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Antes de que la última palabra saliera de mi boca, Su Shun se puso en pie. Su tez normalmente olivácea se puso roja encendida y los ojos se le llenaron de una gran ira.

– En un principio no he querido revelar mis conversaciones privadas con el difunto emperador, pero no me dejáis más remedio, dama Yehonala. -Su Shun caminó hacia sus hombres y exclamó en voz alta-: El emperador Hsien Feng ya había visto la maldad de la dama Yehonala cuando vivía. Varias veces me habló de llevársela con él. Si ella no se hubiera aprovechado de la enfermedad de su majestad y lo hubiera manipulado para que cambiara de opinión, hoy podríamos hacer nuestro trabajo.

– ¡Su majestad debió de haber insistido! -afirmó la banda de los ocho.

Estaba tan furiosa que no podía hablar y a duras penas logré contener las lágrimas.

Su Shun prosiguió, con el pecho tembloroso.

– Uno de los ancianos sabios de China pronosticó que China sería destruida por una mujer. Espero que no adelantemos el día.

Aterrorizado por la expresión del rostro de Su Shun, Tung Chih saltó del trono y se abrazó primero a Nuharoo y luego a mí.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Tung Chih cuando notó que me temblaba el brazo-. ¿Estás bien?

– Sí, hijo mío. Estoy bien.

Pero Tung Chih empezó a llorar. Yo le acaricié la espalda para calmarlo; no quería que mi hijo diera a la corte la impresión de que yo era débil.

– Permitidme que comparta mis pensamientos con vosotros, caballeros -dije recuperando la compostura-. Antes de formaros una opinión…

– ¡Basta! -Me interrumpió Su Shun y se dirigió a la corte-. La dama Yehonala acaba de violar una regla de la cámara.

Enseguida supe adónde quería ir a parar Su Shun. Estaba utilizando una norma de la familia imperial contra mí.

– La norma ciento setenta y cuatro dice: «Una esposa imperial de menor rango será castigada si habla sin el permiso de la esposa de rango superior». -Mirando a Nuharoo, que lo observaba con los ojos en blanco, Su Shun prosiguió-: Me temo que debo cumplir con mi obligación. -Chasqueó los dedos-. ¡Guardias!

Irrumpieron varios guardias guiados por el eunuco jefe Shim.

– ¡Prended a la emperatriz de la Santa Amabilidad, la dama Yehonala, y lleváosla para castigarla!

– ¡Nuharoo, mi hermana mayor! -grité, con la esperanza de que ella saliera en mi defensa.

Lo único que debía decir era que yo tenía su permiso para hablar, pero Nuharoo estaba confusa y miraba como si no comprendiera lo que ocurría.

Los guardias me prendieron del brazo y empezaron a arrastrarme.

– Cielos superiores -dijo Su Shun, imitando el estilo de las óperas de Pekín-, ayudadnos a librarnos de la zorra malvada que ha confirmado las peores predicciones de nuestros antepasados.

– ¡Nuharoo! -Me debatí por librarme de los guardias-. Diles que tenía tu permiso para hablar. Diles que soy la emperatriz y no pueden tratarme así. ¡Por favor, Nuharoo!

Su Shun se acercó a Nuharoo, que seguía paralizada en su sitio, se inclinó hacia ella y le susurró algo al oído, mientras con las manos trazaba círculos en el aire y con su corpachón impedía que ella me viese. Estaba segura de lo que le estaba diciendo: cuanto antes me colgasen, mejor sería su vida; le describía una vida libre de rivales, en la que solo sus palabras tendrían valor. Nuharoo estaba demasiado asustada para pensar. Sabía que no confiaba en Su Shun, pero le estaba planteando una irresistible visión de su futuro.

Los guardias me arrastraban por el pasillo. Todo el mundo parecía absorto en el momento. Si se plantearon interrogantes, nadie los formuló. Sentía como si me estuviera cayendo en una fisura del tiempo y sabía que desaparecería antes de que la gente recuperara el sentido.

Luché para librarme de los guardias. Primero se me aflojaron los brazos, luego las piernas y, mientras mi cuerpo se desplomaba en el suelo, se me desgarró el vestido y se me cayeron las horquillas del pelo.

