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Durante todo el viaje, Nuharoo vistió la misma ropa. Tardé un rato en percatarme de que estaba más que aterrorizada.

– Por si nos atacan y me matan -me contó-, quiero estar segura de que entro en la próxima vida vestida como es debido.

Aquello no tenía sentido para mí; si nos atacaban, su ropa sería lo primero que cualquiera robaría, así que podía acabar desnuda en su próxima vida. Había oído en Wuhu que los saqueadores de tumbas les cortaban a los muertos la cabeza y las manos para quitarles las cadenas y los anillos.

Yo me vestí lo más sencillamente que pude. Nuharoo me dijo que mi vestido, que había tomado de una antigua doncella, deshonraba mi rango. Sus palabras me hicieron sentir más segura. Cuando intenté vestir a Tung Chih del mismo modo, Nuharoo se disgustó.

– ¡Por el amor de Buda, es el hijo del cielo! ¡Cómo te atreves a vestirlo como un vagabundo!

Le quitó a Tung Chih la túnica de sencillo algodón y se la cambió por otra de encaje dorado con unos símbolos a juego con los de ella.

Los aldeanos no sabían lo que estaba pasando; aún no les habían llegado las malas noticias de Pekín. Y además, por el modo de vestir de Nuharoo y Tung Chih, nadie podía admitir que se aproximaba el desastre. Se sintieron honrados de que eligiéramos su pueblo para pasar la noche y nos sirvieron panecillos de trigo integral cocidos y sopa de verduras.

Los mensajeros enviados por el príncipe Kung regresaron con unas pocas noticias buenas entre todas las malas. Habían capturado a un influyente oficial extranjero llamado Parkes y a otro llamado Loch. El príncipe Kung los usaba como moneda de cambio en las negociaciones. El último mensajero informó de que los aliados habían tomado la Ciudad Prohibida, el palacio de Verano y Yuan Ming Yuan.

– El comandante supremo aliado vive en el dormitorio de su majestad con una prostituta china -informó el mensajero.

El rostro deslucido de su majestad se empapó de sudor; abrió la boca, pero fue incapaz de pronunciar una palabra. Pocas horas más tarde, escupió una bola de sangre.

Capítulo 18

– ¡Habla! -ordenó el emperador Hsien Feng al eunuco que estaba al mando de la seguridad de Yuan Ming Yuan.

El eunuco había sido enviado por su superior, que se había suicidado después de fracasar en el cumplimiento de su deber.

– Empezó el cinco de octubre. -El eunuco hizo un esfuerzo para calmar su voz temblorosa-. Era una mañana nublada, el palacio estaba tranquilo y no había nada que se saliera de la normalidad. Hacia el mediodía empezó a llover. Los guardias me preguntaron si podían entrar y yo les di mi permiso. Todos estábamos muy cansados… Entonces fue cuando oí los cañones. Pensé que estaba soñando y lo mismo les pasó a los guardias; uno incluso dijo que había oído un trueno, pero al cabo de un momento olimos el humo. Poco tiempo después vino un guardia corriendo para decirnos que los bárbaros estaban en la puerta de la Elevada Virtud y en la de la Paz. Mi superior le preguntó qué les había sucedido a las tropas del general Seng-ko-lin-chin. El guardia respondió que los bárbaros las habían capturado… Entonces nos dimos cuenta de que estábamos desprotegidos.

»Mi superior me ordenó que custodiara el jardín de la Felicidad, el jardín de las Onduladas Aguas Claras, el jardín de la Luna Serena y el jardín de la Brillante Luz del Sol, mientras que él custodiaría el jardín Perenne y el jardín de Junio. Sabía que yo no podría guardarlos; ¿cómo menos de cien personas iban a proteger jardines de más de treinta kilómetros?

»Mientras corríamos a esconder el mobiliario, aparecieron los bárbaros en el jardín. Di instrucciones a mi gente de que tiraran los bienes menos valiosos y enterraran los importantes, pero no nos dio tiempo a cavar. Enterré lo que pude, incluido el gran reloj y el universo móvil, y los demás tienen algunos pergaminos.

