No entendía la fantasía de Nuharoo. Tal vez pudiéramos engañar a los demás, pero no a Su Shun. A mí me resultaba más duro tratar con Nuharoo que con mi hijo. Cuando se cansaba, se ponía de mal humor y se quejaba por todo, el ruido de los grillos, el sabor de la sopa, un punto perdido en su bordado… e insistía en que le ayudara a resolver su problema. Yo no podía evitar que me afectara y tenía que dejar de trabajar. Por fin consentí en dispensarla, pero con una condición: que leyera mis resúmenes y pusiera su sello en todos los documentos salientes, que yo escribiría en nombre de Tung Chih y donde estamparía mi propio sello.
Todas las tardes An-te-hai preparaba una tetera de fuerte té dragón negro mientras yo trabajaba hasta entrada la noche. Cargándome de trabajo, Su Shun buscaba desacreditarme a los ojos de la corte. Me había presentado voluntaria para poner el cuello en la soga y ahora él estaba ocupado anudando el lazo. No me conocía. Yo quería triunfar por una razón muy práctica: quería ser capaz de ayudar a mi hijo, pero calculé mal. Mientras yo estaba ocupada cubriendo un flanco, dejaba otro expuesto. No tenía ni idea de que los tutores imperiales responsables de la educación de Tung Chih eran amigos de Su Shun. Mi inocente negligencia resultó ser uno de mis grandes errores. No me percaté del daño que se hacía a Tung Chih hasta que fue demasiado tarde.
En aquel momento yo estaba desesperada por ampliar mis horizontes. Carecía de seguridad en mí misma y me sentía muy mal informada. Los temas de los documentos eran muy vastos. Comprenderlos era como intentar subir por un poste engrasado. Como me sentía fuerte acerca del cometido ejercido por el gobierno, estaba decidida a cercenar la corrupción que me rodeaba. Intenté ver los perfiles básicos de las cosas, su verdadero esqueleto y evaluarlo todo solo con respecto a sus méritos. También me concentré en familiarizarme con quienes tenían poder e influencia. Además de leer sus informes, estudiaba sus caracteres, sus pasados y sus relaciones con sus homólogos y con nosotros. Claro que prestaba particular atención a sus respuestas a nuestros ruegos y preguntas, a menudo presentados por el príncipe Kung. Siempre he amado la ópera, pero entonces estaba inmersa en un argumento diario mucho más dramático y extraño.
Aprendí mucho acerca de las personas. Un documento venía de uno de los empleados del príncipe Kung, un inglés llamado Robert Hart, el jefe de Aduanas de China. Aquel hombre era un extranjero de mi edad, pero era responsable de generar un tercio de nuestros ingresos anuales. Hart me informó de que recientemente había encontrado fuerte resistencia cuando recaudaba los impuestos de las aduanas nacionales. Muchos hombres influyentes, entre los que figuraba el general en quien más confiaba mi difunto marido, Tseng Kou-fan -el cortacabezas Tseng, el héroe que aplastó la rebelión Taiping-, se negaban a desembolsar su dinero. Tseng afirmaba que las necesidades apremiantes de su zona requerían que él, y no el gobierno central, se quedara los taels. Sus libros de cuentas resultaron confusos y Hart pidió instrucciones al emperador para presentar cargos contra el general.
Su Shun propuso una acción en la cubierta del informe de Hart. Quería que investigasen y acusaran a Tseng Kou-fan, pero a mí no me engañaba: hacía tiempo que Su Shun quería sustituir a Tseng por uno de sus fieles.
Decidí retener el informe hasta que pudiera reunirme con el príncipe Kung y hablar del tema. Tseng era demasiado importante para la estabilidad de la nación, y si yo tenía que pagar por ello, cerraría los ojos y pagaría gustosa. De algún modo, prefería que Tseng Kou-fan se quedara el dinero, sabiendo que lo emplearía para equipar a su ejército, que acabaría protegiéndome, antes que ver cómo el dinero caía en manos de Su Shun, quien lo emplearía en conspirar contra mí.
