Yo estuve tentada, pero Nuharoo acalló a Tung Chih.
– Sería impropio de nosotras aparecer con nuestros atuendos de luto.
Después del desayuno, Nuharoo se excusó para ir a rezar. Desde la muerte de Hsien Feng, se había enfrascado más en el budismo. Había cubierto las paredes con tapices de Buda. De haberle estado permitido, habría ordenado la construcción de un Buda gigante en mitad del salón de audiencias.
A mí me invadía el desasosiego. Una noche soñé que me convertía en abeja, atrapada dentro de un loto en forma de corazón. A cada esfuerzo por salir, las semillas del loto brotaban como pequeños pezones. Me despertaba y descubría que An-te-hai había colocado un cuenco de sopa de semillas de loto delante de mí y que había rellenado el jarrón con flores de loto recién cogidas.
– ¿Cómo sabías mi sueño? -pregunté al eunuco.
– Simplemente lo sabía.
– ¿Por qué todos estos lotos?
An-te-hai me miró y sonrió.
– Hacen juego con el color del rostro de su majestad.
Los sentimientos que había estado experimentando no hicieron más que agudizarse; ya no podía seguir negándome a mí misma que se centraban en la figura de Yung Lu. Me excitaba oír las noticias que me comunicaba Tung Chih. Mi corazón daba un brinco cada vez que se mencionaba el nombre de Yung Lu. Cuando Tung Chih me explicaba el dominio de los caballos de Yung Lu, yo deseaba conocer más detalles.
– ¿Lo mirarás desde lejos? -le pregunté a mi hijo.
– Ordenaré una demostración -respondió-. El comandante estará feliz cuando se la encomiende. ¡Oh, madre, deberías haberlo visto con los caballos!
Intenté no hacerle a Tung Chih demasiadas preguntas, ya que temía despertar las sospechas de Nuharoo. Para ella incluso pensar en cualquier otro hombre que no fuese nuestro marido muerto era un signo de deslealtad. Nuharoo dejó claro a las viudas imperiales que no dudaría en ordenar su ejecución por descuartizamiento si descubría una infidelidad.
An-te-hai dormía en mi habitación y era testigo de mi inquietud, pero nunca suscitó el tema ni mencionó nada de lo que yo pudiera decir en sueños. Sabía que solía agitarme y dar vueltas en la cama, sobre todo cuando llovía.
Una noche de lluvia, le pregunté a An-te-hai si había notado algún cambio en mí. El eunuco describió minuciosamente los «saltos» de mi cuerpo durante la noche. Me informó de que había gritado en sueños suplicando que me acariciaran.
El invierno llegó pronto. Las mañanas de septiembre eran frías y el aire era fresco y claro. Los arces empezaban a cambiar de color y decidí dar un paseo que me llevara hasta el campo de entrenamiento de Yung Lu. Cuanto más me advertía a mí misma de lo impropio de mi conducta, más me azuzaba el deseo de seguir adelante. Para disfrazar la intención de mi salida, la noche antes le dije a Tung Chih que quería llevarlo a ver un conejo de ojos rojos. Tung Chih me preguntó dónde se escondía y le respondí: «En la maleza, no lejos del campo de entrenamiento».
Al día siguiente nos levantamos antes del alba. Después de desayunar salimos en los palanquines y pasamos entre los árboles del color de las llamas. En cuanto vimos a los guardias de Yung Lu, Tung Chih salió disparado y yo le seguí.
El camino estaba lleno de baches y los porteadores se esforzaban por equilibrar el palanquín. Corrí la cortina y miré hacia fuera. Mis latidos se aceleraron.
An-te-hai me acompañaba. Su expresión me indicaba que conocía cuál era mi propósito y que sentía curiosidad y nerviosismo. Me conmovió tristemente ver que An-te-hai aún albergaba pensamientos masculinos. En realidad, si nos fijáramos en el aspecto, An-te-hai resultaba más atractivo para una mujer que Yung Lu. Mi eunuco tenía la frente despejada, la mandíbula perfecta y los ojos grandes y brillantes, lo cual era raro en un manchú. Muy educado en los modales cortesanos, siempre se comportaba de manera airosa. An-te-hai, que acababa de cumplir veinticuatro años la semana anterior, llevaba conmigo más de ocho años. A diferencia de muchos eunucos que parecían viejas damas, hablaba con voz masculina. No sabía si An-te-hai tenía aún necesidades físicas masculinas, pero era un ser sensual. Cuanto más tiempo llevábamos juntos, más me impresionaba la curiosidad que mostraba por lo que sucede entre un hombre y una mujer. Aquella sería la maldición de An-te-hai.
