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Un mes más tarde, Hsien Feng parecía tocar fondo. El médico Sun Pao-tien había pronosticado que su majestad moriría en cuestión de una semana, tal vez en unos días. La tensión de la corte aumentó cuando supo que el emperador no había nombrado a su sucesor.

A Tung Chih no se le permitía estar con su padre porque la corte temía que le molestara demasiado. Aquello me preocupaba; yo creía que cualquier afecto que le demostrara su majestad se grabaría en la memoria de Tung Chih para el resto de su vida.

Nuharoo me acusó de haber echado una maldición a Hsien Feng al decirle a Tung Chih que su padre iba a morir. Su astrólogo creía que solo cuando se negara a aceptar su muerte, Hsien Feng se curaría milagrosamente.

Era duro luchar contra Nuharoo cuando se le metía algo en la cabeza. Solo conseguí que An-te-hai llevara a escondidas a Tung Chih hasta el lecho de su padre. Generalmente entraba cuando Nuharoo se iba a entonar cánticos budistas o cuando, a la hora del té, disfrutaba de la ópera que Su Shun le regalaba y que se representaba en los aposentos de ella.

Para mi consternación, Tung Chih no quería estar con su padre. Se quejaba de su «espantoso aspecto» y de su «mal aliento». Se sentía fatal cuando yo lo empujaba hasta el lecho del enfermo. Llamaba a su padre «pesado» y una vez le gritó: «¡Hombre hueco!». Tiraba de las sábanas de Hsien Feng y le arrojaba almohadas. Quería jugar a los caballitos con su padre moribundo. No había ni un ápice de compasión en su cuerpecito.

Le di una zurra a mi hijo. Durante la semana siguiente, en lugar de llevar a Tung Chih con Nuharoo, me pasé el rato observándole y así descubrí la causa de su mal comportamiento.

Había dado instrucciones para que Tung Chih recibiera lecciones de equitación con Yung Lu, pero Nuharoo puso excusas para que el niño no asistiera. En lugar de practicar con caballos de verdad, Tung Chih montaba sobre los eunucos. Más de treinta eunucos tenían que gatear por el patio para hacerle feliz. Su «caballo» favorito era An-te-hai. Era el modo que el niño tenía de vengarse de él, que le había castigado por orden mía. Tung Chih fustigaba las nalgas de An-te-hai y le obligaba a andar a cuatro patas hasta que le sangraban las rodillas.

Peor que el trato deparado a An-te-hai, fue el recibido por un eunuco de setenta años llamado el viejo Wei, que tuvo que tragarse sus propias heces. Cuando interrogué a Tung Chih, me respondió:

– Madre, solo quería saber si el viejo Wei me estaba diciendo la verdad.

– ¿Qué verdad?

– Que podía hacer lo que quisiera. Solo le pedí que me lo demostrara.

Miré la carita de mi hijo y me pregunté cómo era capaz de semejantes bajezas. Era inteligente y sabía a quién castigar y a quién recompensar. Si An-te-hai no me hubiera sido fiel, habría cedido al menor deseo de Tung Chih. Una vez Tung Chih declaró saber cuáles eran los platos favoritos de Nuharoo. No se me ocurrió que aquel era el modo que mi hijo tenía de recompensarla. Incluso le alabé cuando envió a Nuharoo sus pasteles favoritos en forma de luna. Pensé que era un gesto apropiado de piedad y me satisfizo que mi hijo se llevara bien con ella. Entonces Tung Chih se jactó de cómo Nuharoo le alentaba a no ir a la escuela. Le había dicho:

– Hay emperadores en la historia que no han ido ni un solo día a clase y no han tenido ningún problema para llevar a su pueblo a la prosperidad.

Me enfrenté a Nuharoo y le comenté que era un peligro no imponer disciplina a Tung Chih. Me contestó que estaba exagerando.

– ¡Solo tiene cinco años! En cuanto regresemos a Pekín y Tung Chih reanude sus clases normales, todo irá bien. Es natural que un niño quiera estar siempre jugando. No debemos interferir en las intenciones del cielo. Ayer pidió jugar con los loros, pero An-te-hai no ha traído ninguno. Pobre Tung Chih: ¡solo pedía un loro!