El informe dejaba entrever que Tseng había ofrecido a Hart un sustancioso soborno por su cooperación, pero Hart resultó incorruptible. La corrupción no comprometería su lealtad con su jefe, el príncipe Kung. ¿Qué le inducía a comportarse con tanta firmeza, entonces? ¿Con qué principios y valores se había educado? No esperaba que un extranjero fuera leal a nuestra dinastía. Fue una gran lección para mí y quise conocer a aquel hombre. Si podía, se lo presentaría a Tung Chih.
Mi petición de conocer a Robert Hart primero se retrasó, luego se pospuso y finalmente fue rechazada. La corte votó unánimemente que sería un insulto para China si yo me «rebajaba» a conocerle. Tendrían que pasar más de cuatro décadas hasta que por fin nos conociéramos. Entonces comuniqué a la corte que no podría morir en paz si no le daba las gracias a aquel hombre que me había ayudado a evitar que el cielo se cayera en pedazos.
Los crisantemos salvajes de color sangre florecían desaforadamente. Las plantas colgaban por encima de las vallas y cubrían el suelo del patio. Aún conmovida por el contenido de una carta que me acababa de enviar el príncipe Kung, no estaba de humor para apreciar las flores. En su carta, el príncipe me describía lo que le había ocurrido ese día, después de entregar los tratados firmados por su hermano agonizante, el emperador Hsien Feng.
«Me escoltaron hasta la Ciudad Prohibida el general Sheng Pao y cuatrocientos hombres a caballo. Luego tomé solo veinte hombres y entré en el salón principal del Consejo de Ritos para encontrarme con mi homólogo, lord Elgin. -A través de la elección de palabras del príncipe Kung notaba su rabia-. Era la primera vez que entraba en las dependencias celestiales después de que las asaltaran los extranjeros. Lord Elgin llegó con tres horas de retraso. Entró con doscientos hombres en una exhibición de pompa. Llegó en un palanquín carmesí llevado por dieciséis hombres, sabiendo que ese privilegio está reservado solo al emperador de China. Me esforcé en ser gentil, aunque estaba soberanamente enfadado. Hice una leve reverencia y estreché la mano de Elgin al modo chino. Intenté no traslucir mis emociones.»
Admiraba la sabiduría de sus palabras finales, dirigidas a Su Shun y a la corte: «Si no aprendemos a contener nuestra ira y continuamos con las hostilidades, estamos abocados a sufrir una catástrofe. Debemos aconsejar a nuestro pueblo en toda la nación que actúe según los tratados y no permitir que los extranjeros se excedan ni lo más mínimo en ellos. Nuestra expresión externa debería ser sincera y amistosa, pero serenamente deberíamos intentar mantenerlos a raya. Luego, en los próximos años, incluso aunque nos vinieran con exigencias, no nos causarían una gran calamidad. El tiempo es crucial para nuestra recuperación».
De nuevo sentí que Tung Chih era afortunado por tener un tío tan sensato. Su Shun tal vez aumentara su popularidad desafiando al príncipe Kung y llamándole «esclavo del diablo», pero ¿hay algo más fácil que burlarse de alguien? El príncipe Kung desempeñaba un trabajo desagradable, pero necesario. Su despacho estaba en los alrededores de un templo budista abandonado del noroeste de Pekín; un espacio sucio, sin encanto y yermo. Tenía demasiado trabajo y el resultado de sus negociaciones era de prever. Debía de ser insoportable. El número de extranjeros que exigían indemnizaciones y reparaciones era ridículo, superaba en exceso cualquier daño real o coste militar. Debía de estar pasándolo aún peor que yo.
Cuando dejé la carta, estaba tan agotada que me quedé dormida al instante. En sueños prendía fuego a todas las pilas de documentos de mi habitación.
Mi debilidad era anhelar un hombro masculino en el que apoyarme. Luchaba contra ello, pero mis sentimientos afloraban a la superficie. Buscaba distracciones y me enterraba en mi trabajo. Pedí a An-te-hai que me preparase un té más fuerte y mastiqué las hojas después de bebérmelo. Por fin conseguí vaciar el suelo de todos los documentos. No sabía si los asuntos de la corte se habían retrasado porque Su Shun no conseguía seguirme el ritmo o si había cambiado de táctica y dejaba de enviarme documentos.