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Mi hijo me castigaba porque le exigía que se sometiera a ciertos principios vitales. Al mirarme adoptaba dos tipos de expresiones: una era la de un extraño, como si no me conociera y no tuviera ningún interés en conocerme, la otra era de incredulidad; no podía comprender por qué yo era la única que lo desafiaba. Su expresión parecía cuestionar mi mera existencia. Cuando discutíamos y forcejeábamos su expresión era de desdén.

Ante los brillantes ojos de mi hijo, yo me rebajaba. Mi adoración por aquella criaturita me reducía a un hueso danzante en la sopa imperial que llevaba cocinándose doscientos años.

Una vez los vi jugar a los dos. Tung Chih estudiaba el mapa de China. Le encantó que Nuharoo no pudiera localizar Cantón. Ella le suplicó que le dejara marcharse. Él le concedió su deseo y le tendió los brazos; le atraía su debilidad y protegerla le hacía sentirse como un héroe.

Aun así me resultaba imposible no querer a mi hijo; no podía evitar sentir aquel afecto. Cuando nació Tung Chih, supe que le pertenecía. Vivía para su bienestar; no había nada más que él.

Si yo tenía que sufrir, me prepararía mentalmente para ello. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para ayudar a Tung Chih a escapar del destino de su padre. Hsien Feng había sido un emperador, pero carecía de una comprensión elemental de su propia vida. No fue educado en la verdad y murió en la confusión.

Al mirar al exterior, divisé unas grandes rocas en forma de panes rodeadas por una espesa alfombra de matojos silvestres. Durante kilómetros no vimos ni un solo tejado. Nadie salvo el cielo contemplaba nuestra lujosa comitiva. Sabía que eso no debía molestarme, pero no podía evitarlo. Sentada en palanquín entre la humedad, me dolía todo. Los porteadores estaban exhaustos, mojados y sucios. La música alegre solo hacía que me deprimiese aún más.

Li Lien-ying iba y venía de mi silla hasta la de Nuharoo. Su túnica de algodón púrpura se había desteñido por la lluvia y le corrían churretes por la cara. Li Lien-ying había aprendido su oficio de criado imperial y en aquel entonces lo hacía casi tan bien como An-te-hai. Yo estaba preocupaba por Ante-hai; el príncipe Ch’un me había contado que estaba en una cárcel de Pekín. Para completar su engaño, An-te-hai había escupido a un guardia, lo que le valió un duro castigo: lo metieron en un excusado con heces flotando hasta el cuello. Recé por que aguantase hasta que fuera a buscarlo, aunque no podía asegurar que regresaría a Pekín con la cabeza aún sobre los hombros. Pero si lo conseguía, yo misma liberaría a Ante-hai de sus cadenas.

El desfile de la felicidad rompió su formación. Era duro hacer que los fatigados caballos y ovejas avanzaran en fila. Los porteadores habían dejado de cantar. Solo oía el ruido de pasos mezclados con respiraciones pesadas. Tung Chih quería salir del palanquín para jugar y yo pensé que ojalá pudiera dejarle. Me habría gustado verle correr con Li Lien-ying, pero no era seguro. Varias veces había notado expresiones extrañas en los uniformados guardias que pasaban ante nosotros. Me preguntaba si serían espías de Su Shun. Cada día mis porteadores eran reemplazados por hombres nuevos.

Cuando pregunté a mi cuñado, el príncipe Ch’un, sobre el cambio de porteadores, me respondió que era normal que rotaran en sus posiciones para que diera tiempo a curarse las llagas de los hombros, pero no me convenció.

Para consolarme Ch’un me habló de Rong y de su hijo. Estaban bien y a pocos kilómetros detrás de mí. Mi hermana no había querido venir conmigo porque temía que algo le sucediera a mi palanquín. «Un árbol grande invita al viento más fuerte» fue el mensaje que ella me envió, y me aconsejaba que tuviera cuidado.

Llegamos a un templo situado en la ladera de una montaña. Ya había anochecido y la llovizna había cesado. Entramos en el templo, rezamos en los altares y luego pasamos allí la noche. En cuanto Nuharoo, Tung Chih y yo bajamos de nuestras sillas, los porteadores se alejaron con los palanquines vacíos. Corrí y me dio tiempo a preguntarle al último porteador por qué no se quedaban con nosotros, a lo que me respondió que tenían órdenes de no seguirnos hasta arriba de la montaña.

