– Ch’i Hsiang -dijo su majestad con el último hilo de aliento.
– Felicidad de buen augurio -interpretó el secretario imperial mientras anotaba las palabras.
Muchos han dicho que mi iniciativa de aquel momento encarnaba un principio importante: una mujer debía ser audaz para sobrevivir en la corte manchú, y tienen razón.
Poco después de que el médico Sun Pao-tien dictaminara la muerte de su majestad, Nuharoo y yo nos retiramos de la estancia. Fuimos al vestidor y nos quitamos el maquillaje. Temblaba tanto que mis manos no podían sujetar la manopla. Lloré al recordar las últimas palabras de Hsien Feng; el esfuerzo que hizo para pronunciarlas reflejaba el amor que debía de albergar su corazón.
Cuando Nuharoo y yo regresamos, vestimos toscos atuendos de arpillera blanca y envolvimos nuestro cabello en tiras de tela también blanca. Nuestro cambio de aspecto indicaba a toda nuestra nación que habíamos entrado en la primera etapa de luto por su emperador.
Su Shun solicitó de inmediato un encuentro con Nuharoo y conmigo. No sirvió de nada decir que preferíamos aguardar hasta que nuestra inquietud se hubiera calmado. Su Shun insistió en que debía cumplir una promesa hecha a nuestro marido.
En el vestidor había discutido con Nuharoo sobre el modo en que debíamos tratar a Su Shun. Ella estaba consternada y me dijo que en aquel instante no podía pensar. Yo sabía que Su Shun estaba preparado, que se aprovecharía de la inminente confusión para consolidar su control sobre la corte y nosotras corríamos el peligro de ser fulminadas.
Cuando se acercó a mí, le hablé sin rodeos y le sugerí que, antes que nada, abriéramos la caja con el testamento de su majestad. Acostumbrado a la aquiescencia por parte de las mujeres, Su Shun se quedó sin palabras. La corte estuvo de acuerdo conmigo.
Era cerca de la medianoche cuando abrimos la caja. El gran secretario Kuei Liang leyó el testamento, que era tan confuso como la forma de vida de su majestad. Además de nombrar a Tung Chih nuevo emperador, establecía un Consejo de Regentes, que sería dirigido por Su Shun, para administrar el gobierno hasta que Tung Chih fuera mayor de edad. Como si careciera de confianza en su propia decisión, o con la intención de refrenar el poder de los regentes, o tal vez simplemente para constituir el consejo como una regencia ortodoxa, el emperador Hsien Feng confiaba a Nuharoo y a mí un par de sellos importantes: tungtiao, «una sociedad», y yushang, «la voluntad imperial reflejada». Nos concedía el poder de validar los edictos de Su Shun, emitidos en nombre de Tung Chih. Nuharoo tendría que estampar el sello tungtiao al principio del documento y yo el yushang al final.
Su Shun demostró su frustración. Con los sellos de Hsien Feng en nuestras manos, había puesto una cadena alrededor de su cuello. Más tarde Su Shun haría cualquier cosa para ignorar esta constricción.
Lo que yo no esperaba era que Hsien Feng excluyese a todos sus hermanos, incluido el príncipe Kung, del poder. Aquello violaba los precedentes históricos y horrorizó a los sabios y a los miembros del clan, que, sentados en un rincón de la sala, se mostraron visiblemente disgustados al oír el testamento.
Sospeché que aquello era obra de Su Shun. Según Chow Tee, Su Shun le había mencionado a su majestad que el príncipe Kung estaba perdiendo el tiempo negociando con los extranjeros. Era evidente que Su Shun había convencido a su majestad de que Kung había vendido su alma a los bárbaros. La prueba que presentó era que el príncipe había empleado a extranjeros para entrenar a su propio personal en todos los ámbitos del gobierno chino, incluido el militar y el financiero. Su Shun mostró a su majestad el plan de reforma del príncipe Kung, que pretendía acercar el sistema político chino a los modelos occidentales de gobierno.
La tarde del 22 de agosto de 1861, Jehol estaba envuelto en la niebla. Las ramas del exterior del salón de la Bruma Fantástica golpeaban contra los paneles de la ventana, produciendo ruidos turbadores.
