Rong y su marido, el príncipe Ch’un, eran las dos personas en quienes An-te-hai estaba pensando. An-te-hai creía que el príncipe Ch’un encontraría el modo de llegar hasta el lecho de su majestad. Se llevaría a Rong para que pudiera hablar en mi nombre.
La sugerencia tenía sentido. Rong estaba embarazada, lo que aumentaba su estatus a los ojos de la familia imperial. El príncipe Ch’un tenía cuatro hijas pero ningún hijo y haría lo que fuera por contentar a su mujer. An-te-hai se ofreció voluntario para salir a hurtadillas de Jehol y ponerse en contacto con mi hermana.
Después de una semana, una mañana temprano, mi hermana estaba a mi lado, con el vientre del tamaño de una linterna y un brillo saludable en el rostro. Nos abrazamos y lloramos y Rong me contó que había triunfado en su empresa.
– Al principio Su Shun no nos dejaba entrar -recordó-. Ch’un estaba dispuesto a retirarse después de varias horas de espera. Yo le supliqué, le dije que tenía que hablar con su majestad en persona sobre el sacrificio de mi hermana. Si no conseguía hacerle cambiar de opinión, el niño de mi vientre se vería afectado por mi pena y podía sufrir un aborto.
Rong me tomó las manos entre las suyas y sonrió.
– Mi marido no podía soportar la idea de perder un posible hijo. Así que le obligué a entrar y a ver a su majestad en su lecho de muerte.
»Entré detrás de Ch’un y le deseamos a su majestad que recuperara la salud. Mi vientre era demasiado grande para realizar un kowtow, pero aun así lo hice como pude; tenía que demostrarle mi desesperación. No tuve que fingir; estaba realmente asustada. Su majestad me perdonó y me dijo que me levantara. Yo me negué y me quedé de rodillas hasta que mi marido abrió la boca. Le dijo a su hermano que yo tenía pesadillas, que no podía superar mi tristeza, que podía perder a mi hijo en un aborto.
– ¿Y cuál fue la reacción de Hsien Feng?
– Su majestad tenía un aspecto terrible y apenas podía hablar. Me preguntó cuáles eran mis preocupaciones y mi marido respondió: «Mi esposa sueña que habéis dictado un decreto para llevaros a Orquídea con vos. Quiere saber si es cierto. Necesita oír las palabras de vuestros labios celestiales».
– ¿Qué dijo su majestad?
– Su majestad señaló a Su Shun y dijo que había sido idea suya.
– ¡Lo sabía!
– Su Shun parecía furioso, pero permaneció en silencio. -Rong volvió a guardar el pañuelo en su bolsillo.
Justo entonces apareció An-te-hai.
– Su majestad ha ordenado la inmediata cancelación del decreto. Chow Tee me contó que su majestad había expresado a Su Shun su deseo de que no volviera a mencionar la idea nunca más.
Cuando presenté a Rong al príncipe Ch’un, nunca imaginé que se convertirían en mis dioses protectores. Rong me dijo que el peligro no había pasado y que debía ir con cuidado. Sabía que Su Shun no depondría sus armas y se convertiría en un Buda de la noche a la mañana; su lucha por destruirme acababa de comenzar.
Pasaron tres días tranquilos, y la mañana del cuarto, el médico Sun Pao-tien pronosticó que Hsien Feng no vería el próximo amanecer. Su Shun convocó urgentemente en nombre del emperador una audiencia final, que tendría lugar aquella tarde a última hora, en la cual la corte escucharía los últimos deseos de su majestad.
No sabía que yo estaba excluida hasta que fui a visitar a Nuharoo a mediodía. Ella no se encontraba en sus dependencias; su eunuco me dijo que había salido en un palanquín enviado por Su Shun. Me dirigí a An-te-hai y le ordené que averiguara qué estaba pasando. An-te-hai recibió un mensaje de Chow Tee. Había empezado la última audiencia imperial y Su Shun acababa de anunciar que mi ausencia se debía a mi mala salud.
Me entró pánico; en cuestión de horas mi marido expiraría y la oportunidad de actuar se me escaparía para siempre. Corrí al estudio de An-te-hai. Mi hijo estaba jugando al ajedrez con un eunuco y se negaba obstinadamente a ir conmigo. Tiré del tablero y las piezas se desmoronaron por toda la habitación. Lo llevé a rastras todo el camino hasta el salón de la Bruma Fantástica mientras le explicaba la situación. Le dije que pidiera a su padre que nombrara a su sucesor.
