Le recordé a Su Shun que ningún edicto sería válido sin los dos sellos que Nuharoo y yo poseíamos. Nuharoo y yo debíamos estar informadas del estado de las peticiones del príncipe Kung, debíamos saber si se concedían, se negaban o se retrasaban. Insinué a Su Shun que yo sabía muy bien lo que había estado haciendo: promocionar y degradar a los gobernadores provinciales a su voluntad.
A medida que transcurrían los días, la tensión entre Su Shun y yo era tan fuerte que nos evitábamos. Yo veía claramente que aquel no era modo de dirigir una nación. Su Shun había inventado y difundido todos los rumores que me retrataban como una malvada. Para aislarme intentaba, con relativo éxito, ganarse a Nuharoo. Me sentía frustrada porque no podía convencer a Nuharoo de las intenciones de Su Shun.
Por aquel tiempo, noté que perdía cabello. Un día An-te-hai recogió unos cuantos cabellos del suelo después de que el peluquero se marchase y se alarmó. ¿Sería un síntoma de alguna enfermedad?
No me había cortado el cabello desde mi entrada en la Ciudad Prohibida y entonces me llegaba hasta las rodillas. Cada mañana llegaba el peluquero y, por muy fuerte que me hubiera cepillado el cabello, el pelo nunca se me caía. Ahora su cepillo se llenaba de mechones, como si estuviera cardando lana. Nunca me consideré presumida, pero si aquello continuaba, me dije a mí misma, me quedaría calva en poco tiempo.
An-te-hai me sugirió que cambiara de peluquero y me recomendó a un joven eunuco con mucho talento del que había oído hablar, Li Lien-ying. El nombre original de Li era Catorce; sus padres tenían tantos hijos que renunciaron a los nombres tradicionales. El nombre de Li Lien-ying, que significa «fina hoja de loto», se lo dio un budista después de que lo castraran. Los budistas creían que la hoja de loto era el asiento de Kuan Ying, la diosa de la misericordia, que en un principio era un hombre que tomó la forma de mujer. Kuan Ying era mi favorita, así que sentí predisposición hacia Lien-ying desde el principio.
Acabé quedándomelo. Al igual que An-te-hai, Li era alegre y se guardaba sus penas para él. A diferencia de An-tehai, era escuálido y poco atractivo. Tenía un rostro en forma de calabaza, la piel llena de granos, ojos de pez, una nariz plana y la boca torcida.
A An-te-hai le encantaba observar a Li Lien-ying mientras me peinaba. Li dominaba un increíble número de peinados: la cola de ganso, el pájaro ladeado, la serpiente enroscada, la enredadera trepadora. Cuando me cepillaba el cabello, sus manos eran a la vez firmes y delicadas. Y lo más sorprendente de todo es que nunca encontré un cabello en el suelo después de su llegada. Había hecho maravillas. Le dije a An-te-hai que lo contrataría como aprendiz. An-te-hai le enseñó modales y Li Lien-ying demostró aprender rápido.
Muchos años más tarde, Li me confesó que me había engañado.
– Ocultaba el cabello que perdía su majestad dentro de mis mangas -me explicó.
Pero no se sentía culpable, ya que me mintió por mi bien. Pensaba que perdía mi cabello debido a las tensiones de mi vida y creía que se curaría en cuestión de tiempo, y tenía razón. Entonces él era demasiado joven para comprender el riesgo que corría al mentirme.
– Podía haberte decapitado, si llego a descubrirlo -le confesé.
Li asintió y sonrió. A fin de cuentas, Li Lien-ying se convirtió en mi favorito después de An-te-hai y me sirvió durante cuarenta y seis años.
Capítulo 20
El príncipe Kung envió un mensaje solicitando permiso para acudir a la ceremonia fúnebre en Jehol. Según la tradición, el príncipe Kung tenía que formular una petición oficial y el trono debía aprobarla. Aunque Kung era tío de Tung Chih, por rango era su subordinado. El niño se había convertido en emperador y el príncipe Kung era su ministro. Para mi sorpresa, Su Shun dictó un decreto, sin consultarnos ni a Nuharoo ni a mí negando la petición del príncipe Kung en nombre de Tung Chih.
