Su Shun se quedó de pie con arrogancia, enfundado en su túnica de satén marrón larga hasta los pies con franjas doradas en la parte inferior. Llevaba un sombrero decorado con un botón rojo y una vistosa pluma de pavo real, que se quitó y sujetó en las manos. Se había afeitado el cráneo y lustrado la trenza. Su barbilla apuntaba al techo mientras nos miraba con los ojos entreabiertos.
– La corte tiene el derecho a emitir documentos de naturaleza urgente sin vuestros sellos.
– Pero eso viola nuestros acuerdos -rebatí, intentando controlar mi ira.
– Como regentes de su joven majestad -siguió Nuharoo-, tenemos que plantear una objeción al contenido del último decreto. El príncipe Kung tiene derecho a venir a Jehol a llorar a su hermano.
– Nos gustaría que el príncipe Kung pudiera cumplir su deseo -presioné yo.
– ¡Muy bien! -Su Shun dio una patada en el suelo-. Si deseáis mi puesto, es vuestro. ¡Me niego a seguir trabajando hasta que valoréis mi bondad!
Hizo una descuidada reverencia y se marchó. El resto de miembros del consejo, a quienes no habíamos invitado, lo recibieron con agrado en el patio.
Los documentos se apilaban; formaban muros en mi habitación. Todos requerían atención inmediata. Nuharoo se lamentaba de haber desafiado a Su Shun. Yo intentaba no dejarme dominar por el pánico. Revisé los documentos como cuando trabajaba para el emperador Hsien Feng. Tenía que demostrar a Su Shun que yo era apta para el trabajo. Necesitaba ganarme el respeto, no solo el de Su Shun, sino el de toda la corte. En cuanto empecé a trabajar, me di cuenta de que la empresa me superaba; Su Shun me había tendido una trampa.
Muchos casos eran imposibles de resolver. En aquellas circunstancias, era una irresponsabilidad emitir un juicio; solo provocaría injusticia y dolor innecesarios. Carecía de la información suficiente y evitaban que la recopilara. En un caso, un gobernador regional fue acusado de malversación y de más de una docena de homicidios. Necesitaba reunir pruebas y ordenar una investigación, pero no recibí ningún informe. Semanas más tarde, descubrí que mi orden nunca había sido cursada.
Llamé a Su Shun y le exigí una explicación. Su Shun negó toda responsabilidad y afirmó que no era asunto suyo. Me remitió al Ministerio de Justicia y, cuando pregunté al ministro, dijo que nunca había recibido la orden.
Llegaron cartas de todas partes del país quejándose de la lentitud de la corte. No cabía duda de que Su Shun sembró el rumor de que yo era la única culpable del retraso. Los rumores se difundieron como una enfermedad contagiosa. No me percaté de lo mal que se estaban poniendo las cosas hasta que un día recibí una carta muy franca del alcalde de una pequeña ciudad que cuestionaba mi formación y credenciales. El hombre jamás se habría atrevido a enviar una carta semejante de no estar respaldado por alguien como Su Shun.
Mientras paseaba por mi habitación atestada de documentos, An-te-hai volvió de llevar a Tung Chih a visitar a mi hermana. Estaba tan nervioso que tartamudeaba.
– En la ci… ciudad de Jehol corren ru… ru… rumores de una historia de fantasmas. Los aldeanos cre… creen que vos sois la reencarnación de una malvada concubina que está aquí para destruir el imperio. Por todas partes se habla de apoyar la acción de Su Shun contra vos.
Al darme cuenta de que ya no podía esperar más, fui a hablar con Nuharoo.
– Pero ¿cómo debemos actuar? -preguntó Nuharoo.
– Dicta un decreto urgente en nombre de Tung Chih convocando al príncipe Kung a Jehol -respondí.
– ¿Sería válido? -Nuharoo se puso nerviosa-. Suele ser Su Shun quien redacta las órdenes y prepara los edictos.
– Con nuestros dos sellos es válido.
– ¿Cómo harás llegar el decreto al príncipe Kung?
– Debemos pensar el modo.
– Con los perros guardianes de Su Shun por todas partes, nadie puede salir de Jehol.
– Debemos elegir a una persona en quien podamos confiar la misión -dije-, alguien que esté dispuesto a morir por nosotras.
An-te-hai solicitó ese honor. A cambio quiso que le prometiera que le dejaría servirme durante el resto de mi vida, de lo cual le di mi palabra. Le expliqué que si Su Shun lo atrapaba, esperaba que se tragara el decreto e hiciera todo lo posible para no confesar.