Tung Chih estaba asustado y me suplicó que lo volviera a llevar a su sala de juegos. Le expliqué que él tenía que hablar con su padre y que era la única forma de salvar su futuro. Tung Chih no lo entendía. En medio de un berrinche, gritó y forcejeó conmigo. En mi lucha por controlar a mi hijo, se me rompió el collar y las perlas rodaron por el pasillo.
Los guardias nos impedían la entrada al salón, aunque parecían temer a Tung Chih.
– Debo ver a su majestad -anuncié en voz alta.
Apareció el jefe eunuco Shim.
– Su majestad no desea ver ahora a sus concubinas. Cuando quiera veros, os lo haré saber.
– Estoy segura de que su majestad querrá ver a su hijo por última vez.
El eunuco jefe Shim negó con la cabeza.
– Tengo órdenes del gran consejero Su Shun de que os encierre si insistís en entrar, dama Yehonala.
– ¡Tung Chih tiene derecho a despedirse de su padre! -grité con la esperanza de que Hsien Feng me oyese.
– Lo siento. Ver a Tung Chih solo turbaría a su majestad.
Estaba desesperada. Intenté apartar a Shim, pero este permanecía inmóvil como un muro.
– Tendréis que matarme para que renuncie a cumplir con mi deber.
Me puse de rodillas y le supliqué.
– ¿Al menos permitirás que Tung Chih vea a su padre a lo lejos? -pregunté empujando a mi hijo.
– No, dama Yehonala.
Hizo una señal a los guardias, que me inmovilizaron en el suelo.
Algún resorte debió de dispararse en la cabecita de Tung Chih. Tal vez no le gustó el modo en que me trataban, y cuando Shim se le acercó con una falsa sonrisa y le pidió que volviera a su sala de juegos, mi hijo respondió por primera vez utilizando el lenguaje reservado a un emperador.
– Zhen desea que lo dejen en paz para ver qué está pasando aquí.
La palabra Zhen dejó helado al eunuco jefe Shim en su sitio. Tung Chih se aprovechó de la situación y entró en la sala.
La gigantesca cama del dragón negro de Hsien Feng estaba en el centro de la plataforma del trono. Encabezados por Su Shun y los miembros de su gabinete, los ministros y funcionarios de la corte rodeaban a la pálida figura que yacía bajo la colcha. Mi marido parecía ya muerto; yacía inmóvil, sin mostrar ningún signo vital.
Nuharoo estaba de rodillas junto a su cama, vestida con una túnica beis, sollozando en silencio. Todos los demás estaban arrodillados. El tiempo parecía haberse congelado.
No hubo ningún esplendor en la despedida celestial. El emperador se había contraído visiblemente, tenía los rasgos caídos y los ojos y la boca estirados hacia las orejas. Su muerte no me parecía real. Parecía que fuese ayer la noche en que me mandó llamar por primera vez. Recordé el momento en que me había galanteado con osadía delante de la gran emperatriz. Recordé su pícara pero encantadora expresión, el ruido de los fragmentos de bambú al caer en la bandeja y sus dedos tocando los míos cuando me pasó el ruyi. Los recuerdos me entristecían y tuve que recordarme a mí misma por qué estaba allí.
Por el murmullo de los ministros, supe que Hsien Feng había dejado brevemente de respirar varias veces durante aquel día y había resucitado con un gemido cavernoso en lo más hondo de su pecho. Dos almohadas sostenían al hijo del cielo, que tenía los ojos abiertos aunque apenas se movían. La corte aguardaba a que hablara, pero no parecía capaz.
Aunque Tung Chih era el aparente heredero natural, la ley dinástica Qing no especificaba que el trono se heredase por derecho de primogenitura. Lo único que contaría serían las últimas palabras del emperador. El testamento que su majestad había hecho en vida se encontraba guardado en una caja oficial. Sin embargo, sus palabras invalidarían cualquier cosa que hubiera escrito. Mucha gente creía que la irrevocabilidad de la muerte cambiaba la percepción de una persona y, por tanto, los deseos que había guardado en la caja podían no ser los auténticos. Lo que más me preocupaba era lo que pudiera hacer Su Shun. Con su maldad podía manipular al emperador Hsien Feng para que dijera lo que no quería decir.