Transcurrieron unas horas y la espera continuaba. Sirvieron comida en el patio. Cientos de personas, sentadas sobre sus talones, comían arroz en cuencos contemplando la lejanía. Tung Chih estaba aburrido e irritado. Yo sabía que estaba haciendo grandes esfuerzos por ser obediente, pero llegó un momento en que tuvo bastante. Cuando le dije que teníamos que quedarnos, le dio una rabieta y empezó a tirar a patadas los cuencos de las manos de la gente.
Cogí a Tung Chih y le dije:
– ¡Un acto más de destrucción y te encierro en un panal!
Tung Chih se calmó. Llegó la noche; todo estaba oscuro salvo el salón de la Bruma Fantástica, iluminado como un escenario.
La corte volvió a reunirse. Los veinticinco sellos del emperador fueron sacados de sus cámaras y depositados en una gran mesa. Eran unas tallas y unas monturas magníficas. La habitación estaba tan silenciosa que podía oír el siseo crepitante de las velas.
El gran secretario y erudito Kuei Liang, suegro del príncipe Kung, vestía una túnica gris. Había llegado de Pekín aquella mañana y esperaba volver tan pronto como anotase las últimas palabras de su majestad. Arrodillado con un pincel gigante en la mano, la barba blanca le colgaba sobre el pecho. De vez en cuando Kuei Liang mojaba el pincel en la tinta para humedecerlo. Delante de él había una pila de papel de arroz. Chow Tee, de pie junto a él, añadía agua a la piedra de tinta y molía la piedra con un palito de tinta tan grueso como el brazo de un niño.
Los ojos de Su Shun estaban fijos en los sellos. Me preguntaba qué estaría tramando. En China ningún documento oficial, desde los emitidos por su majestad para abajo, era válido si no llevaba estampado el sello oficial sobre la firma personal. Un sello significaba la autorización legal. El más importante podía invalidar el resto de documentos. El hecho de que Hsien Feng no hubiera pronunciado las palabras que concedían a Tung Chih aquellos sellos me llenaba de desesperación.
¿Estaba ya Hsien Feng de camino a los cielos? ¿Había olvidado a su hijo? ¿Estaba allí Su Shun para ver el fin de Tung Chih? Su Shun deambulaba despacio alrededor de la mesa donde estaban alineados los sellos. Parecía como si ya fuera su propietario; cogía cada sello y pasaba sus dedos sobre las superficies de piedra.
– Hay muchas maneras de alterar el destino propio -dijo Su Shun, levantando la barbilla como un sabio-. Su majestad debe de estar caminando por los oscuros pasillos de su alma. Le imagino siguiendo una pared roja, a paso lento. En realidad no está muriendo, está atravesando un renacimiento. Su espíritu no se encuentra en un cuerpo de huesos resecos sino en la luz púrpura de la inmortalidad.
De repente el cuerpo de Hsien Feng sufrió una contracción; el movimiento duró varios segundos y luego cesó. Oí el gemido de Nuharoo y la vi buscar en su túnica el rosario budista. Según las creencias, podía ser el momento en que el espíritu del moribundo entraba en la etapa de reflexión mental.
Recé por que su majestad llamara a Tung Chih. Si su hijo no ocupaba sus últimos pensamientos, ¿en qué los ocuparía?
Los ministros empezaron a llorar. Algunos ancianos se desmayaron en el patio y acudieron los eunucos con sillas para llevárselos. Me acerqué al lecho de Hsien Feng llevando a Tung Chih conmigo.
– ¡No se permite que nadie moleste al espíritu!
El eunuco jefe Shim me cortó el paso. A una señal suya, los guardias nos cogieron a Tung Chih y a mí por los brazos.
Yo pugné por liberarme. Tung Chih luchó a patadas y mordiscos. Los guardias inclinaron sus armas detrás de él y hundieron la cara en el suelo.
– ¡Por favor! -supliqué al eunuco jefe Shim.
– Su majestad está en mitad de su reflexión. -Shim se negaba a ceder-. Podréis acercaros cuando su espíritu se haya calmado.
– ¡Papá, papá! -gritó fuerte Tung Chih.