– ¡Alto! -Una voz de chiquillo taladró el aire-. Soy el emperador Tung Chih.

Estaba convencida de que se trataba de una alucinación. Mi hijo avanzó hacia el centro de la sala como un hombre maduro, con modales que me recordaban a su padre.

– La dama Yehonala no tiene menos derecho a hablar en esta corte que tú, Su Shun -le reprendió mi hijo-. ¡Ordenaré a los guardias que te destituyan si no corriges tu conducta!

Con temor reverencial hacia el hijo del cielo, el eunuco jefe Shim cayó de rodillas. Los guardias lo imitaron y también la corte, incluidas Nuharoo y yo. La estancia se quedó tan quieta como una balsa de aceite. Los relojes de la pared empezaron a sonar. Durante un largo rato, nadie osó moverse. A través de las cortinas, los rayos del sol convertían los tapices en oro. De pie allí solo, Tung Chih no sabía qué más decir.

– Levantaos -ordenó por fin el niño, como si recordara una frase olvidada de sus lecciones.

La multitud se alzó.

– ¡Presento la dimisión, joven majestad! -Su Shun volvía a ser el mismo. Cogió su sombrero de plumas de pavo real y lo dejó en el suelo delante de él-. ¿Quién me sigue? -Y se dispuso a salir de la sala.

El resto de los miembros de la regencia se miraron. Miraban el sombrero de Su Shun como si vieran las joyas decorativas y las plumas por primera vez.

El príncipe Yee, primo hermano del emperador Hsien Feng, movió pieza. Persiguió a Su Shun, gritando:

– ¡Gran consejero, por favor! No tiene sentido que os rebajéis al capricho de un niño.

En el momento en que las palabras salieron de su boca, el príncipe Yee se percató de que había cometido un error.

– ¿Qué has dicho? -Tung Chih dio una patada en el suelo-. Has insultado al hijo del cielo. Zhen ordena que seas decapitado. ¡Guardias! ¡Guardias!

Ante las palabras de Tung Chih, el príncipe Yee se arrojó al suelo y golpeó con su cabeza fuertemente en él.

– Suplico a su majestad que me perdone, pues soy primo de vuestro padre y pariente de sangre.

Tras mirar al hombre en el suelo con la frente sangrando, Tung Chih se volvió hacia Nuharoo y hacia mí.

– Levántate, príncipe Yee. -Como si por fin se hubiera recuperado, Nuharoo se pronunció-: Su majestad te perdonará por esta vez, pero en lo sucesivo no te permitirá ninguna otra grosería. Confío en que hayas aprendido la lección. Aunque sea joven, Tung Chih es el emperador de China. Deberías recordar siempre que eres su sirviente.

Los miembros de la regencia se retiraron. En cuanto Nuharoo le devolvió el «olvidado» sombrero a Su Shun, este volvió a su trabajo y no se volvió a mencionar el incidente.

Se había programado que el cuerpo del emperador Hsien Feng fuese llevado desde Jehol a Pekín para su inhumación. Los ensayos de la ceremonia del traslado eran agotadores. Durante el día, Nuharoo y yo nos vestimos con túnicas blancas y practicamos nuestros pasos en el patio. En el pelo llevábamos cestas de flores blancas. Tuvimos que revisar innumerables aspectos: desde los trajes que vestirían los dioses de papel hasta los accesorios decorativos para los caballos; desde las cuerdas que atarían el ataúd hasta los propios porteadores del ataúd; desde las banderas ceremoniales hasta la selección de música fúnebre. Examinamos los cerdos de cera, las muñecas de algodón, los monos de arcilla, los corderos de porcelana, los tigres de madera y las cometas de bambú. Por las noches inspeccionábamos las figuras recortadas de cuero que usarían en el teatro.

Tung Chih fue instruido para cumplir sus deberes filiales. Practicó el modo de andar, las reverencias y kowtows ante un público de cinco mil personas. Durante los descansos, se escabullía para ver el desfile de la Guardia Imperial, al mando de Yung Lu. Cada noche Tung Chih venía a manifestarme su admiración por Yung Lu.

– ¿Vendrás conmigo la próxima vez? -me preguntó.