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La salud de Hsien Feng parecía haberse estabilizado un poco. En cuanto su majestad pudo sentarse, el príncipe Kung le envió borradores de los tratados. Me mandó llamar para que le ayudara.

– Vuestro hermano espera que hagáis honor a los términos -dije, resumiendo la carta del príncipe Kung a su majestad-. Dice que estos son los documentos finales; después de vuestra firma, se restaurarán la paz y el orden.

– Los bárbaros me piden una recompensa por escupirme a la cara -respondió indignado Hsien Feng-. Ahora entiendo por qué mi padre no cerró los ojos al morir: no pudo tragarse el insulto.

Esperé a que se calmara antes de reanudar la lectura. Algunos de los términos alteraron tanto a su majestad que jadeaba como si le faltara el aire. Su garganta emitía sonidos guturales y luego tuvo un acceso de tos.

Minúsculas manchas de sangre cubrían el suelo y las mantas. Yo no quería seguir leyendo, pero tenía que devolver los documentos al cabo de diez días. El príncipe Kung había dicho que, de no ser así, los aliados destruirían la capital.

No tenía sentido que el emperador Hsien Feng se golpeara el pecho y gritara: «¡Todos los extranjeros son unas bestias brutas!». Tampoco tenía sentido emitir edictos instando al ejército a luchar con más fuerza. La situación era irreversible.

Tung Chih miraba a su padre arrastrarse fuera de la cama y arrodillarse suplicando ayuda al cielo. Una y otra vez, Hsien Feng deseaba tener el coraje suficiente para quitarse la vida.

En el salón de la Pasión Literaria se sellaron los tratados con Francia y Gran Bretaña. Ambos tratados validaban el anterior Tratado de Tientsin, pero añadían artículos. Era la primera vez en varios miles de años que China soportaba semejante humillación.

El emperador Hsien Feng se vio obligado a abrir la ciudad de Tientsin como nuevo puerto comercial. Para él aquello no solo permitía a los bárbaros comerciar en el jardín de su casa, sino también su acceso militar a la capital a través de mar abierto. Su majestad también se vio obligado a «alquilar» Kowloon a los británicos como compensación de guerra. Los tratados declaraban que los misioneros occidentales tendrían total libertad y protección para operar en China, lo cual incluía la construcción de iglesias. Las leyes chinas no se aplicarían a ningún extranjero y las violaciones de los tratados por cualquier chino serían prontamente castigadas. China tendría que pagar indemnizaciones de ocho millones de taels a los ingleses y a los franceses.

Como si esto no fuera suficiente, los rusos presentaron un nuevo borrador del tratado chino-ruso de Pekín. El enviado ruso intentaba convencer al príncipe Kung de que el incendio de los palacios imperiales indicaba que China necesitaba protección militar de Rusia. Aunque era completamente consciente de que los rusos estaban abusando, no podía negarse. China no estaba en posición de defenderse y no podía permitirse un enemigo como Rusia.

«Cuando un puñado de lobos cazan a un ciervo enfermo, ¿qué otra cosa puede hacer el ciervo más que suplicar misericordia?», escribió el príncipe Kung en una carta. Los rusos querían las tierras de Amur en el norte, que los zaristas ya habían ocupado. Los rusos también se habían establecido a lo largo de todo el río Ussuri, al este de la frontera de Corea. Reclamaban el vital puerto chino de Haishenwei, que pronto sería conocido como Vladivostok.

Nunca olvidaré el momento en que el emperador Hsien Feng firmó los tratados. Fue como una pena de muerte; el pincel que sostenía parecía pesar mil kilos, la mano no le dejaba de temblar y no podía escribir su nombre. Para estabilizarle los codos, añadí dos cojines más a su espalda. El eunuco jefe Shim preparó la tinta y sujetó las páginas de los tratados delante de él sobre un cartapacio de papel de arroz.

No podía expresar mi pena por Hsien Feng y por mi país. En la comisura de los labios púrpura de su majestad, se acumulaba la saliva. Lloraba, pero no tenía lágrimas. Gritó y vociferó durante días, hasta que su voz sencillamente se extinguió. Entonces respirar se convirtió en una lucha.