Con Nuharoo a mi lado, trabajé en los detalles del plan de huida de An-te-hai. Mi primer paso fue que An-te-hai propagara un rumor entre el círculo de Su Shun. Captamos a un hombre llamado Liu Jen-shou, con fama de chismoso. Divulgamos la historia de que habíamos perdido el sello más poderoso de todos, el sello de Hsien Feng, que escondimos cuidadosamente. Dimos la impresión de que habíamos ocultado la verdad porque sabíamos que la pena por perder el sello era la muerte. Barajábamos tres posibilidades sobre el paradero del sello. Una, que lo habíamos perdido en el trayecto de Pekín a Jehol; dos, que lo habíamos extraviado en algún lugar del palacio de la Gran Pureza en la Ciudad Prohibida; y tres, que lo habíamos olvidado en mis joyeros de Yuan Ming Yuan y probablemente lo habían robado los bárbaros.
Nuestro rumor también propagaba que, antes de morir, el emperador Hsien Feng supo que el sello se había perdido y había sido demasiado blando de corazón para castigarnos. Con el fin de protegernos, su majestad no había mencionado la desaparición a Su Shun.
Como esperábamos, Liu Jen-shou tardó poco en transmitir el rumor hasta los mismísimos oídos de Su Shun, quien creyó la historia, pues nadie había visto el preciado sello desde que salimos de Pekín.
Su Shun no esperó para hacer su jugada. Solicitó de inmediato una audiencia con nosotras a la que asistió toda la corte. Declaró que acababa de terminar un borrador de un nuevo decreto dirigido a la nación sobre el traslado del féretro y necesitaba usar el sello de Hsien Feng.
Simulando nerviosismo, saqué mi pañuelo y me sequé la frente.
– Nuestros sellos dobles son tan buenos como el de Hsien Feng -susurré en voz baja.
Su Shun estaba claramente encantado. Las líneas de su rostro danzaban y le sobresalían las venas de excitación.
– ¿Dónde está el sello de Hsien Feng? -exigió.
Con la excusa de que me sentía indispuesta, Nuharoo y yo pedimos que concluyese la audiencia. Pero Su Shun siguió presionando. Me acosó hasta que confesé que An-te-hai había perdido el sello.
An-te-hai fue arrestado por los guardias mientras gritaba solicitando perdón. Se lo llevaron para castigarlo: cien latigazos, sin posibilidad de redención si moría durante el castigo.
Temí que An-te-hai no pudiera soportar el sufrimiento, pero por suerte, el eunuco tenía intenciones de vivir; tenía verdaderos amigos en todas partes. Más tarde, cuando fue devuelto por los guardias de Su Shun, tenía la túnica hecha jirones y teñida de sangre.
Yo era muy consciente de que Su Shun me observaba, así que no solo simulé que no me importaba sino que exclamé con voz fría:
– El eunuco lo merecía.
Vertieron agua sobre el rostro de An-te-hai y volvió en sí. Delante de la corte, Nuharoo y yo ordenamos que An-te-hai fuera arrojado a las mazmorras imperiales de Pekín.
A Su Shun no le hacía ninguna gracia dejar a An-te-hai fuera de su vista, pero Nuharoo y yo insistimos en que debíamos desembarazarnos de aquella criatura ingrata. Cuando Su Shun protestó, argumentamos que teníamos el derecho a castigar a un eunuco de nuestra propia casa sin restricción alguna. Volvimos al salón, nos acercamos al féretro de Hsien Feng y lloramos ostentosamente.
Presionado por los ancianos del clan para que nos dejara en paz, Su Shun transigió, pero insistió en que sus hombres escoltarían a An-te-hai hasta Pekín. Nosotras estuvimos de acuerdo y An-te-hai salió para Pekín. Oculto en los zapatos de An-te-hai, estaba el decreto que yo había escrito.
En Pekín los hombres de Su Shun entregaron a An-te-hai al ministro de Justicia Imperial, Pao Yun, junto con un mensaje secreto de Su Shun -de esto me enteré más tarde- que ordenaba que An-te-hai fuera azotado hasta la muerte. Ignorante de la situación, Pao Yun se disponía a cumplir la orden de Su Shun, pero antes de que los látigos restallaran en el aire, An-te-hai pidió quedarse un momento a solas con el ministro.