Entre la niebla matutina observaba el entrenamiento de la Guardia Imperial. Cientos de guardias trotaban y desfilaban sobre el suelo apisonado. Parecían ranas saltando en un campo de arroz durante una sequía. El aire era frío y el sol aún no se había alzado por completo.
– Vigilad a Tung Chih -ordené a los porteadores, y les pedí que me bajaran del palanquín.
Mis zapatos se llenaron de rocío mientras caminaba por el sendero. Entonces lo vi: al comandante, en su montura. Tardé un momento en recuperarme. Él se sentaba inmóvil sobre su caballo sin dejar de mirarme. La niebla que nos envolvía lo hacía parecer un guerrero de papel recortado. Me acerqué a él con An-te-hai a mi lado. El guerrero espoleó los flancos del animal y se acercó hasta mí a medio galope. Yo lo miraba bajo las sombras que proyectaba el sol naciente. Cuando me reconoció, saltó del caballo y se arrojó al suelo.
– Majestad, Yung Lu a vuestro servicio.
Sabía que se suponía que debía decir: «Levántate». Pero me falló la lengua, asentí y An-te-hai me hizo de intérprete:
– Podéis levantaros.
El hombre se puso en pie delante de mí; era más alto de lo que recordaba. La luz del sol esculpía su figura y su rostro parecía un hacha. Yo no sabía qué decir.
– Tung Chih quería visitar los bosques -le expliqué, y luego añadí-: Está cazando un conejo.
– Eso está muy bien -respondió y entonces él también se quedó sin palabras.
Eché un vistazo a sus hombres.
– ¿Qué tal… lo están haciendo tus tropas?
– Están casi a punto.
Se sintió aliviado de encontrar un tema de conversación.
– ¿Qué es lo que intentas conseguir exactamente?
– Estoy trabajando para aumentar la resistencia de mis hombres. Por el momento son capaces de permanecer en formación durante medio día, pero el desfile con el ataúd durará quince.
– ¿Puedo confiar en que no estarás haciendo trabajar demasiado a tus hombres ni a ti mismo? -le pregunté.
Inmediatamente me sorprendí de la suavidad de mi tono y me di cuenta de que le había formulado una pregunta, algo que la etiqueta prohibía. Yung Lu parecía ser consciente de ello, me miró y luego enseguida apartó la mirada.
Me habría gustado poder despedir a An-te-hai, pero no habría sido prudente; quedarme a solas con Yung Lu podía ser peligroso.
– ¿Puedo solicitar el permiso de su majestad para ir a buscar a Tung Chih? -me preguntó An-te-hai leyendo mis pensamientos.
– No, no puedes.
Tung Chih estaba desilusionado; no había encontrado el conejo. Cuando regresamos al palacio, le prometí que le harían uno de madera. An-te-hai explicó mi idea al mejor artesano de la corte. El hombre pidió cinco días para hacer el conejo. Tung Chih lo esperaba ansioso.
La tarde del cuarto día, le regalamos a Tung Chih un conejo de madera maravillosamente tallado, con el «pelo» blanco. Cuando mi hijo lo vio, se quedó prendado. A partir de entonces, ya no tocaba ningún otro juguete, por muy divertido que fuera. Los ojos rojos del conejo de madera eran dos rubíes. La piel estaba hecha de algodón y lana. Cuando Tung Chih dejaba el conejo en el suelo, saltaba como si fuera de verdad.
Durante los días siguientes, Tung Chih no se ocupaba de otra cosa que no fuera el conejo. Yo podía trabajar con Nuharoo sobre los documentos de la corte que Su Shun nos entregaba. El suelo estaba lleno de papeles apilados y no tenía espacio para moverme.
Nuharoo se cansó pronto de venir a trabajar conmigo. Empezó a poner excusas para no aparecer. Quería que nos atuviéramos a la antigua filosofía china de que «el hombre más sabio debería presentarse como el más confuso». Creía que si así lo hacíamos, Su Shun nos dejaría en paz. «Engañémosle y desarmémosle sin usar las armas», dijo sonriente, encantada de sus propias palabras.