– ¿Y si algo va mal y necesitamos volver a nuestros palanquines y no podemos contar con vosotros? -le pregunté.

El porteador se arrojó al suelo y lo tocó con la frente como un idiota, pero no respondió a mi pregunta. No tenía sentido seguir presionándole.

– ¡Vuelve, Yehonala! -me gritó Nuharoo-. No dudo de que nuestros exploradores y espías han comprobado la seguridad del templo.

El templo parecía preparado para nuestra llegada. Habían reparado el viejo tejado y barrido el polvo del interior. El monje principal era un hombre de gruesos labios, mirada amable y mejillas carnosas.

– La diosa de la misericordia, Kuan Ying, ha estado sudando -explicó con una sonrisa-. Sabía que era un mensaje para decirme que sus majestades pasarían por aquí. Aunque el templo es pequeño, mi humilde bienvenida se extiende desde la mano de Buda hasta el infinito.

Para cenar nos sirvieron sopa de raíz de jengibre caliente, granos de soja y panecillos de trigo. Tung Chih enterró la cara en el cuenco. Yo también tenía un hambre de loba. Me comí toda la comida del plato y pedí más. Nuharoo se tomaba su tiempo. Comprobaba cada botón de su túnica, asegurándose de no haber perdido ninguno, y enderezaba las flores mustias de su tocado. Tomaba cucharaditas de sopa hasta que no pudo negar su hambre; entonces cogió el cuenco y bebió como una campesina.

Después de la comida, el monje principal nos enseñó educadamente nuestra habitación y se marchó. Nos emocionó descubrir quemadores cerámicos cerca de las camas. Podíamos tender nuestras túnicas húmedas sobre ellos para secarlas. Cuando Tung Chih descubrió que los aguamaniles estaban llenos de agua, Nuharoo gritó de alegría y luego susurró:

– Supongo que tendré que lavarme yo misma sin ayuda de las doncellas.

Se desnudó con impaciencia. Era la primera vez que la veía desnuda. Su cuerpo, del color del marfil, era una exquisita obra del cielo. Tenía una esbelta figura con pechos como manzanas y largas piernas finas como el jade. Su espalda recta se curvaba en unas sensuales nalgas. Me hizo pensar que la moda sin formas de las mujeres manchúes era todo un crimen.

Como un ciervo parado en un risco bajo la luz de la luna, Nuharoo se acercó al aguamanil y lentamente se lavó de pies a cabeza. Pensé que aquello solo lo habían visto los ojos de Hsien Feng.

Me desperté en mitad de la noche; Nuharoo y Tung Chih dormían profundamente. Mis sospechas se volvieron a confirmar. Recordé la sonrisa del monje; parecía fingida, los demás monjes no tenían las pacíficas expresiones que solía ver en los budistas. Los monjes no dejaban de mirar furtivamente al monje principal, como si esperasen una señal. Durante la cena, pregunté al monje principal sobre los bandidos del lugar. Me contestó que nunca había oído hablar de ellos. ¿Decía la verdad? Nuestros exploradores nos habían contado que en aquella zona había bandidos. El monje debía de llevar allí muchos años… ¿cómo podía ignorarlo?

El monje cambió de tema cuando le pedí que me enseñara el templo. Nos llevó a la sala principal para que encendiéramos incienso a los dioses y luego nos condujo directamente a la habitación donde dormiríamos. Cuando le pregunté por la historia de las tallas de la pared, volvió a cambiar de tema. Su lengua también carecía de la brillantez de un predicador mientras le relataba a Tung Chih la historia del Buda de mil manos. No parecía familiarizado con los estilos básicos de la caligrafía, lo que era difícil de creer, porque los monjes se pasaban la vida copiando sutras. Le pregunté cuántos monjes se alojaban en el templo y respondió que ocho. ¿Nos ayudarían si nos atacaban los bandidos? Cuanto más pensaba en ese dudoso hombre, más crecía mi inquietud.