado de las paredes, el sonido de los carruajes yendo y viniendo era constante.