»Cuando arrastrábamos las bolsas, nos topamos con los bárbaros y nos dispararon. Los guardias caían como moscas. Los que no eran abatidos por los disparos eran capturados y más tarde arrojados al lago. Los bárbaros me ataron a la grulla de bronce que está junto a la fuente. Abrieron las bolsas y se alborozaron al descubrir el tesoro. Sus bolsillos eran demasiado pequeños para llevárselo todo, así que sacaron las túnicas de su majestad y las convirtieron en hatillos. Las llenaron y se las colgaron alrededor del hombro y de la cintura. Cogían lo que podían llevarse y destruían lo demás. Se pelearon entre ellos por el botín.

»Los bárbaros que llegaron más tarde intentaron llevarse lo que quedaba. Desmantelaron los animales astrológicos de bronce de su majestad, pero no la jarra gigante de oro, que resultaba demasiado pesada para moverla. Al final arrancaron con sus cuchillos todo el oro que decoraba las columnas y las vigas. El pillaje continuó durante dos días. Los bárbaros rompían las paredes y horadaban el suelo.

– ¿Qué encontraron? -le pregunté.

– De todo, mi señora; vi a un bárbaro caminar por detrás de la fuente con vuestra túnica ceremonial.

Intenté no imaginarme la escena mientras el eunuco seguía describiendo el saqueo del resto de Yuan Ming Yuan, pero mi mente veía vívidamente cómo los bárbaros entraban en la villa del Albaricoque y en la casa de té de la Hoja del Loto. Veía sus rostros iluminados mientras corrían por los dorados y ricamente labrados pasillos de los edificios centrales. Los veía entrar en mi habitación y saquear mis cajones. Los veía irrumpir en mi trastero, donde había ocultado mis objetos de jade, plata y esmalte, mis pinturas, bordados y oropeles.

– …Había mucho que llevarse, así que los bárbaros arrancaron las perlas del tamaño de canicas de las túnicas de la emperatriz Nuharoo y vaciaron las cajas de diamantes del emperador…

– ¿Dónde estaba el príncipe Kung? -preguntó el emperador Hsien Feng, que se escurrió de la silla e intentó con todas sus fuerzas volver a erguirse.

– El príncipe Kung operaba fuera de Pekín. Cerró un trato con los bárbaros a cambio de liberar a los oficiales capturados, Parkes y Loch, pero era demasiado tarde para detener el pillaje. Para encubrir su crimen, los diablos extranjeros… su majestad, no puedo… decirlo… -El eunuco se derrumbó en el suelo como si ya no tuviera columna vertebral.

– ¡Dilo!

– Sí, majestad. Los diablos… incendiaron…

El emperador Hsien Feng cerró los ojos. Le costaba respirar y el cuello se le torció como si estuviera entre las garras de un fantasma.

El 13 de octubre los bárbaros incendiaron más de doscientos pabellones, salones, templos y los terrenos de cinco palacios. Todo se consumió. El viento transportó el humo y las cenizas por encima de las murallas. Flotaban sobre la ciudad como una nube densa y se metían en el pelo, los ojos, la ropa y los cuencos de la gente. De Yuan Ming Yuan no quedó nada, salvo la pagoda de mármol y el puente de piedra. Entre los cientos de hectáreas de jardines, el único edificio que quedó en pie fue el pabellón de las Preciosas Nubes, que se alzaba en una colina por encima del lago.

Más tarde supimos por el príncipe Kung del «sonido semejante al trueno» que la gente describía. No era el ruido del trueno sino de los explosivos. Los ingenieros reales británicos habían colocado cargas de dinamita en muchos de nuestros pabellones.

Durante el resto de mi vida, recordaría la escena de aquella magnificencia súbitamente transformada en montañas de escombros. Las llamas de los incendios engulleron seis mil edificios, entre ellos el palacio de mi alma, junto con los tesoros y obras de arte coleccionadas por generaciones de emperadores.

Hsien Feng tendría que vivir con la vergüenza, que al final lo devoraría. Ahora que soy una anciana, cuando me canso de trabajar o pienso en abandonar, visito las ruinas de Yuan Ming Yuan. En cuanto pongo los pies entre las piedras quebradas, me parece oír la algarabía de los bárbaros. La imagen me ahoga como si el humo aún flotara en el aire.