Cualquiera se habría apiadado de él, pero la corte ya no parecía querer tratar a aquel a quien debía servir. Se había convertido en la corte de Su Shun. Todo el mundo satisfacía sus propias necesidades antes que las del emperador Hsien Feng y su hijo. Todo el mundo había oído a Tung Chih, pero nadie le ofrecía ayuda.
Si su majestad deseaba decir algo a su hijo, solo podía esperar la misericordia de Su Shun. A Su Shun le convenía ignorar al emperador y seguir adelante con su crimen. Si Hsien Feng se enojaba, nadie lo sabría. En pocos minutos, sus arrepentimientos le acompañarían a la tumba.
Yo ya no tenía miedo; medí la distancia que me separaba del eunuco jefe Shim y me dirigí directamente a su estómago, con los ojos centrados en la grulla de su túnica. No me importaba que me hirieran o algo peor. La suerte estaba echada. Sería mi protesta contra la intimidación de Su Shun. Tung Chih se ganaría la simpatía de la nación. Y cargué con la cabeza como un carnero. En lugar de esquivarme, Shim me empujó y me desvió bruscamente. Perdí el equilibrio; incapaz de detenerme, fui a darme directamente contra una columna lateral. Cerré los ojos y pensé que todo había acabado. Pero mi cabeza no se partió. No me había golpeado contra una columna, sino contra un hombre con un uniforme de cota de malla.
Mientras me caía, vi a mi hijo correr hacia su padre. Cuando levanté la vista para ver contra quién había chocado, me encontré con el rostro del comandante de la Guardia Imperial, Yung Lu.
– ¡Papá, papá! -Tung Chih zarandeaba a su padre.
El emperador Hsien Feng estaba incorporado en su cama contemplando el techo. Nuharoo abrazó a Tung Chih. Yo me recuperé y corrí al lado del niño. Lleno de ira, Su Shun lo apartó antes de que pudiera volver a tocar a su padre. Pero el niño se zafó de Su Shun.
– ¡Papá, papá!
Los ojos del emperador Hsien Feng parpadearon y sus labios se movieron muy despacio.
– ¡Tung Chih!, ¡hijo mío!
La corte guardó silencio y contuvo el aliento. El secretario imperial cogió su pincel.
– ¡Ven conmigo, Tung Chih! -Los brazos del moribundo salieron por encima de la colcha.
– Majestad. -Yo avancé, aceptando la posibilidad de ser castigada por ello-. ¿Podríais dar a conocer a la corte a vuestro sucesor?
Era tarde para que Su Shun ordenara que se me llevaran. Hsien Feng parecía haberme oído. Intentaba hablar, pero no le salía la voz. Después de esforzarse durante un rato, dejó caer los brazos, puso los ojos en blanco y jadeó como si le faltara el aire.
– ¡Majestad! -Me arrodillé a su lado, con las manos crispadas en su sábana de satén amarillo-. ¡Tened piedad de vuestro hijo, por favor!
La boca del emperador se abrió.
– ¡Papá, papá, por favor, despierta!
Impedí que Tung Chih zarandeara a su padre. Hsien Feng volvió a abrir los ojos. De repente se dio impulso y se sentó. Al cabo de un segundo se desplomó sobre las almohadas y cerró los ojos.
– ¡Dejas a tu hijo sin palabras, Hsien Feng! -Creyendo que aquello era el fin, sentía que morían todas mis esperanzas. Ya no me importaba lo que decía-. Aquí está tu maldito hijo celestial. ¡Abandónalo! ¡Vete y mira cómo nos destruyen! Yo aceptaré mi destino si es eso lo que quieres, pero Tung Chih es digno de ti. Eres un padre despiadado.
Llorando, Tung Chih enterró el rostro en el pecho de su padre.
– Tung Chih. -Hsien Feng volvió a abrir los ojos. Aunque débil, su voz era clara-. Hijo mío… deja… que te vea. ¿Cómo estás? ¿Qué puedo darte?
– Majestad -dije-, ¿Tung Chih os sucederá en el trono?
Hsien Feng sonrió con cariño.
– Sí, claro, Tung Chih me sucederá en el trono.
– ¿Tenéis título para su reinado?