Su Shun comunicó al príncipe Kung que la ley de la casa imperial prohibía a las viudas de Hsien Feng ver a ningún pariente varón durante el período del luto. Obviamente Su Shun quería aislarnos. Quizá temía que, cuando el príncipe Kung se pusiese en contacto con nosotras, su propio poder se viese amenazado.
Nuharoo y yo vivíamos casi recluidas en nuestros aposentos. Ni siquiera se me permitía llevar a Tung Chih a visitar las aguas termales. Cada vez que daba un paso, el eunuco jefe Shim me seguía. Tenía que encontrar el modo de explicar al príncipe Kung el cariz que estaban adquiriendo las cosas.
Tras recibir el decreto, el príncipe Kung retiró su solicitud; no le quedaba más remedio. Si se empeñaba en venir, Su Shun tendría derecho a castigarle por desobedecer la voluntad del emperador.
No obstante, me decepcionó que el príncipe Kung se rindiera tan fácilmente. No sabría hasta más tarde que Kung exploraba otros caminos. Al igual que yo, consideraba a Su Shun un peligro. Muchos otros -hombres del clan, leales imperialistas, reformadores, eruditos y estudiantes- que preferían ver el poder en manos del príncipe Kung, de mentalidad liberal, y no en las de Su Shun, compartían y apoyaban sus opiniones.
Tung Chih mostraba poco interés cuando yo le explicaba historias de sus antepasados. Solo deseaba acabar una lección para correr a los brazos de Nuharoo, lo cual me ponía muy celosa. Tras la muerte de su padre, me estaba convirtiendo en una madre más dura. Tung Chih no sabía leer un mapa de China, ni siquiera recordaba los nombres de la mayoría de las provincias. Ya era un gobernante, pero su principal interés consistía en comer bayas bañadas en azúcar y juguetear. No tenía ni idea de cómo era el mundo real y no le interesaba aprender. ¿Por qué iba a interesarle cuando constantemente se le hacía sentir como si estuviera en la cima del universo?
De puertas afuera, yo promocionaba a mi hijo de seis años como si se tratase de un genio capaz de sacar a la nación de las aguas turbulentas en que se encontraba. Tenía que hacerlo para sobrevivir; cuanta más gente confiara en el emperador, más se estabilizaría la sociedad. La esperanza era nuestra moneda de cambio. Sin embargo, de puertas adentro, yo alentaba a Tung Chih a superarse. Necesitaba gobernar por sí mismo lo antes posible, porque el poder de Su Shun no haría más que crecer.
Intenté enseñarle cómo conceder una audiencia, cómo escuchar, qué tipo de preguntas formular y, lo más importante, cómo tomar decisiones basadas en opiniones críticas e ideas colectivas.
– Debes aprender de tus consejeros y ministros -le advertí-, porque tú no eres…
– Quien yo creo que soy -me interrumpió Tung Chih-. A tus ojos, soy tan bueno como un pedo con cola.
No sabía si reírme o abofetearle, pero no hice ni lo uno ni lo otro.
– ¿Por qué nunca dices «Sí, majestad» como todos los demás? -me preguntó mi hijo.
Noté que había dejado de llamarme «madre». Cuando tenía que dirigirse a mí, me llamaba Huag-ah-pa, un nombre formal que significaba «madre imperial»; no obstante llamaba a Nuharoo «madre», en un tono lleno de cariño y afecto.
Como Tung Chih había aceptado mis reglas, yo tendría que tragarme el insulto, porque lo único que deseaba es que fuera un buen gobernante. Podía interpretar mis intenciones como quisiera; no hería mis sentimientos. Aun cuando al principio me odiase, estaba segura de que en el futuro me lo agradecería.
Pero subestimé el poder del entorno. Tung Chih era como un pedazo de arcilla que debía ser moldeado y cocido antes de poder tocarlo. Sacaba malas notas en los exámenes y tenía problemas de concentración. Cuando el tutor lo encerró dentro de la biblioteca, envió a sus eunucos a pedir ayuda a Nuharoo, que acudió en su rescate. En lugar de castigar al alumno, castigaron al tutor. Como toda respuesta a mis protestas, Nuharoo me recordó mi estatus inferior.