Tenía los dedos como palillos crispados y su cuerpo no era más que un esqueleto; había iniciado el viaje que le llevaría a convertirse en un fantasma. Sus antecesores no habían respondido a sus plegarias y el cielo había sido inmisericorde con su hijo. Sin embargo, a pesar de su impotencia, Hsien Feng demostró la dignidad del emperador de China. Su lucha fue heroica: el moribundo sostenía el pincel, reticente a firmar la devastación de China.

Le pedí a Nuharoo que trajera a Tung Chih. Quería que fuera testigo de la lucha de su padre por cumplir con su deber, pero Nuharoo rechazó la idea, alegando que Tung Chih debía ser testigo de la gloria, no de la vergüenza.

Podía haber desafiado a Nuharoo y casi lo hice; deseaba decirle que morir no era vergonzoso ni tampoco tener el coraje de afrontar la realidad. La educación de Tung Chih debía empezar en el lecho de muerte de su padre, debía contemplar la firma de los tratados y recordar y comprender por qué su padre estaba llorando. Nuharoo me recordó que ella era la emperatriz del Este, la única cuya palabra era ley en la casa, así que tuve que retirarme.

El eunuco jefe Shim preguntó si a su majestad le importaría probar la tinta antes de firmar y Hsien Feng asintió. Yo coloqué el papel de arroz, y en el momento en que la punta del pincel tocaba el papel, la mano de Hsien Feng tembló violentamente. El temblor empezó por los dedos, luego se extendió a los brazos, los hombros y todo su cuerpo. El sudor le empapaba la túnica y puso los ojos en blanco mientras intentaba respirar con todas sus fuerzas.

Llamamos al médico Sun Pao-tien, que llegó y se arrodilló junto a su majestad. Puso la cabeza sobre el pecho de Hsien Feng y le auscultó. Miré los labios de Sun Pao-tien, medio ocultos por la larga barba blanca, y temí lo que estaba a punto de decir.

– Ha entrado en coma -anunció el médico incorporándose-. Se despertará, pero no puedo asegurar cuánto tiempo le queda.

Durante el resto del día, aguardamos a que Hsien Feng recuperara la conciencia y, cuando lo hizo, le supliqué que acabara la firma, pero no pronunció una palabra.

Habíamos llegado a un punto muerto: el emperador Hsien Feng se negaba a coger el pincel. Yo seguía preparando la tinta. Me habría gustado que el príncipe Kung estuviera allí. Y empecé a llorar de impotencia.

– Orquídea. -La voz de su majestad era apenas audible-. No podré morir en paz si firmo.

Lo entendía perfectamente; de estar en su lugar, yo tampoco habría querido firmar, pero el príncipe Kung necesitaba la firma para seguir negociando. El emperador se estaba muriendo, pero la nación tenía que seguir. China tenía que volver a ponerse en pie.

Por la tarde Hsien Feng consintió firmar solo después de que le dijera que su firma no sería un aval para la invasión sino una táctica para ganar tiempo. Cogió el pincel, pero no conseguía ver dónde tenía que poner su firma.

– Guía mi mano, Orquídea -me pidió, e intentó sentarse, pero se desplomó.

Entre el eunuco jefe Shim, An-te-hai y yo volvimos a sentar a su majestad. Le puse el papel cerca de las manos y le dije que podía firmar.

Con los ojos fijos en el techo, el emperador Hsien Feng movió el pincel. Yo guiaba con cuidado sus movimientos para evitar que su firma pareciera los garabatos de un niño. Cuando cubrimos su nombre con el sello rojo imperial, Hsien Feng dejó caer el pincel y perdió el conocimiento. La piedra de la tinta se cayó y se me manchó de tinta negra el vestido y los zapatos.

En julio de 1861, celebramos el trigésimo cumpleaños de Hsien Feng. Su majestad yacía en su lecho y perdía y recuperaba la conciencia. No hubo invitados. La ceremonia de cumpleaños incluía un desfile de comida. Apenas tocamos los platos; todo el mundo percibía la inminencia de su muerte.