En aquella ocasión decidí no ceder e insistí en que debía asistir a sus clases. Le dije a Nuharoo que comprobaría con los tutores los deberes de Tung Chih, pero sufrí una decepción. El tutor jefe me suplicó que lo librara de Tung Chih.

– Su joven majestad me arroja bolitas de papel y me quita las gafas -me informó el tutor con dientes de conejo-. No escucha. Ayer me hizo comer una galleta con un extraño sabor. Poco después me dijo que había mojado la galleta en sus propios excrementos.

Me sorprendió el modo en que Tung Chih mandaba en su clase, pero lo que más me preocupaba era su interés por los libros de fantasmas de Nuharoo. Se quedaba despierto hasta tarde para escuchar sus historias de ultratumba. Se asustaba tanto que por la noche mojaba su cama. No obstante, aquellas historias le atraían hasta el punto de sentir adicción por ellas. Cuando intervine y le quité los libros, discutió conmigo.

Tung Chih estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para quitarme de en medio. Primero simuló estar enfermo para evitar ir a clase. Cuando lo desenmascaré, Nuharoo salió en su defensa, incluso ordenó en secreto al médico Sun Pao-tien que mintiera sobre la «fiebre» que le impedía asistir a clase.

Si aquel era el modo de preparar a Tung Chih para que fuera el próximo emperador, la dinastía estaba perdida. Decidí tomar cartas en el asunto. A mi juicio, era una situación de importancia nacional. Lo único que sabía es que se me agotaba el tiempo.

Cada día acompañaba a mi hijo hasta donde estaban sus tutores y aguardaba fuera a que acabaran las clases. Nuharoo se molestó porque no confiaba en ella, pero yo estaba demasiado enfadada para preocuparme por sus sentimientos. Quería cambiar a Tung Chih antes de que fuera demasiado tarde.

Tung Chih sabía cómo enfrentarnos a Nuharoo y a mí. Sabía que yo no podía negarle que visitara a Nuharoo, así que la vio tan a menudo como pudo para darme celos. Por desgracia yo caí en su trampa. Y siguió causando problemas en sus clases. Un día arrancó dos largos pelos del entrecejo del tutor con dientes de conejo. Sabía perfectamente bien que el viejo los consideraba un «signo de longevidad». El hombre estaba tan abatido que tuvo un achaque y le enviamos a casa por su bien. Nuharoo consideró cómico el incidente. Yo discrepaba e intenté castigar a mi hijo por su crueldad.

La corte sustituyó al viejo tutor por otro nuevo, pero fue despedido por su alumno el primer día de trabajo. La razón alegada por Tung Chih fue que el hombre soltaba ventosidades durante las lecciones. Acusó al tutor de «faltar al respeto al hijo del cielo» y lo azotaron por ello. Al oírlo Nuharoo elogió a Tung Chih por «actuar como un auténtico gobernante», mientras que yo estaba deshecha.

Cuanto más presionaba yo más se rebelaba Tung Chih. En lugar de apoyarme, la corte pidió a Nuharoo que «vigilase» mi «comportamiento indignante». Me preguntaba si Su Shun estaba detrás de aquello. Ahora Tung Chih me replicaba abiertamente delante de los eunucos y las doncellas; muy elocuente. A veces parecía demasiado sofisticado para ser un niño de cinco años. Decía: «¡Qué bajo es por tu parte negar mi naturaleza!» o «¡Soy un animal dotado!» o «¡Está mal que me pongas a dormir para poder jugar a la domadora!».

Nuharoo decía algo similar: «Permite a Tung Chih viajar hacia delante, dama Yehonala» o «es un viajero que comprende el universo. No piensa en sí mismo sino en el viaje, en los sueños, en el alma y en la espiritualidad de Buda» o «arroja tus llaves al viento y deja abierta su jaula».

Empecé a dudar de las intenciones de Nuharoo. Siempre había algo perverso en su aproximación a Tung Chih. Hiciera lo que hiciese, ella siempre se mostraba cariñosa con él. Me di cuenta de que si no frenaba a Nuharoo, no podría frenar a Tung Chih. Para mí la lucha se había convertido en una batalla por salvar a mi hijo. Me pasaba los días pensando en cómo hablar con ella. Quería ser firme en mis intenciones sin herir su orgullo. Quería que comprendiera que le agradecía su afecto hacia Tung Chih, pero tenía que aprender a imponerle disciplina.