Tung Chih se había quedado dormido en mis brazos y no se despertó cuando el médico Sun Pao-tien se lo llevó para que Nuharoo y yo pudiéramos lavar la cara de nuestro marido con toallas de seda humedecidas. Acariciamos con cuidado a Hsien Feng, que parecía aliviado tras su muerte.
– Es el momento de vestir a su majestad -anunció el eunuco jefe Shim-. Es mejor hacerlo ahora, antes de que el cuerpo de su majestad se endurezca.
Llegaron los eunucos con la túnica eterna, nosotras hicimos una reverencia a nuestro marido y luego nos retiramos.
An-te-hai llevaba en brazos al durmiente Tung Chih cuando salimos del salón de la Bruma Fantástica. Yo lloraba pensando en lo terrible que era que Hsien Feng hubiera muerto tan joven, con solo treinta y un años.
Nuharoo interrumpió mis pensamientos.
– No debiste entrometerte; me dejaste como una idiota delante de su majestad.
– Lo siento, no era mi intención -me disculpé.
– Me has avergonzado al no confiar en que me hiciera cargo de la situación.
– Tung Chih necesitaba oír las palabras de su padre y no había tiempo.
– Si alguien hubiera debido hablar por Tung Chih, esa era yo. ¡Tu acción ha sido, cuando menos, muy desconsiderada, dama Yehonala!
Me irritó, pero preferí no decir nada; sabía que necesitaría a Nuharoo para ganar la guerra contra Su Shun.
Abracé a mi hijo cuando me fui a la cama. Debió de ser duro para Su Shun aceptar que no solo me libré de ser enterrada viva sino que también gozaba del poder de limitar su ambición.
Estaba agotada, pero no conseguía relajarme y empezó a invadirme la pena por Hsien Feng. La preocupación por la seguridad de mi hijo contuvo mi melancolía. Recordaba el inesperado rescate de Yung Lu. ¿Había estado velando por Tung Chih y por mí? No debía olvidar que Su Shun era su superior. ¿Formaba Yung Lu parte de la conspiración de Su Shun?
Tumbada en la cama, repasé la lista de regentes uno por uno. Los rostros de los hombres aparecían muy claros en mi mente. Además de Su Shun, estaban los eruditos que habían llegado hasta los grados académicos más elevados y los ministros que habían servido desde hacía largo tiempo en la corte, entre los que se encontraban Tuan Hua, el hermanastro de Su Shun, y el príncipe Yee, un bravucón que era primo hermano del emperador Hsien Feng y también comisionado imperial. Aunque sabía poco de sus méritos, sabía lo bastante como para darme cuenta de que estaban tan hambrientos de poder y eran tan peligrosos como Su Shun.
Examiné en particular la trayectoria del príncipe Yee. Era el único pariente real a quien Hsien Feng había confiado el poder. Su Shun se lo debió de susurrar al oído del emperador, pero ¿por qué? Porque por las venas del príncipe Yee corría sangre imperial, pensé. Su Shun necesitaba a Yee para enmascarar sus malvadas intenciones.
Al día siguiente, los regentes, a quienes Nuharoo llamaba «la banda de los ocho», nos visitaron. Era evidente que Su Shun guardaba las llaves del pensamiento de la banda. En la recepción se evitaron los asuntos importantes. Parecía que la escolaridad y los cuidados de Tung Chih eran suficiente responsabilidad para nosotros. La banda propuso aliviar nuestra carga ahorrándonos los asuntos de la corte, ante lo que Nuharoo expresó estúpidamente su agradecimiento.
Su Shun fue el último en llegar, alegando que había estado extraordinariamente ocupado con los acontecimientos de la frontera. Le pregunté si tenía noticias del príncipe Kung y me respondió con una negativa. Mentía; An-te-hai me había informado de que el príncipe Kung había enviado cuatro documentos urgentes pidiendo instrucciones y ninguno de ellos había recibido la menor atención.
Me enfrenté a Su Shun en lo relativo a aquellos documentos. Primero negó haberlos recibido. Tras mi sugerencia de convocar al príncipe Kung, admitió que los documentos debían de haberse traspapelado en algún lugar de su despacho. Me pidió que no molestase con asuntos que no tenían nada que ver conmigo. Subrayó que mi interés por los asuntos de la corte era un «acto de falta de respeto al emperador muerto».